El bate de béisbol se ha instituido como el símbolo de la barbarie en el imaginario colectivo de occidente. Representa la fuerza bruta, incivilizada, que desprecia los valores democráticos para preconizar la violencia de los grupos dominantes como legítimo e infalible factor de autoprotección. Tiene su origen en los enfrentamientos raciales de Estados Unidos, y su fundamentación teórica en la insuficiencia de los mecanismos democráticos para garantizar el orden social debidamente jerarquizado. Cuando las hordas subyugadas desbordan de un modo u otro los límites establecidos, la democracia se torna débil e inoperante, y es en ese momento, en el que se yergue majestuoso y pletórico el guardián de las esencias tradicionales: el bate de béisbol.
El bate de béisbol es la extensión visible de un alma enferma. Sólo un (o una) racista, clasista y xenófobo puede concebir la violencia (física, psicológica o social), ejercida sin control democrático, como un remedio para resolver los conflictos que se producen en la sociedad. No caben excusas ni argucias dialécticas. No existe la maldad a tiempo parcial.
Ninguna sociedad está exenta de albergar individuos de tan repúgnate especie. El problema, como siempre que se habla de patologías sociales, no es tanto el fenómeno en sí como su dimensión. Cuando esta forma de “pensar”, envilecida, se extiende como una metástasis letal, la convivencia se resquebraja y la sociedad se pudre mutando hacia un infierno.
La reacción popular ante el clima de inseguridad, ha desvelado un grado de racismo y xenofobia en nuestra Ciudad que infunde una profunda desazón y una enorme preocupación. Las rede sociales, como espacio de opinión pública sin restricciones, son el soporte de infinidad de testimonios que demuestran, de manera taxativa, que lejos de ser un paraíso de la convivencia, Ceuta es un polvorín de odio contenido. Resulta ciertamente descorazonador comprobar cómo, detrás de rostros amables de personas (aparentemente) bondadosas, se esconden auténticos monstruos enfurecidos incapaces de sentir la menor sensibilidad hacia su congéneres.
La sensación de inseguridad afecta mucho al estado de ánimo de la población. No en vano la integridad física de las personas es el bien más preciado. No es menos cierto que Ceuta ha entrado en una innegable espiral de inseguridad que las administraciones competentes no han sabido gestionar adecuadamente (no asumen la realidad, no intervienen para cambiarla y desprecian las reivindicaciones ciudadanas). Y por ello todos (me incluyo) vimos con simpatía la convocatoria espontánea de una manifestación a través de las redes para exigir una “Ceuta segura”. Sin embargo, una vez lanzada la iniciativa, lo que parecía un ejercicio noble de expresión ciudadana, empezó a convertirse en un ignominioso reclutamiento de linchadores. Ante la pasividad (o anuencia involuntaria) de los más bienintencionados (probablemente la mayoría), los adictos de la intransigencia se han ido adueñando del evento hasta desnaturalizarlo por completo. Siguiendo los dictados de su enquistado odio ya han decidido quienes son los culpables de la inseguridad, los han juzgado y han dictado sentencia de “bate de béisbol” para ellos. Lo que es incapaz de hacer el sistema democrático, lo han solventado ellos con pasmosa rapidez y precisión. Claro, está, los delincuentes han resultado ser inmigrantes.
Pero el fanatismo no se ha detenido ahí. Cuando han comenzado a proliferar las críticas a la deriva racista y xenófoba en la que estaba incurriendo la “manifestación”, se han sentido espoleados y, enfurecidos, han mostrado de manera descarnada lo más abominable de su personalidad, a la vez que han impugnando rotundamente la verdad oficial sobre la convivencia en Ceuta. Estamos mucho más enfermos de lo que creemos y aceptamos.
Al filo de esta desagradable experiencia, es obligado hacer una reflexión. Todos los ciudadanos decentes, los que defendemos los principios democráticos; creemos en la igualdad de todos los seres humanos; denostamos la violencia como método de relación; amamos a esta tierra como es (incluyendo a todas personas con las que convivimos sin distinción de su procedencia o de sus circunstancias vitales); y queremos vivir en paz; tenemos un compromiso que no podemos rehuir. No podemos consentir que los desalmados impongan su credo racista, xenófobo y clasista. No basta el silencio como expresión de una indiferencia que termina siendo cómplice. No es admisible una condescendencia ingenua ni una tolerancia cobarde. Es necesario asumir una posición activa y combativa en defensa de los valores que sanciona nuestra constitución… hasta enterrarlos en el mar.
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