El fenómeno (político) denominado “calentamiento global” continúa su arrollador despliegue sobre el conjunto del planeta con escasa oposición. Ahora no sólo hay que luchar contra esta devastadora “plaga del siglo veintiuno” (¡como si fuera fácil!), sino que también hay que hacerlo contra sus negacionistas, quienes, irracionalmente, apoyan la voracidad de un poder económico exterminador que no titubea a la hora de sacrificar el ecosistema global presente y futuro en aras a seguir incrementando incesantemente sus obscenos beneficios.
Pero lo cierto es que, a pesar del reaccionario discurso negacionista, no estamos ante una elucubración perversa de fanáticos ecologistas, las evidencias científicas no dejan el menor resquicio a la duda. Nuestra vida cotidiana ya se ve afectada por este hecho. Nos tendremos que acostumbrar a las olas de calor sofocante, tormentas, sequías, cambios bruscos de temperatura, y todos estos fenómenos pretendidamente normales (“esto ha pasado toda la vida”) que, realmente, no son tan normales.
La actividad docente no es (no va a ser) una excepción. Los efectos del “calentamiento global” también han llegado a las aulas. Y su impacto no es una cuestión menor. La preocupación ha comenzado a cundir y ya han surgido diversos movimientos sociales en todo el Estado para alertar a las administraciones sobre esta cuestión y exigir un ambicioso plan de renovación de todos los centros educativos dotándolos de los niveles óptimos de confort y bienestar.
Una educación pública de calidad necesita de unos edificios que ofrezcan unas condiciones ambientales óptimas para el aprendizaje y que sean un ejemplo de eficiencia energética y uso de energías limpias. Porque existe una clara relación entre los niveles inadecuados de temperatura, humedad o calidad del aire de los edificios y el rendimiento escolar; además de afectar gravemente a la salud en colectivos vulnerables.
Según los estudios más recientes elaborados y publicados en nuestro país sobre esta cuestión, el 85% de los estudiantes han tenido que utilizar ventiladores o refrescarse alguna vez durante las clases. El 90% del profesorado afirma que el aislamiento térmico del edificio en general es mejorable o muy mejorable, junto con otros elementos como el aislamiento acústico (94%), la impermeabilización (87%) o el estado de puertas y ventanas (un 70%). Aspectos como la iluminación y los sistemas de canalización de agua también tienen deficiencias estructurales, donde los padres vuelven a calificarlos de mejorables en un 74%. Uno de los datos más destacables es la cantidad de colegios que carecen de infraestructuras necesarias para una buena refrigeración de las estancias.
Y es que la mayoría de las escuelas públicas españolas, muy antiguas, fueron construidas antes de que existieran criterios de eficiencia energética y han tenido un escaso mantenimiento, lo que provoca que sean muy numerosos los centros que no reúnen las condiciones adecuadas.
Como suele ser habitual, cuando descendemos desde un ámbito general al propio y específico de nuestra Ciudad, los problemas se multiplican exponencialmente. A veces, escandalosamente. Tal es el caso. Los niveles de confort y bienestar de los edificios educativos ceutíes están bajo mínimos. El esfuerzo económico en esta materia ha sido muy tímido, desigual y descoordinado. La excusa para no abordar este problema con la determinación requerida, siempre ha sido que en Ceuta las temperaturas son muy suaves y para “tres días que hace calor” no merece la pena invertir en arreglar los centros. Pero esto ya no es así. En el mes de abril hemos llegado a sobrepasar los treinta grados. El Ministerio, la Ciudad, o mejor las dos administraciones conjuntamente, deberían empezar a ocuparse de este asunto. Un plan de renovación de centros para dotarlos de las condiciones de temperatura y humedad adecuadas empieza a ser una prioridad.
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