La ciudad está hecha un asco. Esta frase sencilla y rotunda, que ya forma parte de la banda sonora de la Ceuta actual, resume con asaz precisión el diagnóstico sobre el nivel de prestación del servicio público de limpieza. El más costoso de cuantos presta el Ayuntamiento. La suciedad pastosa y pegajosa ha ido inundando hasta los rincones más recónditos, despertando una extrañeza inicial que, por momentos,
se desliza hacia la indignación generalizada. La comparación con el pasado reciente resulta tan inevitable como demoledora. Nadie acierta a entender cómo una de las pocas cosas que funcionaban en la Ciudad (aunque con sus “puntos negros” y una patente desigualdad) se ha dejado deteriorar hasta este extremo. El Gobierno de la Ciudad, cuya prepotencia lo hace excesivamente reacio a asumir errores, no ha tenido más remedio que terminar por reconocer que tiene un serio problema. En este punto nos encontramos. El Gobierno, muy nervioso, pretende encontrar una solución rápida y eficaz, que le permita afrontar las elecciones sin que los ciudadanos tengan que ir a votar sorteando residuos y separando las suelas de los zapatos de las aceras con una espátula. Ha recurrido al atajo más primitivo: pagar más dinero al contratista. Controvertida decisión en el ámbito político, legal y ético.
Parece evidente que esto hay que arreglarlo. Sabiendo que es posible disfrutar de un servicio de calidad (por propia experiencia) no hay ninguna razón para que vivamos en un estado de suciedad indecente. Restablecer la calidad del servicio se antoja como una prioridad que pocas personas discutirían. Lo que ocurre es que la solución no es fácil. Porque la administración tiene la obligación de hacer compatible los deseos políticos con el respeto a las leyes. El marco normativo español en esta materia prevé una solución para cada eventualidad. Otra cosa bien distinta es que las alternativas legales coincidan, o no, con los intereses en juego (políticos, empresariales o de otro tipo). Por ello lo primero que se debe hacer es explicar con rigor y veracidad los hechos y sus causas. Aquí tropezamos con un gran obstáculo, prácticamente insalvable. Una de las características más significativas de este Gobierno es su alergia aguda a la verdad. Nunca dice a los ciudadanos la verdad, sino lo que, a su juicio, la opinión pública está dispuesta a tolerar. Los mensajes son siempre verdades a medias prefabricadas para preservar la imagen de un “Gobierno infalible”, que acierta cuando hace una cosa y su contraria. Y así, es difícil hacer las cosas bien. Una solución se convierte, a su vez, en un problema, a menudo, mayor que el que se pretendía resolver.
Esto es lo que se está sucediendo en esta ocasión. El Gobierno se está ocupando más de cómo envolver habilidosamente la solución, que de su legalidad y eficacia. Su única prioridad es que el aumento del importe del contrato eluda cualquier resistencia política o escándalo mediático. La sustancial mejora de las condiciones laborales de una parte de la plantilla, es argumento suficiente para silenciar a los sindicatos (hecho ya demostrado con el doble comunicado contradictorio de una central sindical) y por derivación a los partidos de la oposición (el pronunciamiento del PSOE así lo prueba). Por otro lado, piensan que la ciudadanía no se preocupa en profundidad de la política y bendecirá la mejora del servicio independientemente de cómo se articule. Los medios de comunicación aplaudirán al dictado (quien paga manda). Y en el plazo de un mes, asunto despachado. Lo que ocurre es que, tal y como está planteado, al final, en lugar de un expediente administrativo solvente, se engendrará una maraña de compromisos inestables, voluntades volubles e intenciones inconfesables, absolutamente indescifrable. Parece que no se ha querido aprender nada del tristemente famoso “caso Urbaser”.
El camino debe ser otro. En primer lugar, analizar con objetividad las razones que han provocado esta situación y mesurarla correctamente. Y a partir de ahí, elegir la mejor alternativa, entendiendo como tal la más respetuosa con las leyes, y la que mejor se ajuste al interés general a largo plazo (no al interés electoral a corto plazo). Para ello es conveniente hacer un breve repaso a las decisiones que han hilvanado la trayectoria de este malhadado contrato.
