Categorías: Opinión

El diccionario mutilado

Ninguna sociedad con un fracaso escolar del tamaño del 50%, como es el caso de Ceuta, tiene futuro; está, pues, abocada al fracaso por sistema. Parece que los llamados a poner remedio a tal desastre no atinan con la solución, ni siquiera se ponen de acuerdo en ponerse de acuerdo. Estamos asistiendo, incluso, a una competición de ideas peregrinas, a cual más descabellada. Los hay quienes quieren echarse en brazos de las Nuevas Tecnologías, hallando en ellas la solución a este descalabro educativo. Tratan de llenar una habitación, en cada centro escolar, de ordenadores y demás artefactos, sin, acaso, preguntarse si esos portátiles o fijos que sirven a la ‘chavalería’ para divertirse deben –han de– protagonizar el aprendizaje en el aula como ahora se pretende, tal y como nos recuerda el catedrático de Literatura Comparada, el catalán Jordi Llovet.  “Internet conduce a sociedades superficiales y menos humanas”, declaró, por su parte, el pensador americano Nicholas Carr. “Puede conducir a comunidades formadas por individuos incapaces de ejercer la reflexión, la concentración, la meditación y la contemplación del mundo”, ahí es nada. Añade, además, que “En el mundo de Google hay poco lugar para el silencio reflexivo de la lectura”. ¡Ah, la lectura! Ahí queda eso a la consideración del amable lector.
Otros han sometido a ciertos centros de la ciudad a un exhaustivo ‘control de calidad’, al tiempo que personajes que quizá carecen de la praxis necesaria y exigida en las escuelas ‘torturan’ a los profesionales de la enseñanza. Personajes que pertenecen a empresas que se dedican a ello mediante el cobro, por supuesto, de unas sabrosas minutas –a este respecto, ¿dónde están los inspectores que tiene la Dirección Provincial de Educación?–
Los hay quienes, como el presidente de la FAMPA de Ceuta, Mustafa Mohamed, se unen al coro afirmando que “Los padres queremos que los centros educativos nos abran sus puertas y nos dejen participar en toda la vida que se desarrolla en ellos, desde el desarrollo de las clases hasta las reuniones de la directiva y las decisiones sobre la infraestructura”. En definitiva, a lo que se refiere el señor Mohamed es a las llamadas “comunidades de aprendizaje”, según él, tan populares en los centros educativos de la Península. Consideradas, eso sí, como la panacea del aprendizaje de zotes, vagos y holgazanes.
Cualquiera que haya tenido hijos en edad escolar y haya ido al centro a hablar con la profesora o el profesor, tiene meridianamente claro que mientras eres atendido, sea dentro del aula o en la misma puerta, la chavalería, cuanto más pequeños, peor, armará tal alboroto que no cesará, pese a los requerimientos del enseñante, hasta que el padre o la madre haya abandonado el aula. ¿Qué se pretende ahora? ¿Que padres ociosos se introduzcan por las puertas de las clases para ‘ayudar’ al ‘profe’ a que los recalcitrantes de siempre aprendan a hacer la ‘o’ con un canuto? Con una persona ajena al aula los alumnos son capaces desde saltarse un ojo hasta colgarse de la lámpara. ¿Qué saben esos padres de metodología, organización escolar, tratamiento de un grupo numeroso y heterogéneo de niños, etcétera? Pero no acaba ahí la peregrina idea del señor Mohamed. Los padres han de estar presente en la toma de decisiones de la junta directiva, en los claustros, en la actividad de los departamentos, elección de actividades extraescolares, etcétera.  No, hombre, no, para eso están, y cobran por ello, los servicios de la inspección de la Dirección Provincial de la ciudad.
Esa labor de fiscalización de los hijos la deben llevar a cabo los padres en sus respectivos domicilios. Deben ser ejemplos de dedicación a la lectura, ¡ah, la lectura!, de amor a la cultura y, sobre todo, han de tener una buena biblioteca en casa. Y dejen que los profesores, que son profesionales, hagan lo que les corresponde sin fisgones por medio. ¿Cómo es que ningún sindicato ha dado una respuesta profesional adecuada al presidente de la FAMPA?
Como corolario, contaré que en los años cincuenta y sesenta, cierto estudiante de aquel entonces tan sólo contaba con un pequeño diccionario de la editorial Everest mutilado, pues le faltaban las páginas desde las A hasta la H incluida. Pues bien, ese diccionario le sirvió hasta que aprobó sexto y la reválida. Ese estudiante es quien esto escribe. Quizá esta anécdota le sea útil a alguien.

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