NO tengo por norma contar historias tan sinceras, pero la naturaleza del personaje me lo exige. Este texto trata de como el destino condiciona nuestros pasos hasta hacernos dudar sobre su existencia. Es como si los astros se hubiesen confabulado para que a mí nunca me faltara de nada; y eso que éramos siete hermanos a la mesa (lo de sacar una familia numerosa adelante es un misterio sin resolver).
El caso es que ese niño de la calle Cervantes que era yo, empezó a fraguar sus recuerdos en la edad de las travesuras y de los juegos. Era un niño de bolsillos vacíos, hasta que un buen día, nuestra vecina de enfrente, la señora Lola, y que venía ejerciendo de niñera durante los partos de mi madre, me regaló un duro, cinco pesetas, sí sí.
Es curioso como el ser humano se adapta rápido a la riqueza; mucho antes que a la dificultad. Así que corrí raudo hacia la anciana de las golosinas, dispuesta por el destino para tal efecto, e hice mi primera compra: cinco palotes de fresa de a peseta (algún día mi dentadura tendrá algo que decir). Es curioso también como el dinero fácil te convierte en un “piratilla”; así que probé suerte, llamé a la puerta de Lola y al salir le pedí “el durito”. Lola, lejos de ejercer de valenciana tacaña y ahorradora, sacó su monedero de imagen imborrable, y me soltó la moneda.
Esta escena se repitió hasta el infinito; todo un capitalista a la edad de cinco años. Supongo que llegó el día en que, por dignidad, dejé de hacerlo. Pero en la edad que marca el inicio de la madurez, comprendí que lo que estaba haciendo Lola era referirse a mí en el futuro.
Era su forma de decirme: “Basilio, confío en ti, haz uso de tu listeza para convertirte en un hombre de provecho”. En realidad, lo que estaba haciendo al aceptar “el durito” de Lola era adquirir una deuda (plenamente justa eso sí). Sin embargo, a las travesuras de la niñez siguieron los pecados de juventud y, llegado el momento de rendir cuentas, mi descalabro fue fenomenal.
Tras cinco años de estudios en la Facultad de Ciencias de la Información, no tenía nada que ofrecer. La balanza de la justicia jugaba en mi contra, y no tenía otra salida que proyectarme hacia una edad más madura, en la esperanza de que el círculo terminara cerrándose.
A pesar de todo no he dejado de visitarla en su vejez, y no he dejado de preguntarme cada vez que la veía: ¿verá Lola mi grandeza? ¿cómo compensarla por haberme nutrido de golosinas durante la niñez? ¿cómo agradecerle los bocadillos de atún en las tardes? ¿cómo el arroz tostado? ¿cómo su fe?
Ahora soy una persona coherente, creciendo en un mundo donde los niños se mueren de hambre entre charcos de podredumbre. ¿Imagináis el rostro de uno de esos niños si le regalásemos un palote de fresa? ¿Os imagináis su corazón si le diésemos la oportunidad de estudiar? Ahora mi memoria está en paz porque he comprendido, y las hijas de Lola me saludan por las calles con algo de entusiasmo. Es señal de que mi deuda se ha saldado.
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