Nos sentábamos en aquellos bancos corridos en donde cabíamos seis o siete párvulos. Era un aula enorme –o al menos a mí me lo parecía–. Casi seis décadas me separan de aquellos días y sin embargo los olores a goma de borrar, a lápiz, a pan con chocolate y a sudor infantil han viajado conmigo a través del tiempo hasta estos instantes, y permanecen en mi interior tan frescos y recientes como si los hubiera acabado de oler. Algo semejante a lo que le sucedió a Proust con la dichosa magdalena. Aun no acierto a entender cómo la señorita Conchita –debía de andar por la treintena, alta, de manos y cara huesudas, pelo claro y, por lo que vislumbro ahora, debía de ser, en cierto modo, no mal parecida–, no logro entender -repito- cómo la señorita Conchita no enloquecía entre aquella barahúnda vocinglera, inquieta y sudorosa. El ciudadano L. y yo nos sentábamos en las bancas de la parte de atrás, rodeados de otros parvularios que no paraban de moverse, de hablar, en suma, de incordiar. Supongo que L. y yo también daríamos guerra.
Después de cuarenta y tantos años de actividad profesional, el ciudadano L. se ha jubilado recientemente. Lo vi por causalidad transportando un par de cajas desde su centro de trabajo a su coche. “Después de tantos años no es posible irse ligero de equipaje”, acertó a decirme con una sonrisa que se me antojó un tanto nostálgica. Mientras le echaba una mano durante el trasiego de aquellas cajas, le miré de soslayo a la cara, sin que él lo notara, por si descubría algún rictus que me indicara lo que pasaba por su interior en aquellos momentos. Pero no noté nada en especial, o quizá no supe apreciar algún gesto que me alertara de sus más íntimos sentimientos. Cuando hubo acabado la operación que estaba llevando a cabo, me miró y, al tiempo que me ponía una mano en el hombro, me dijo “¿Sabes? Creí que iba a ser más emocionante, pero, sorprendentemente, lo que siento en estos momentos es la satisfacción de haber cumplido con mi deber”. Había creído que en los momentos trascendentales de la vida, uno siempre pronuncia frases lapidarias, de esas que merecen mármol. Pero parece ser que no es así. Sea como fuere, el ciudadano L. se introdujo en el coche, después de darme un ligero abrazo, y se perdió entre el tráfico ciudadano. Allí me quedé sumido en un mar de confusiones mientras veía cómo se alejaba el coche que llevaba al ciudadano L. camino de su jubilación. Quiero creer que de su ‘júbilo’.
Se suele decir que hay vida más allá de la vida laboral. Y es cierto. Se trata, en definitiva, de saber encontrarla y de saber disfrutarla. No es fácil la empresa, no, pero hay que intentarlo. Pero, eso sí, de optimismo, lo justo. Nada de dejarse llevar por eso que llaman ‘optimismo irracional’. ¿Quién decía que “sólo los paranoicos sobreviven”? Pues eso. Nada de dejarse llevar –repito– por un exceso de optimismo. También otro listo decía que al primer “temblor de la vejez”, “vino, jamón y sensibilidad”. Pues no está mal. Pero lo que no acabo de encajar es eso de la sensibilidad. ¿A qué se referirá?
De todas maneras, amable lector, interprételo de la manera que más le guste, sin olvidar, ¡eso nunca!, el vino y el jamón. Quien no tenía reparos, y a la vez lo tenía claro, era el escritor Elías Caneti cuando dijo aquello de que “Soy lo suficientemente viejo para conseguir lo que no me corresponde”. ¡Vaya con el viejo Caneti! Ésa sí que es una frase lapidaria que merece no sólo mármol, sino laurel.
El día “D” de todo jubilado es el día después. La adrenalina ha vuelto a sus niveles y los ecos de los fastos de la despedida son sólo eso, ecos. Pienso en nuestro ciudadano L. tumbado en la cama, a primera hora de la mañana, mirando al techo, tratando de asimilar una situación para la que nadie ha estudiado. Se aprende sobre la marcha. Intuyo que por su cabeza pasarán no pocas imágenes de su vida profesional, sobre todo, las primerizas. Sus cuarenta y tantos años de vida profesional acaso se le antojen, en esos instantes, un parpadeo.
Quizá quien accede a la jubilación, como nuestro ciudadano L., no está tan mediatizado por la nostalgia de lo pasado como por la incertidumbre de lo futuro. La misma palabra ‘incertidumbre’ lleva implícita la duda, la perplejidad, la vacilación. “En la incertidumbre encontraremos la libertad para crear cualquier cosa que deseemos”, dejó para la posteridad alguien que presumo que llevó a la práctica su frase lapidaria.
Si no fue así, valiente desengaño. De todas maneras, cada uno encara su jubilación según su carácter. Quizá todo dependa del carácter. “El carácter es el destino”, lo dijo nada menos que el viejo Heráclito, que de filosofías sabía un rato. No en vano si algo nos dejó Grecia en herencia fue la Filosofía. De todas maneras, no sólo a nuestro ciudadano L., sino a todos los demás, incluyéndome yo mismo, pues algún día me ha de llegar, eso espero, ahí va una auténtica frase lapidaria: “ A lo hecho, pecho”. Si no les satisface ésta, ahí tienen esta otra: “Que nos quiten lo bailao”. ¡Feliz jubilación, ciudadano L.!
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