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El eclipse

Aquel verano la familia había decidido veranear en la costa. No conocían bien esa zona, pero creían que era lo que buscaban. Algo tranquilo, sin mucho bullicio ni aglomeraciones, no invadida por el turismo. Sin embargo, la realidad se desveló distinta a como la habían imaginado. El idílico pueblecito que imaginaban los recibió con una imagen parecida a la que se observa al entrar en Marbella, con una amplia avenida con dos carriles de circulación en cada sentido y altísimos bloques de pisos a ambos lados.
Su primera impresión fue negativa. Ya anticipaban lo que se les avecinaba: largas colas en el supermercado, esperando que se quedara libre la mesa de un bar a la hora de la comida o la cena, peleando por conseguir un palmo de tierra donde colocar la sombrilla, temerosos de mover el coche  por no tener sitio donde volver a estacionarlo.
Pero el hombre estaba dispuesto a soportar todo eso si era necesario. Porque él esperaba algo especial de aquellas vacaciones. Sobre todo, mejorar las relaciones con su único hijo de dieciséis años. Quizás esas serían las últimas vacaciones de verano que él los acompañaría. Era lógico, con ellos se aburría y prefería estar con sus amigos. Notaba que desde hacía tiempo se habían distanciado y ya apenas hablaban el uno con el otro. La diferencia generacional, el exceso de trabajo, los estudios,  el poco tiempo para hablar y estar juntos... Todo esto le producía gran tristeza y le afectaba grandemente.
Pero el hombre no era el único. Mucha gente también esperaba algo especial de ese verano. El once de agosto se iba a producir un eclipse total de sol y muchos lo interpretaban de formas diferentes: para unos era un simple fenómeno físico, sin ningún otro tipo de implicaciones. Pero otros lo tomaban por el lado sobrenatural y lo identificaban con una de las profecías de Nostradamus en la que vaticinaba el fin del mundo, la llegada del tercer Anticristo. Lo cierto es que, por unas razones u otras, el eclipse había despertado gran interés en toda Europa, desde Inglaterra hasta Rumania, y también en otras zonas del mundo, ya que la franja de oscuridad se extendería desde el citado Reino Unido hasta el Golfo de Bengala, en la India. En España el eclipse no sería total pero en algunas ciudades europeas la oscuridad sería completa. Había gran expectación en ciudades como París, Munich, Stuttgart, Salzburgo o Bucarest. En esta última, las leyendas y supersticiones en torno a Drácula habían hecho que multitud de gente se agolpara los días previos en las inmediaciones del que fue su castillo.
El hombre lo interpretaba más desde el punto de vista científico, aunque no exento de un cierto sentimiento espiritual o sobrenatural. Aunque su formación era la de un técnico siempre le gustaba dejar o, al menos, creer en la posibilidad de un cierto margen a lo inexplicable, lo sobrenatural, a la sorpresa y la ilusión... Además, por su edad, quizás sería la última vez que viera un fenómeno de esas características.
Los días transcurrían con la rutina habitual de las vacaciones, sólo interrumpida por la llegada de los gitanos. Solían hacerlo al atardecer, cuando la sombra se adueñaba de la mayor parte de la plaza y el descenso de la sofocante temperatura invitaba a que la gente saliera a pasear. Sólo el primer día trajeron a la cabra. La hacían subir a una escalera y desde la cúspide daba vueltas y más vueltas, y no paraba hasta que se marchaban. El resto de los días sólo traían el órgano encima de un carrito con ruedas, en el que uno de ellos interpretaba canciones. Otros dos, una mujer y un niño, con sendos platillos en la mano gesticulaban para que los que miraban desde las ventanas y balcones le echaran alguna moneda. El hombre les echó la única moneda de veinte duros que llevaba en el bolsillo y permaneció en la terraza escuchando y observando. El repertorio, estridente y con frecuentes ausencias e intromisiones de notas, consistía en una sucesión de pasodobles: "España cañí", "El gato montés", "Francisco Alegre",... El hombre sentía pena y angustia ante el espectáculo que contemplaba. Pena, imaginando la mísera existencia de aquellas personas. Angustia, por el sentimiento agridulce que le producía el contraste de su presencia con la supuesta alegría de la música que interpretaban. Una música que olía a tarde de toros y a verbena, al recuerdo de la ilusión por un tiempo que ya pasó. Pero el hombre seguía esperando algo más de esas vacaciones.
La noche antes del eclipse, el hombre no tenía ganas de acostarse. Desde la sexta planta, en la terraza de su apartamento, se quedó hasta muy tarde observando a su alrededor.  Allá a lo lejos en el horizonte se divisaban las luces de la costa, entre las que destacaban los regulares destellos de un faro. Desde la altura veía las diminutas figuras de la gente sentada en los bares de la plaza o bailando al compás de la música. Dos pisos más abajo, en la terraza del bloque de enfrente, una pareja de ancianos se afanaba en jugar su interminable partida de parchís de todas las noches. Uno de los propietarios de las tiendas de artículos para turistas recogía sus cachivaches, los matrimonios jóvenes cuidaban de sus hijos que aún jugaban subiendo y bajando por toboganes o meciéndose en columpios, algunas jóvenes parejas hacían cola en una heladería.
Pensó que esas  personas que ahora divisaba desde la altura, tenían tras de sí cada uno su historia. Procedían de lugares distintos y distantes y ahora se encontraban allí reunidos bajo su atenta mirada. Habían confluido guiados por diferentes  motivaciones y ahora estaban concentrados en esa superficie rectangular que él dominaba desde la altura. Entre algunos de ellos puede que se entablara una amistad o que  se encendiera la llama del amor. Pero dentro de unos días, la mayoría volvería a sus lugares de origen y no volverían a verse jamás. Y serían relevados por nuevos veraneantes que harían las mismas cosas que ellos y que no dejarían la plaza vacía hasta que terminara el verano.
