Categorías: Opinión

El abuelo Benito

Este domingo tenía proyectado dedicar unos párrafos a la comisaria europea de Interior, Cecilia Malsmtröm, pero el magnífico comentario publicado en El Faro  del pasado jueves, bajo el título Simplemente, de poca vergüenza, cuyo texto comparto y cuya lectura aconsejo, me eximen de ello. Felicito efusivamente a quien lo haya escrito.
Mi personaje de hoy, Benito Sánchez, nació en Estepona, allá por el año 38 del siglo XIX. En su pueblo natal aprendió pronto a conocer los secretos del mar y, poco a poco, fue adiestrándose en el arte de navegar, hasta alcanzar  merecida fama de buen marino patroneando barcos de cabotaje. Años después  de la llamada “Guerra de África de 1860”, la Compañía armadora del pequeño buque que por aquel entonces hacía la travesía entre Ceuta y Algeciras necesitó contratar a una persona responsable para capitanear dicha embarcación, y se fijó en él, joven aún pero con experiencia contrastada. Así fue como Benito Sánchez vino a vivir en Ceuta. Casado con Ana Cabezas, quien, según creo, ya tenía parientes en nuestra ciudad (dicho apellido figura en antiguos documentos locales, y  hoy hay más de treinta ceutíes que lo llevan en primer o segundo lugar) el citado matrimonio tuvo varios hijos, entre ellos, Carmen Sánchez Cabezas, ceutí nacida en 1879, que en los albores del siglo XX se casó con un rondeño, Francisco Ruiz Medina,  quien, habiendo hecho aquí el servicio militar, se licenció siendo Sargento para permanecer en Ceuta  como comerciante e industrial.
Al matrimonio de Francisco Ruiz con Carmen Sánchez le vivieron cuatro hijos: Carmen, Francisco, Antonia y África Ruiz Sánchez, todos ellos caballas (de los de verdad, aclaro). La mayor, Carmen, casó con un joven abogado, de nombre Manuel, hijo de un matrimonio de maestros formado por Baldomero Olivencia y Eulalia Amor, quienes vinieron destinados a Ceuta allá por 1912. Y de la unión entre Manuel y Carmen nacieron tres hijos: Carmen, Manuel y Francisco Olivencia Ruiz, el autor de estas líneas. El apellido Sánchez de mi bisabuelo Benito lo llevo, pues,  en cuarto lugar.
Además, del núcleo inicialmente formado por Benito y Ana descienden otras familias de raigambre ceutí, como -entre otras- la de los Fernández Vilches –los Simones– y la de los Berruezo Fernández. En todas ellas, Benito Sánchez, cuyos restos reposan en Santa Catalina junto con los de su esposa y los de las familias Ruiz Sánchez, Olivencia Ruiz y González Ruiz., es cariñosamente recordado como “el abuelo Benito”.
Mis padres contaban cómo, en los días de temporal de levante, la gente se congregaba en el Puente Almina para ver si venía el barco de Algeciras, comentando, por el mal estado de la mar, que otro capitán no lo haría, pero que quizás Benito –como era popularmente conocido- sí se habría atrevido a salir. –Benito viene– aseguraba la mayoría. Y, efectivamente, llegaba el momento en el cual, entre el fuerte viento, la niebla y el oleaje, surgía –aun difusa–  la silueta inconfundible del “correo” de entonces, acercándose a Ceuta contra viento y marea bajo el firme mando de aquel gran marino.
Narro esta larga historia familiar porque hace unos días leí en El Faro cierto artículo en el que se afirmaba que todos los ceutíes somos descendientes de inmigrantes y que aquí no hay familia con más de cinco generaciones. Yo pertenezco a la cuarta y tengo 80 años. Detrás de mi generación hay tres más. Si no me equivoco, son siete. Pero quede claro, además, que el abuelo Benito no fue un inmigrante, sino un español que se trasladó a tierra española –Ceuta– por razón de su trabajo. El diccionario de la Real Academia Española define la palabra inmigrar del siguiente modo: “Dicho del natural de un país: llegar a otro país, estableciéndose en él con la idea de formar nuevas colonias o domiciliarse en él”.
Inmigrante es, pues, el que inmigra, es decir, el que se va a vivir a una nación distinta a la suya. Por tanto, quienes vinieron a Ceuta para fijar aquí su domicilio desde Andalucía o desde otros lugares de España (en mayor número a comienzos del siglo XX) nunca podrán ser calificados como inmigrantes. En cambio, los “moros mogataces” de Orán y las personas llegadas después desde Marruecos u otros países sí lo fueron o lo son.
No es apropiado considerar inmigrantes a quienes, siendo de raíz hispánica, decidieron vivir en Ceuta, equiparándolos en ese sentido con los naturales de otras naciones que o bien llegaron calladamente para asentarse aquí o intentan violar por la fuerza nuestra frontera, que es la de España y la de Europa. Éstos últimos, en su caso, serán inmigrantes ilegales, con todos los derechos humanos que les corresponden –entre los cuales nunca estará el de traspasar indocumentados, violenta e ilícitamente, la frontera de una nación, lo que ningún ordenamiento jurídico permite– mientras que aquellos (nuestros antepasados) fueron españoles que optaron por residir en esta ciudad española, aunque nacieran en otra parte del territorio nacional. En todo caso, y en términos puramente técnicos, hicieron una migración interior. Para mayor claridad: el que sale de su nación para ir a otra distinta, emigra de su tierra e inmigra en la de destino, pero el que cambia de residencia sin salir de su país no es ni inmigrante ni emigrante. A nadie se le ocurre decir que un toledano que traslada su domicilio a Soria es un inmigrante. Pues eso.
Y, por cierto, aún quedan aquí algunas familias que afirman  descender de los valerosos portugueses que nos antecedieron en los siglos XV al XVII.
Ni racismo, ni xenofobia, simplemente diccionario y ley.

Nota. La fotografía que acompaña a esta colaboración aparece publicada en el libro Ceuta, llave principal del Estrecho, de Tello Amondareyn, Madrid, segunda edición, 1897, página 193, con el pie Esperando al vapor-correo….

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