Categorías: Opinión

El Caudillo bufón

Sólo le faltaba a la esperpéntica ceremonia de despedida del Caudillo Bufón, fallecido el viernes en Caracas, en la que una parte del pueblo venezolano le rindió honores de Dios, un episodio acorde con la vida y obra del personaje en cuestión: “Juro con la lealtad más absoluta al comandante Hugo Chávez”, decía Nicolás Maduro en la Asamblea Nacional, rictus severo, voz firme y desprovisto ya de su chándal luminoso, ese sumo homenaje al mal gusto, “que cumpliremos y haremos cumplir con la mano dura de un pueblo dispuesto a ser libre. ¡Lo juro!”. El autoproclamado, por las bravas, “presidente encargado” de Venezuela, daba continuidad de tal modo al régimen bolivariano, con un método marca de la casa: espuria juramentación, fraude constitucional. Y apostillando su primer discurso como jefe con las siguientes palabras: “Nosotros, por las buenas somos lo mejor que hay en la vida, pero por las malas...”
Por las malas, tras un intento fallido de Golpe de Estado en 1992, Hugo Chávez se hizo finalmente con el mando del país, que ya no soltaría hasta su muerte, víctima de un cáncer, a buen seguro vil artimaña de algún estadounidense, pensará Maduro y se creerán tantos y tantos analfabetos. Un período en el poder que, como pocas veces en la Historia reciente, las miserias del socialismo cutre  –‘El Socialismo del Siglo XXI”, gustaba decir al Comandante– quedaron tan a la vista no sólo de los ojos de los venezolanos sino ante la mirada de países tan dispares como Chile, Brasil, Perú, Estados Unidos, Alemania o Francia, yermo paisanaje de descomunal desigualdad social, donde los ricos son tres y los pobres, y muy pobres, millones; donde un elevadísimo índice de analfabetismo posibilita rendir culto a un hombre fuerte desprovisto de cabeza; y en donde, más allá, de los dólares americanos –sí: Estados Unidos compró a Chávez, con el hipócrita consentimiento de éste, una extraordinaria cantidad de petróleo–, los motores de la economía no encontraban más mecanismos para seguir en marcha.
En medio de una voraz, persistente e incesante proclama guerrera, los mensajes populistas fueron calando en una sociedad cada vez más empobrecida e indefensa, erigiéndose definitivamente ese clima tan propicio (y deseado por ellos mismos) para que los caudillos se muevan como pez en el agua y sus palabras hueras, hipócritas discursos y aires envenenados terminaron por inocular, de manera generalizada, el virus preciso para atacar al enemigo, casi siempre vestido de americano pese a la valerosa y admirable resistencia de un sector de estudiantes universitarios, la mayoría de Caracas, que significaba (significa) la luz al fondo del oscuro callejón.
Fueron ellos, esos valientes y sanos jóvenes estudiantes, los únicos que resistieron de principio a fin al Caudillo, enemigo como su admirado Fidel Castro, de todo cuanto signifique libertad: de expresión, de voto, de hábito, de vida. Porque es preciso destacar, entre ríos de tinta y tinta que estos días corren de Norte a Sur, de Este a Oeste del planeta sobre la muerte de Chávez, que si bien éste no fue un dictador al uso, pues sus victorias estuvieron siempre legitimadas por los votos y las urnas, sí que fue, qué duda cabe, un líder autoritario que jamás temió por el poder pues puso todo los mecanismos necesarios para asegurarse la victoria en cada ocasión que se abrían los colegios electorales para elegir presidente: comprando votos de campesinos y pobres; amenazando a los ‘rebeldes’ con fuertes represalias, ordenando cierres de periódicos libres, atacando a pensadores, acorralando a los visitantes que osaban hablar mal del Chavismo.
Tales procedimientos no suponen nada nuevo en los regímenes de esta índole, algunos de los cuales permanecen aún hoy en pie, y no sólo en América Latina sino también en África, Asia e incluso Europa, pero Hugo Chávez, el caudillo de sueños mesiánicos que se creyó Simón Bolívar y que ansiaba el poder hasta 2031 para terminar de construir su obra faraónica, sí murió habiendo aportado si acaso una vertiente más a la tupida tela de araña tejida por los Fidel, Trujillo o Fujimori de turno: la concerniente a la payasada constante.
La muerte del Caudillo Chávez puede y debe servir para que sea el detonante definitivo que estabilice un continente tan rico como el americano pero que tantas veces en la Historia ha sido golpeado por locos autoritarios, una circunstancia que sólo se conseguiría con la apertura total del país; con la convocatoria de elecciones absolutamente democráticas, vigiladas por observadores internacionales; con la firma de pactos con las grandes potencias libres del primer mundo; con la modernización de unas estructuras ajadas por los caprichos de un enfermo de poder. Por eso, ese cuerpo embalsamado que durante siete días podrán observar los venezolanos, se ha de convertir, piruetas del azar, en la figura que constituya una oportunidad histórica para que América Latina se aúpe al vagón del progreso: “Lo ven: he aquí el ejemplo de lo que no se debe de hacer si no queremos caer en las mismas miserias que en el pasado”.

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