El Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI), o la antigua Contribución Urbana, ha pasado de ser prácticamente irrelevante en los albores de la democracia como fuente de ingresos de los Ayuntamientos, a ser ahora algo así como el filón de la mina de oro en la que las arcas municipales y autonómicas obtienen los ingresos más sustanciosos, al haberse convertido en gran caudal recaudatorio, sobre todo, de los Ayuntamientos y las Comunidades Autónomas (CCAA). Para hacerse una idea de su actual importancia no hay más que conocer los siguientes datos: En términos relativos, hasta el año 2007 que duró la llamada “burbuja” del ladrillo, es decir, los altos precios de la vivienda anteriores a la crisis económica, su montante recaudatorio no pasaba del 0,1 % del Producto Interior Bruto (PIB), mientras que en 2014 pasó a ser ya del 1,20 %. En miles de millones recaudados, las capitales de provincia han pasado en diez años de ingresar unos 6.000 millones de euros a 12.000, o sea, el doble de ingresos por IBI durante la crisis. Otro dato comparativo es que el porcentaje medio de recaudación en la Unión Europea (UE) por el mismo concepto es del 0,8 % del PIB, cuando en España alcanza hasta el 1,2 %. Ello explica también que la recaudación de los Ayuntamiento de toda España por tal concepto haya subido desde 2007 hasta 2014 un 76%.
Pero los anteriores datos se revelan aun más significativo y espectaculares si se tiene en cuenta que tal aumento recaudatorio se ha producido en plena crisis económica, en el momento en que la misma ha hecho recaer sus efectos perversos sobre los contribuyentes y cuando las familias estaban siendo más castigadas por el paro y teniendo bastantes menos ingresos. También, porque a partir de 2008 que comenzó la crisis, el valor de los inmuebles cayó desplomándose hasta una pérdida media de su valor de más del 30%, cuando al mismo tiempo los valores catastrales de los bienes inmuebles (pisos, locales comerciales, solares, etc) se incrementaron vertiginosamente con una pasmosa voracidad recaudatoria; lo que no deja de ser una enorme contradicción y una injusticia manifiesta, que cuando el valor de los bienes inmuebles más caía, sin embargo, el valor catastral subiera a la vez tan estrepitosamente. Pero todavía tiene menos razón de ser que eso fuera así, cuando el artículo 47 de la Constitución proclama la protección por el Estado a la vivienda, al establecer: “Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos”. Ello pone claramente de manifiesto que, en lugar de procurar la protección constitucional, a lo que más se ha atendido es a crear a través de este impuesto la mayor fuente de ingresos posible para los Ayuntamientos.
Por si lo anterior pareciera todavía poco negativo, hay que tener también muy en cuenta que en el sistema tributario español entre los impuestos que recaen sobre los bienes inmuebles no sólo está el IBI, sino que abarca una gama tan amplia como los doce siguiente: Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI). Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos. Impuesto sobre Construcciones, Instalaciones y Obras. Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados. Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones. Impuesto sobre el Patrimonio. Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF). Impuesto sobre Sociedades. Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA). Inmuebles de las Entidades no Residentes. Impuesto de Actividades Económicas (IAE). Y Gravamen Especial sobre los Bienes Inmuebles de las Entidades no Residentes.
De los doce impuestos antes relacionados, los tres primeros son locales, mientras los demás son impuestos estatales, si bien, algunos han sido cedidos a las CCAA. De los impuestos locales únicamente el IBI es de exacción obligatoria, por lo que los demás municipales sólo son exigibles si el Ayuntamiento en Pleno acuerda establecerlos y aprueba las correspondientes Ordenanzas Municipales, aunque la mayoría de los Consistorios los tienen implantados. En cambio, todos los impuestos estatales son de exacción obligatoria. Y cuando el Estado incrementa el llamado “valor catastral” de los inmuebles (sumas del valor del suelo y de la construcción), no sólo repercute la subida sobre el IBI y los demás impuestos inmobiliarios locales, sino también sobre los del Estado y sobre los que éste ha cedido a las CCAA; estos últimos son los Impuestos que recaen sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados y sobre Sucesiones y Donaciones, que los gestionan y recaudan las Autonomías, excepto las ciudades de Ceuta y Melilla que no los tienen todavía cedidos; más en algunos de los estatales, como el IRPF y el Impuesto sobre el Patrimonio participan también las CCAA en un tramo de la recaudación.
Todo ello hace que el IBI tenga gran potencia recaudatoria debido al efecto múltiple que tiene sobre todos los bienes inmuebles; siendo el culpable de ello el “valor catastral” , cuya competencia la tiene atribuida el Estado a través de las Gerencias Territoriales del Catastro Inmobiliario, pero de la recaudación se benefician el propio Estado, las CCAA y los Ayuntamientos, porque cada vez que se actualiza el valor catastral para subirlo, inmediatamente tal aumento repercute también sobre la base imponible de todos los impuestos antes relacionados, lo que se traduce en un aumento de la cuota tributaria a pagar. Así, por poner algunos ejemplos, la actualización al alza del valor catastral afectará también al IRPF, en la parte de la renta percibida por el concepto de ingresos inmobiliarios que se integra en la base imponible general. Igualmente afectará al Impuesto de Transmisiones Patrimoniales (ITP) y al de Sucesiones y Donaciones, dado que los tipos impositivos en los bienes inmuebles toman todos como base el valor catastral que figura en el Catastro Inmobiliario. Igualmente afecta al Impuesto municipal sobre la Plusvalía, que grava el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana y que subirá en la medida en que lo haga el valor catastral en el momento en que se venda la vivienda por parte del vendedor. En este tributo, la base imponible se calcula con el valor catastral del suelo, y grava el incremento de valor que se produce en el suelo desde la adquisición del inmueble hasta la fecha de transmisión, bien porque se venda, bien porque se constituyan o se transmitan derechos reales sobre él. Y otros de los Impuestos a los que afectará es el de Patrimonio.
