Categorías: Opinión

El cortinaje de Gibraltar

El Gobierno ha aprendido a utilizar las cortinas de humo con la misma facilidad que exhibía al anterior Ejecutivo. La misma práctica que, por cierto, el actual Gobierno no obviaba en criticar a su antecesor. Por enésima vez, esta legislatura está demostrando que cuando las circunstancias lo requieren, las tendencias se esfuman y la actuación se basa en las mismas técnicas disuasorias, en tanto que en el fondo siguen siendo tácticas muy eficaces. La añeja cuestión de Gibraltar es una de estas recurridas cortinas de humo cuya espesura es idónea para desviar la atención de los asuntos verdaderamente importantes, como lo es el caso de corrupción de Bárcenas y compañía que ha alcanzado al presidente de España, sin olvidar la devastadora crisis que continua azotando el país. Como de costumbre, comprobamos cómo piezas claves del Gobierno (en este caso los ministros de Asuntos Exteriores y Defensa) han presentado sus declaraciones con fuerza, mostrando así la rutilancia de su envalentonamiento ante las acciones de las autoridades gibraltareñas. Una reacción que hubiera sido más lógica, por ejemplo, el año pasado, cuando los pesqueros de la zona sufrieron hostigamientos continuos por parte de Gibraltar. Pero entonces la cortina de humo no era tan necesaria como ahora.
Tan absurda es la manera de actuar del Gobierno que se ha llegado a plantear la posibilidad de establecer una alianza con Argentina para conjugar las reivindicaciones sobre Gibraltar y las Islas Malvinas. Aquella misma Argentina cuyos dirigentes, en los últimos tiempos, han expropiado YPF y ridiculizado la situación económica española, entre otras perlas. Esta brillante idea, que parece haber sido reflexionada desde la urgencia de la indecisión, contiene cierto peligro en tanto que mezcla dos cuestiones cuyos orígenes y evolución son completamente diferentes. Asimismo, el unir esfuerzos con Argentina por estas reivindicaciones significaría asumir, en buena parte, el sumamente agresivo discurso argentino, que simboliza el voraz enfrentamiento ante el Reino Unido. Por otro lado, esta alianza supondría una espectacular derrota de la diplomacia española, que demostraría que es incapaz de resolver un problema de estas características, teniendo que pedir apoyo a una de las cúpulas reinas del populismo latinoamericano, cuyo concepto y práctica de la política no sólo han sido rechazados sino también denostados tradicionalmente por el Partido Popular.
El asunto de Gibraltar debería ser tratado pormenorizadamente por España desde una posición de fuerza permanente, no intermitente. Pero no una posición de fuerza entendida como amenaza a través de medidas extremistas, sino una posición de fuerza que se traduzca en revalorizar los intereses propios y la recuperación de las lesiones que dicho dilema haya provocado a los españoles de la zona. El epicentro de la cuestión no debería ser asaltar la soberanía de Gibraltar, cuyos habitantes no desean ser parte de España; analizado el panorama, sería más inteligente proceder a disminuir las consecuencias negativas generadas por la existencia de un área bajo soberanía extranjera ubicada dentro de una unidad territorial nacional. Este modo de operar es menos impactante y atractivo, lo cual tritura su posible potencial mediático en comparación con las declaraciones cáusticas de turno. No obstante, sus frutos serían más positivos sin lugar a dudas, acercando la estabilidad al territorio, que es lo que más interesa a los pescadores que necesitan faenar en paz para mantener a sus familias. Todo lo demás se debería tratar después, cuando esta base esté convenientemente asentada.
Por desgracia, la antigua estrategia política de crear enemigos comunes para erigir cierta unión y olvidar momentáneamente las tramas que moldean la realidad de nuestro país continúa siendo efectiva. Seguiremos discutiendo unas cuantas semanas más sobre lo malos que son los ingleses, lo terrible de la existencia de un paraíso fiscal de la talla de Gibraltar (obviando el hecho de que Europa continúa permitiendo que una auténtica turba de defraudadores y caraduras aniden en el hoyo suizo), la españolidad del Peñón, la cesión momentánea del llano que se terminó convirtiendo en parte de la Gibraltar inglesa, la construcción ilegal de un aeropuerto, la ilícita ampliación de su dominación marítima, y otros puntos de la misma discusión de siempre. Por cosas como estas los políticos siguen siendo políticos y el pueblo sigue siendo pueblo.
El tiempo demostrará si las bravuconadas de los ministros respondieron a un convencimiento honesto o a una argucia política que remitirá cuando sea preciso, como suele ocurrir con el manido tema de Gibraltar.

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