Retorno a la imagen del fuego, y lo hago allí donde la dejé. El fuego es tentador, es puro, y es sincero, pues nos avisa de su inmediatez. Pero también es confidente amigo, y nunca traicionaría los secretos que le presté.
Hubo un tiempo anterior, sin duda, guardado en la memoria de los pueblos que crecieron alrededor de él. Quizá sea la noticia mejor guardada: el fuego se alimenta de las voces del conocimiento, de su calor.
¿Os imagináis el alcance de lo que digo? Todo el saber que atesoran los hombres condensado en un mismo ser: azul, ingrávido, intenso; rojo, amarillo, fiel. Cuna de sabiduría para aquel que lo quiso entender.
Es así, existe la leyenda de una estirpe de hombres sabios que descifraron el lenguaje de las llamaradas, y que se acercaron a la verdad como nadie antes, hasta el punto de quemarse las pestañas y quedarse ciegos. ¿Os imagináis la luz de los pueblos que se rindieron al saber?
Todos los que amamos el fuego y arriesgamos la vista en la batalla del saber estamos en conexión, pues somos custodios de él. Mientras tanto, el fuego nos redime del frío cuando las manos desnudas se acercan a su regazo. ¿Existe prudencia en el que dice ver?
Vuelvo a la imagen del fuego, allí donde la dejé; lo digo con los ojos ciegos, lo digo por segunda vez.
Quizá sea el fuego el símbolo de la transmisión del conocimiento, y así espero que cada una de las estampas sea una llamarada que nos reconcilie con los orígenes y con el saber que ocurrió a ambos lados de los caminos y de los senderos.
Lo digo con la venda en los ojos, y lo digo con nostalgia, pues hubo un tiempo cuando los hombres compartían su amistad y sus ingenios bajo un manto de estrellas, buscando el perdón de las fogatas, en las gélidas paradas del invierno.
Entonces, las playas desiertas albergaban reuniones donde bullían las leyendas de otros tiempos, y de otros orientes. ¿Qué otros pueblos habrá en la lejanía? ¿Cuál será el tamaño de su fuego, de su saber?
Son las paradas de los caminos como libros que solo aciertan a leer los caminantes más expertos, los que ven en la causa última de las cosas la solución a un mundo horadado, que se vacía por sus contradicciones y por la hondura de sus miedos.
Son las llamaradas como ángeles que nos invitan a la custodia del fuego, ya que el fuego nació para ser observado, y confiarle a él nuestros misterios. No hace mal quien atesora sus momentos y rompe en palabras; palabras rotas por el sentimiento.
Ahora habrá que ordenar la estirpe de los pensamientos, habrá que conectarse a la voz de la historia, pues es la diferencia que existe entre un ser con sello de esperanza y una secuencia obstinada en el error y pasajera.
La historia. El saber. Primero fue un sueño; ahora es un reto. ¿Verá el sol su mañana?
En el confín de las noches adornadas con el crepitar de las hogueras, en todo tiempo y lugar, un hombre suspiró de dicha, y confió al mundo su silencio.
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