El origen del problema está en una decisión errónea que el Gobierno nunca ha querido reconocer. Los servicios incluidos en el actual contrato (limpieza viaria, recogida de basura y mantenimiento de contenedores), costaron a la Ciudad en el año dos mil doce 17,7 millones de euros. Pero si pretendemos hacer comparaciones es preciso tomar en consideración la modificación del IPSI que se produjo en aquel año (paso en octubre del 3% al 9%), lo que quiere decir que en términos homogéneos el coste del servicio fue de 18,4 millones. Sin embargo, el precio de licitación se fijó en 16,7 millones. ¿Quién y por qué hizo aquello? El Gobierno nunca explicó con datos aquella notable diferencia. Lo único cierto es que los servicios contemplados en el pliego de condiciones técnicas no se podían pagar con el canon establecido. Esta discrepancia justifica que ninguna de las empresas fuertes del sector, ni siquiera la que lo venía prestando, concurrieran al concurso. Inciso. No se puede entender de otro modo que estas empresas renunciaran a un contratos de este volumen, máxime cuando ya habían mostrado su voluntad de competir (hay que recordar que habían presentado ofertas en el concurso que quedo anulado cuatro meses antes). La explicación de este desajuste está, a mi juicio, en los denominados servicios extraordinarios (feria, procesiones, verbenas….). Estos se incluyen por primera vez en el contrato como obligaciones; pero no se evalúa su auténtico coste económico. Conclusión: la empresa que se vea obligada a cumplir el contrato, pierde dinero.
No queda ahí el asunto. Irrumpe en el concurso una empresa local neófita en estas lides, en unión temporal con otra del sector, modesta y con su reputación cuestionada, ofreciendo una reducción del 10% del importe del contrato, además de mejoras valoradas en 0,7 millones anuales. El contrato, deficitario de partida, sufre un nuevo recorte y queda cuantificado en 15 millones de euros anuales (mejoras aparte). Nadie explicó con argumentos por qué se admitió una baja de este calibre. Nadie exigió a la empresa una explicación convincente de cómo pensaba cumplir. No conviene perder de vista que la propuesta de adjudicación sólo obtuvo tres votos de los cinco posibles en la mesa de contratación. ¿Alguien en su sano juicio pensó que era posible hacer con 15 millones lo mismo que con 18,4? La única forma de cumplir el contrato firmado era aplicar la legislación laboral diseñada por el PP y reducir la masa salarial (despidiendo trabajadores o reduciendo salarios); pero esta posibilidad está políticamente vetada (al menos de momento), por los compromisos asumidos públicamente por el propio Presidente, y porque el Gobierno no está en condiciones la reacción que se produciría ante la justa indignación de la plantilla.
¿Qué hizo la empresa? Negada en rotundo a asumir pérdidas, ajustó los servicios al presupuesto y no al revés; en espera de que el Gobierno “encontrara una solución”, confiando en el tiempo, y en que la presión popular provocara una modificación del contrato. Aquí estamos. Acosados por la suciedad. El Gobierno dice que se cumple el pliego; pero es otra flagrante falsedad. ¿Esto se arregla reponiendo al empresario la baja temeraria que nunca debió hacer? Evidentemente, no; esto sólo palia a corto plazo una parte del problema; pero no es una solución definitiva que permita recuperar los niveles de calidad perdidos. Parchear un contrato con veinte años de duración es una temeridad que nos aboca a vivir en conflicto permanente, en forma de constantes reclamaciones, peticiones de nuevos modificados, laxitud en los controles más o menos inducidos y una ristra de informes técnicos multiusos de ida y vuelta.
La solución más razonable es reconocer el cúmulo de errores que ha ocasionado este desastre; y rescindir de mutuo acuerdo el contrato actual sin costes para ninguna de las partes; elaborar un nuevo pliego de condiciones técnicas y económica con más rigor que el anterior, en el que queden bien definidos los servicios y correctamente evaluados sus costes directos e indirectos; y promover un nuevo concurso. Es decir, hacer lo que dicta el sentido común y sanciona la legislación vigente.
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