La guerra de Irak es, sin la menor duda, la mayor catástrofe ocurrida (provocada) en el mundo en este tiempo. Sus consecuencias, medidas en víctimas humanas, son terribles. Muerte y mutilación. Destrucción psicológica. Exilio. Todo esto, sí, masivo. Pero también ha tenido un enorme impacto en el ámbito político, cuyos efectos padecemos aún y que, lejos de amainar, se recrudecen. La desestabilización (sin capacidad de orden posterior) de una región especialmente sensible en el escenario geopolítico internacional; y la proliferación exponencial de la actividad terrorista, sacuden el mundo con inusitada virulencia. Hay más. Aquella atrocidad supuso el resquebrajamiento de los principios que con tanto esfuerzo (y sufrimiento) se han ido forjando durante décadas en la búsqueda de un código ético universal capaz de inspirar la paz como forma de vida. Los bombardeos sobre Irak también los pulverizaron.
Esta premeditada acción bélica, promovida por intereses públicamente inconfesables, encontró una fuerte contestación social en todo el mundo. En España, también. El “No a la Guerra” se extendió por doquier, evidenciando que la ciudadanía era consciente de todo era una gran mentira.
La Guerra de Irak fue tan injusta como injustificada. Innumerables voces autorizadas advirtieron esta contingencia con probada solvencia. Fue inútil. Lo que nadie entendió entonces, ni ahora, es qué pintaba España en “primera fila de combate”. Los gritos de “ilegalidad” eran un clamor popular en todos los rincones del planeta. Países fuera de toda sospecha (Francia y Alemania), que deberían ser una referencia natural, se opusieron a la sinrazón. Y sin embargo España se mantuvo fiel a la barbarie. El PP, liderado por Aznar, llevó a España al ignominioso abismo de la historia. Sus diputados (incluido el de Ceuta), levantando sus brazos, y aplaudiendo alborozados, nos empujaron a todos hacia el horror. Ahí seguimos.
La guerra de Irak aún no ha terminado. No terminará (no debe terminar) hasta que no se depuren todas las responsabilidades. En este ámbito se ha producido una novedad muy significativa ante la que nadie puede permanecer ajeno. El llamado “Informe Chilcot”, elaborado por una Comisión de Investigación británica, ha certificado oficialmente lo ya en su día parecía una evidencia: el motivo de la guerra (la existencia de armas de destrucción masiva) era falso; no se agotaron todas las vías pacíficas para resolver el conflicto; se desoyó alevosamente al Consejo de Seguridad de la ONU; y se manipuló intencionadamente a la opinión pública. Dicho de otro modo se vulneró la legalidad internacional para declarar una guerra innecesaria que ha producido millones de víctimas.
A falta de la correspondiente sentencia judicial del tribunal competente, se puede afirmar que los autores de aquella matanza son criminales de guerra. Entre ellos figura en un lugar destacado (porque así lo quiso) quien presidia el Gobierno de España convirtiendo a nuestro país en un paradigma de maldad.
La asunción de responsabilidades es la piedra angular sobre la que descansa nuestro modelo de sociedad. La impunidad es incompatible con la democracia. Los principios, por definición, son inmutables, universales e intemporales; si no, son intereses, más o menos amplios, pero intereses al fin y al cabo. Y las pruebas son contundentes y concluyentes. Se vulneró la ley de manera consciente con resultado de muerte (masiva). Y un delito de esta magnitud debe ser juzgado. No es lícito intentar zafarse de las responsabilidades agarrándose a eufemismos y vaguedades, o esgrimiendo el paso del tiempo como obsceno eximente.
Cuando las calles se llenaban de gente decente diciendo “No a la guerra”, procurando frenar el desastre, el PP capitaneado por Aznar, se jactaba de su “valentía” y de su “sentido de estado”, mientras nos insultaba y despreciaba con repugnante soberbia. La verdad los ha desnudado. Ahora ya no les queda ni vergüenza. Pero no es suficiente, en una comunidad civilizada los crímenes se saldan en los tribunales de justicia.
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