Fuiste primero en el orden. Fuiste testigo del destino. Fuiste leyenda en el futuro. Fuiste guerrero en el sigilo. Es cierto que la luz despeja las nubes tras la tormenta aparecida, y así pudo Fisce, desde la propia experiencia, convencer a Pepín de las bondades de cumplir con los textos de estudio en día y hora, lejos de los aplazamientos.
No hay que obviar que este era su último sueño de verano, y que Pepín acudiría en pocas semanas, a partir de septiembre, a la escuela de la Ciudadela, conocida por ser fuente de mañana y reserva de entereza.
Es verdad que los miedos y dudas encogen al corazón, y así Pepín se mostró preocupado por lo incierto de sus adentros, por aquello que debiera ser alegría, como es labrarse un porvenir.
En los días sucesivos, Fisce le fue explicando al párvulo la naturaleza del estudio. Pronto se sumergiría en los mares del conocimiento, y para orientarse en ellos habrá de ir configurando un mapa. Varias ideas bien entendidas conformarían la silueta de un territorio virgen, con sus leyes, sus interrogantes y riquezas.
Era hora de ir afilando la cuchilla del sacapuntas y de encargar los lápices en la tienda de ultramarinos. “En dos semanas los tendrás aquí”, dijo el tendero. “El correo que parte hacia Málaga tiene el pedido, y así podrás estar provisto justo a tiempo”. Pero, ¿y las cuartillas?
Mientras, Fisce continuaba: “Descubrirás un mundo en tu interior semejante al de la escritura. Nuestra alma es una página en blanco. Nuestra voluntad es la pluma que se llena de tinta con los actos y pensamientos”.
Es grave lo que le dijo, pues si se emborronan las hojas sin orden ni concierto, el alma dejará de ser pura y andará errante en busca de remedio.
Pero, ¿quién inventó la escritura esa? ¿De quién es el invento?
Hubo un pueblo anterior que guardó sus leyes en secreto. Sólo a través de largos viajes y de breves encuentros, podrás dar albricias y decir al fin: “¡Soy honesto! ¡Soy honesto!”
Para celebrar estos encuentros Fisce le regaló un pluma de gran versatilidad, un cuaderno de hojas cosidas, y un tarro de una rara esencia que decía en su prospecto “tinta China”.
Fisce le confesó su cuaderno: “La salud es al cuerpo lo que la paz es al alma”. Si el alma no existe, ¿por qué buscamos la calma?
Fisce se despidió: “No hay lluvia sin nube, no hay luz sin estrella, no hay río sin mar, no hay paz sin su letra”. Y se difuminó tras los alcornoques. Pepín hizo ademán de seguirle, pero sólo halló el ulular de un búho inadvertido.
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