Las luces del alba por la ventana avisaban a Mohamed del nuevo día. La materia luminosa contagiaba de alegría su rostro y lo hacía sonreír, y era así que le brillaban sus dientes, de oro del mejor.
Entonces, se acercaba a la cornisa del Monte para saludar con una reverencia al astro sol, y a continuación se entregaba a su oficio.
Cogía de su cabaña un viejo taburete, su bloc de dibujo, su lápiz de carboncillo, y un difumino, y se dirigía al salto de agua que en el Monte Hacho se conoce.
Durante horas se afanaba en interpretar la forma del agua, las piedras allí dispuestas, una palmera que lo habitaba…, hasta los renacuajos de la charca sabían de su prestancia. Nunca se identificó tanto un hombre con una causa: dibujar el arroyo del Monte Hacho era su principio y su fin.
En esto, el hijo del pastor, que por esos lugares se avecindaba, y que ya empezaba a distinguir las palabras, se puso a un lado de Mohamed para satisfacer su curiosidad, y le inquirió: “¿Por qué dibujas siempre el mismo arroyo, así pasen los días?”.
A lo que Mohamed contestó: “Te equivocas, pequeño Said, la forma es la misma, pero el agua es distinta cada vez”.
Y el niño Said se quedó a su lado para seguir escuchando su palabra, según la cual la vida está en constante creación y somos nosotros los que tenemos que llenarla de contenido. Es por ello que hay que estar agradecidos con el Ser Creador e intentar aprovecharla al máximo como signo de respeto.
Y esta escena llenó de sentido la vida de Mohamed, el hombre de la chilaba y la sonrisa de oro.
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