El Delegado del Gobierno ha dictado una resolución, según la cual, la manifestación de parados sólo podrá durar treinta minutos, no podrá cortar el tráfico y deberá controlar la emisión de ruidos para no sobrepasar los decibelios previstos en la Ordenanza Municipal correspondiente. Quiere eso decir que tendrán que marchar por la acera, respetando los semáforos, y en silencio. Sólo les ha faltado ordenar que los manifestantes se alineen de dos en dos y que desfilen alabando las políticas de empleo que los mantienen en el paro. Como colofón, y rebosante de cinismo, el atribulado mandatario ha declarado públicamente que él no coarta el derecho de manifestación.
En primer lugar es conveniente analizar este hecho desde el punto de vista legal. El derecho de manifestación se contempla en nuestro ordenamiento jurídico con plena rotundidad, como una pieza básica de la arquitectura democrática. Tan es así que el Gobierno sólo puede limitarlo cuando existan evidencias de posibles altercados de orden público que supongan “peligro para las personas o los bienes”. Una cautela prevista para salvaguardar los derechos fundamentales de los todos los ciudadanos. El Delegado del Gobierno se ha amparado en esta disposición para reducir la manifestación de parados a un remedo de excursión escolar. Pero lo ha hecho cuando ya se habían celebrado previamente más de cien manifestaciones idénticas, que habían demostrado palmariamente, por la vía de los hechos, que no existe peligro ni para las personas ni para los bienes. El Delegado del Gobierno ha abusado de su poder aplicando la ley, como mínimo, de forma incorrecta. Probablemente incurriendo en desviación de poder. Pero si pretende justificarse retorciendo los conceptos, hasta concluir que una mera “molestia” puede ser considerada un “peligro”, se enfrenta a otro problema mayor ¿Cómo es posible que él mismo haya autorizado más de cien manifestaciones que han puesto en peligro a las personas o a los bienes? Se ha metido en una ratonera de la que sólo saldrá con una sentencia judicial.
En realidad no se trata de una medida administrativa para garantizar el orden público, sino de una decisión de carácter estrictamente político. Entre el Presidente de la Ciudad y el Delegado del Gobierno han llegado a la conclusión de que había que apagar la voz de los parados, porque así lo demanda el sector más reaccionario de la ciudadanía acusándolos de debilidad en el ejercicio de su autoridad. En íntimo conciliábulo, como émulos de la prepotencia fotografiada con las piernas cruzadas sobre la mesa y el puro en la boca, han pergeñado esta portentosa exhibición de músculo. Se acabó la manifestación.
El Delegado del Gobierno, diligente guiñol de Vivas, se ha comportado como un valiente, demostrando un enorme coraje. Entre el poder de las dos instituciones (con sus respectivas policías), los medios de comunicación más influyentes y el aliento de una nutrida caterva de egoístas intolerantes, han conseguido derrotar a dos centenares de parados con seis tambores y una pancarta. Una proeza sólo al alcance de unos pocos elegidos. Los mismos que siempre se arrugan ante mafiosos, corruptos y maleantes, plegándose cobardemente a sus pútridos intereses; rugen duros e intransigentes, pletóricos de soberbia y displicencia, ante gente humilde que sólo pide trabajo y a la que nunca han querido ni recibir. Repugnante.
Lo que hace más vomitivo este atentado a los derechos de los trabajadores, si cabe, es que se perpetre en nombre del socialismo.
No es justo que este político profesional, carente de principios e inexplicable lacayo de la derecha, arrastre por el lodo de la ignominia una ideología tan noble, forjada a lo largo de la historia por el sufrimiento de millones de luchadores como los que él, ahora, traiciona y humilla impunemente. Aunque no está sólo en esta responsabilidad. Quienes le sostienen y jalean, mintiéndose a sí mismos al llamarse socialistas, son cómplices igualmente culpables. Nunca deja de sorprender el poder de seducción de una nómina.