La derecha es una ideología destructiva por definición. Enemiga de la humanidad. La ciencia demuestra, sin el menor atisbo de duda, que el progreso y el desarrollo de la especie humana están fundamentados en el espíritu de cooperación. Es el apoyo mutuo el que posibilita el logro de objetivos comunes inalcanzables de otro modo. No es casual que todas las religiones, sin excepción, destaquen el “amor al prójimo” como el eje vertebrador del código moral que debe ordenar la convivencia. En las antípodas del sentimiento de solidaridad, se sitúan quienes exaltan el individualismo como valor preeminente de la sociedad. Son los profetas del egoísmo, los que siembran la división y generan el odio entre iguales. Los que entienden el poder, no como la capacidad colectiva de armonizar intereses, sino como una herramienta para dilucidar con hostilidad hegemonías y jerarquías.
El grado de madurez de un pueblo se mide por el rechazo a la derecha. En el mundo occidental, el más avanzado políticamente, la derecha fue derrotada y desterrada hasta arrinconarla en una marginalidad abominable. Como consecuencia de ello, emergió una “derecha civilizada”, que se reclamaba de centro, y que renunciaba a las aristas más duras de su pensamiento a cambio de lograr un reconocimiento social desde una perspectiva democrática. Así hemos sobrevivido en nuestro país desde la instauración de la democracia. La derecha vivía agazapada bajo un disfraz ideológico que la hiciera homologable con la escala de valores imperante en nuestro tiempo.
Esto ha empezado a cambiar a una velocidad de vértigo. La crisis económica ha propiciado que en la conciencia colectiva la aritmética haya desplazado a la ética. En la actualidad todo se mide en términos de coste económico. Es el escenario perfecto para que la derecha se pueda desnudar. Y a fe que lo están haciendo. Se sienten fuertes, crecidos, pletóricos. Ya no tienen que disimular. Están plenamente convencidos de que la izquierda no es capaz de articular una alternativa de gobierno a corto plazo. Se han desinhibido. Todo su ideario quedó perfectamente sintetizado en la célebre frase pronunciada en el Congreso por una diputada del PP: “¡que se jodan!”.
Produce pavor comprobar cómo se extiende esta ola de maldad. La política de la derecha está causando estragos en miles de personas indefensas. Familias enteras de hombres y mujeres humildes son sacrificadas cruelmente en aras a los mercados, que se erigen como un dios moderno todopoderoso e incontestable. La compasión se ha evaporado de nuestra vida. Estremece la frialdad con la que los militantes y dirigentes del PP ejecutan este singular exterminio. Se diría que un extraño y contagioso efecto psicológico sacude su sistema nervioso hasta helarles el alma. No se puede entender de otra manera que personas que tienen un buen concepto de sí mismos, y en su vida privada se comportan con bondad, contribuyan con su compresión, justificación o tolerancia a este descalabro de la solidaridad.
Esta indigna aspereza sentimental que nos invade queda nítidamente reflejada en el brazo de un niño de doce años que está hospitalizado en nuestra Ciudad. Gravemente enfermo. Le niegan la asistencia médica que necesita en la península porque es extranjero y no tiene dinero para pagar el tratamiento. Anteponen su condición de extranjero a la de enfermo. Prevalece el déficit público al brazo del niño. Imposible mayor inmisericordia. Sólo queda un abismo insondable si algo así no nos conmueve. Pero las paradojas nunca vienen solas. Los responsables de este crimen, mientras el pobre niño espera un gesto de clemencia, se pasean por los medios de comunicación con su habitual sonrisa de hipócritas irredentos presumiendo de su “política social”. Asco infinito.
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