La actualización del valor catastral se puede llevar a cabo bien solicitando los Ayuntamientos la subida para que la misma sea aprobada y recogida en los Presupuestos Generales del Estado cada año. O bien cada cinco años mediante su revisión a través de una Ponencia de Valores. Y para este año de 2017, esa actualización mediante la Ley Presupuestaria la han solicitado unos 2.452 Municipios que se prevé que sean revisados al alza, más otros 557 que lo harán a la baja, y el resto presumiblemente quedará igual. Entre los primeros, estarán los que fueran revisados antes de 2003; mientras que los que podrán bajar serán los revisados entre 2005 y 2009. Lo mismo sucederá en aquellas Comunidades Autónomas que graven Sucesiones y Donaciones, donde el impuesto también se verá incrementando en la misma medida que suba el valor catastral. Como los Municipios que lo subirán son tantos y, además, se han anunciado también inspecciones para detectar los inmuebles en los que se hayan efectuado reformas no declaradas, pues es por ello que las redes sociales lo han venido en llamar el “catastrazo inmobiliario”.
En los inicios de nuestra democracia, como antes refiero, los gravámenes sobre la propiedad tenían un peso recaudatorio muy limitado. Sin embargo, con la llegada de la crisis, la incidencia negativa de ésta sobre el bolsillo de los contribuyentes y, a la vez, positiva sobre las arcas de los Ayuntamientos y Autonomías no han parado de aumentar de forma desorbitada desde 2008 a 2014. El gran estallido de la burbuja inmobiliaria, hizo que los ingresos por tal concepto se derrumbaran originando al principio una alarmante falta de liquidez en las CCAA y en los Municipios a partir de 2008. Y ahí fue cuando comenzó a dispararse el IBI y demás impuestos inmobiliarios, alcanzando su cota más alta en 2014. La discordancia entre la realidad descendente del mercado y una política impositiva ascendente no acaba de tener sentido ni de ser bien vista por muchos expertos en la materia, y menos todavía por los sufridos propietarios y ciudadanos que cada año ven aumentar más y más el recibo del IBI, por aquello de que son bienes reales que están muy bien controlados y son fáciles de gravar y recaudar, toda vez que quienes no paguen corren el riesgo de serles embargados.
La mayoría de los Ayuntamientos no son sensibles a esta situación, que es una decisión que está contribuyendo, ya desde hace años, a un desmesurado incremento en la presión fiscal que sufre el ciudadano. Tan vertiginoso aumento se estima bastante desproporcionado y manifiestamente injusto. Las Administraciones no se dan cuenta de esa realidad, porque lo que más les importa es engordar sus arcas para en muchos casos malgastar el dinero recaudado en dispendios, en lugar de destinarlo a los fines y objetivos que impone una recta aplicación de los ingresos públicos.
Mención separada merece el caso concreto de las CCAA, dado que al comienzo de la crisis la caída de recaudación fue tan drástica, que para remediar la situación de penuria económica en que quedaron, se arbitró la siguiente medida: La Ley 36/2006, de 29 de noviembre, de Medidas para la Prevención del Fraude Fiscal, introdujo en el artículo 57.1.b) de la Ley 58/2003, General Tributaria, que la estimación de los valores por referencia podría consistir en la “aplicación de los coeficientes multiplicadores que se determinen y publiquen por la Administración tributaria competente, en los términos que se establezcan reglamentariamente”, a los valores que figuren en el Catastro Inmobiliario como referencia a efectos de la valoración de cada tipo de bienes. El texto entrecomillado supuso atribuir a las CCAA unas facultades competenciales de las que anteriormente carecían, en virtud de las cuales al “valor catastral” determinado por el Catastro dichos Entes autonómicos podían aplicarles, por simple disposición reglamentaria, un coeficiente que anualmente es aprobado mediante una mera Orden de la correspondiente Consejería de Economía y Hacienda de la Comunidad Autónoma de que se trate.
Y ello se viene haciendo, pese a que el artículo 8 de la Ley General Tributaria exige la reserva de ley para determinar la base imponible, mientras que con la fórmula implantada en 2006 la misma base imponible se modifica por una simple Orden de las CCAA. Y también se hace, a pesar de que el artículo 10 del Texto Refundido de la Ley del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales dispone que a las transmisiones de inmuebles deberá aplicarse el “valor real” del bien; e igualmente se hace pese a que por ley está establecido que el valor de los inmuebles no podrá ser superior al de mercado.
Y, no obstante, la mayoría de las CCAA lo que hacen es no reconocer el valor de compraventa declarado por el comprador, pese a constar fehacientemente en Escritura Pública ante Notario el precio pagado y la forma de pago; acto seguido, de forma sistemática las CCAA incoan un procedimiento de comprobación de valores en el que aplican el sistema de aplicación de “sus” coeficientes multiplicadores, determinando de esa manera un valor que casi siempre suele ser superior al de mercado, girando liquidaciones complementarias, también llamadas “paralelas”, a los contribuyentes de forma generalizada e imponiéndoles un valor irreal y un esfuerzo económico añadido con el que ni contaban ni en justicia deberían soportar; lo que a título personal se estima que es abusivo, a la vista de los razonamientos expuestos.