También pensó que mientras él se entretenía en estas reflexiones y observaciones los astros seguían describiendo sus inexorables órbitas y mucha gente velaba aquella madrugada esperando el momento en que el sol y la luna vendrían a coincidir de manera que ésta se interpusiera entre nosotros y aquél para formar un espectáculo mágico, fascinante y efímero que muchos no volverían a ver más en sus vidas.
Notó que unos pasos sigilosos y felinos se acercaban a la terraza. Era su hijo. Provenía de la penumbra y vestía sólo un pantalón corto. Parecía tener más de dieciséis años. Era alto y fuerte y el bronceado resaltaba la musculatura del pecho y los brazos.
- "¿Por qué te has levantado?. ¿No estabas dormido?".
- "No sé, me desperté y vi que había luz en la terraza. ¿Qué haces tú aquí?. Son más de las dos. ¿Por qué no estás acostado?".
- "No tenía sueño y se está tan bien aquí que me he quedado observando la gente de ahí abajo y mirando el cielo. ¿Sabes que mañana hay un eclipse de sol?".
"Sí, pero ¿qué es un eclipse?. ¿Por qué algunos dicen que se va a acabar el mundo?".
Le explicó hasta donde sus conocimientos  llegaban. Pero lo que más le interesaba al hijo era la parte sobrenatural y mágica del fenómeno. Entonces le dijo que la gente se aferra a explicaciones e interpretaciones sobrenaturales cuando ya no tiene esperanzas, cuando la ciencia no le ofrece ninguna salida. Y aunque pueda parecer una tontería, es necesario que la gente pueda recurrir a tales explicaciones porque las personas tenemos algo más que la parte material. Nuestra parte espiritual nos ayuda a vivir y a ilusionarnos, y aunque muchas de las expectativas nunca lleguen a cumplirse, la ilusión con que nos hacen vivir justifica con creces su existencia.
El hombre se sentía extraño hablando de estas cosas con su hijo. Nunca había hablado así con él, los dos sentados uno frente al otro, percibiendo atención e interés hacia sus palabras. Estuvieron largo rato hablando sobre el eclipse en sí y sobre cómo muchas personas esperaban de él algo especial y mágico que cambiara sus vidas, y de lo importante que es la ilusión en la vida. Pero de pronto, el hijo dio un giro de ciento ochenta grados a la conversación.
- "Papá, ¿qué hacías tú cuando tenías mi edad?. ¿Cómo pasabas las vacaciones de verano?. ¿Qué te gustaba hacer?".
El hombre se sintió sorprendido. No esperaba aquella batería de preguntas de su hijo. Pero le gustó, sintió que todavía era importante para él. Y así, de momento, se vio contándole cómo con su edad era un muchacho responsable al que nunca tenían que recordarle que debía estudiar; su pasión por el fútbol y por la música de los cantautores, sobre todo de Serrat; de su enorme ilusión por la Navidad, cuya llegada le hacía sentir un cosquilleo inenarrable por la barriga; de las vacaciones de verano, en las que no viajaban a ninguna parte pero que para él eran las mejores, con sus partidos de fútbol nocturno en la playa; del imborrable recuerdo del Mundial de Fútbol del setenta y cuatro; de cómo las largas horas de duro entrenamiento corriendo kilómetros, levantando pesas en el rudimentario gimnasio del garaje del padre de un amigo o jugando al tenis, le habían servido para hacerse fuerte, física y mentalmente. El hombre hablaba y hablaba entusiasmado. El hijo lo escuchaba atento en silencio, mirándolo fijamente con sus ojos oscuros y brillantes. De vez en cuando sonreía ante la ingenuidad de las cosas que el padre le contaba.
-"Bien hijo, yo ya he hablado bastante. Ahora te toca a ti. Cuéntame, ¿cómo te va la vida?, ¿qué esperas de ella?, ¿qué planes tienes para el futuro?".
Y lo escuchó contarle sus problemas con algunas asignaturas y profesores del Instituto; que seguía pensando lo mismo que cuando era pequeño: no quería crecer, le gustaría ser siempre un niño; de las dudas e incomprensión que lo invadían; de su miedo a enfrentarse con el mundo, con la gente; de cómo no comprendía la hipocresía, cómo se podía decir una cosa ante unos y todo lo contrario en presencia de otros; de por qué había tanta injusticia y desigualdad en el mundo...
El padre lo escuchó con la misma atención e interés que el hijo lo había hecho antes. Le dio las respuestas que pudo, intercambiaron opiniones y se rieron con las ocurrencias de uno y de otro.  Estuvieron charlando animadamente hasta las cinco de la madrugada.
- "Sabes hijo, creo que ya es hora de acostarnos. Pero antes te quiero decir una última cosa. Mucha gente espera el eclipse confiando en que aporte un cambio a sus vidas. Yo quería creer que sólo me interesaba como me interesa todo aquello que se aparta de la normalidad. Pero ahora intuyo que yo también deseaba que me alcanzara su magia. Ahora no lo dudo: aún antes de suceder, ya ha ejercido un poderoso influjo sobre mí".
- "Yo también lo creo papá".
Se levantaron tarde y como no disponían de utensilios para seguir el eclipse sin dañarse la vista, lo vieron a través del gran despliegue que habían hecho las diversas cadenas de televisión. Los dos sabían que el último eclipse del milenio en verdad había ejercido poderosas influencias sobrenaturales. Ellos mismos las habían experimentado.

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