Ceuta está desmadejada. Hace ya algún tiempo que estamos en fase de reconstrucción de nuestra identidad colectiva. Y lo cierto es que no se notan avances sustanciales. Cada vez parece más difícil unirnos. No sabemos muy bien ni cómo, ni en torno a qué. También sentimos una especie de vértigo existencial que nos impide reflexionar con la sinceridad y la profundidad necesarias ante un reto de indubitada magnitud y complejidad.
En primer lugar es preciso dejar constancia de un cambio de coordenadas que afecta con carácter general a todos los pueblos o comunidades. El fenómeno de la globalización ha modificado radicalmente todos los conceptos sociológicos difuminando los rasgos esenciales que definían antaño con claridad la “pertenencia al grupo”. No ha desaparecido la idea, pero sí su significado. El concepto, otrora exótico, de “ciudadano del mundo” esta cristalizando paulatinamente y adquiriendo fuerza y preponderancia a pasos agigantados. Asistimos a un proceso de homogeneización de identidades que devalúa los llamados “localismos” de toda tipología; o mejor dicho, que nos obliga a redefinirlos.
A esta condición de carácter general, debemos añadir los factores ya propiamente nuestros. La vertiginosa transformación de Ceuta, en todos los sentidos; nos obliga a un esfuerzo de reajuste permanente en el que, desgraciadamente, siempre vamos por detrás de los acontecimientos. Política, económica y socialmente, la Ceuta de hoy no se parece en nada a la de hace treinta años. Y sin embargo son aún demasiadas las personas que se resisten a entenderlo y asumirlo. Perdemos un tiempo que no tenemos.
La configuración demográfica (marcada por la paridad entre las dos culturas dominantes), las nuevas dinámicas sociales imperantes (condicionadas por la interrelación cada vez más intensa entre Ceuta y las zonas adyacentes), y el presentimiento generalizado de inestable precariedad (que afecta penamente a la vida pública y en especial a los movimientos económicos), dificultan enormemente encontrar un espacio común confortable para todos engendrado por una señas de identidad reconocibles y compartidas por el cuerpo social. Y sin embargo, esta es la tarea histórica que tiene encomendada esta generación. De momento, no damos la talla.
El punto de partida inexcusable para recorrer este apasionante, tortuoso e inquietante camino con alguna posibilidad de éxito, es desprenderse de los prejuicios (de todos). No es posible avanzar atrapados por el pasado. Quienes actúen (consciente o inconscientemente) como vectores de resistencia por su nostálgico apego al pasado están destruyendo el futuro de esta Ciudad. Y en esta posición se encuentra el suicida inmovilismo del PP.
Este singular proceso de reconstrucción demanda la búsqueda de elementos de cohesión. Uno de ellos podría ser el “Día de Ceuta”. Instituir una jornada de exaltación de nuestra condición de ceutíes, destacando nuestra voluntad de convivir, compartir anhelos y caminar juntos, ayudaría mucho. Para ello es necesario elegir un motivo que nos identifique y nos aglutine a todos. Sin excepción. Hoy, parece evidente que esa primera seña de identidad por excelencia, indiscutida, es nuestra españolidad. Nos imprime carácter y da sentido a nuestro proyecto de vida en común. Sería ideal potenciar la conciencia de pueblo fortaleciendo nuestro compromiso indeleble e infinito de defensa de la españolidad de Ceuta. Así lo han entendido todos los partidos políticos apoyando el cambio de fecha del Día de Ceuta del insípido dos de septiembre (fecha en la que Juan de Portugal entregó el bastón de mando a Pedro de Meneses ¡?) al trece de febrero (firma del tratado de Paz de Lisboa en el que se ratifica por primera vez la soberanía española sobre Ceuta). Menos el PP.
El PP sigue anclado en el “legado portugués” como esencia de nuestra Ciudad. Es una posición política muy nociva y peligrosa. No se trata de cuestionar la importancia histórica de esta etapa. Pero es preciso tener en cuenta que el acervo de valores de una comunidad debe inscribirse adecuadamente en el contexto social contemporáneo. De lo contrario, se produce una fosilización muy perniciosa. El modo en que se produjo la conquista de Ceuta por parte de Portugal (un cruel exterminio étnico), ofende a un amplísimo sector de la población ceutí. Más allá de rigores históricos, contextualizaciones o análisis comparativos en una u otra dirección, lo único cierto es que agrede sentimentalmente a muchas personas que no pueden entender como una matanza puede representar un episodio digno de conmemoración. Este hecho, por sí mismo, descalifica “el legado portugués” como un elemento de unidad. Entre otros motivos, porque la unidad no se puede imponer. No es cuestión de romper con el pasado. La herencia recibida está asumida, es bien aceptada y bien considerada; pero es necesario apartarla del ámbito de los sentimientos colectivos actuales. Quienes se afanan en lo contrario están enviando un mensaje muy peligroso al conjunto de la sociedad. Porque pretenden destacar la cristiandad sobre cualquier otra característica definitoria de de la condición de ceutí. Y desde ahí es muy fácil deslizarse hacia la división, el enfrentamiento y el caos. La ofuscación y el sentido de la responsabilidad son incompatibles.
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