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Ecologismo de buena vida

Estamos en pleno período estival. Los días se hacen más largos y la actividad se reduce. En general disponemos de más tiempo para nosotros mismos. Por esta razón aprovechamos para leer, asistir a algún concierto, o simplemente sentarnos en una terraza a tomar algo con algún amigo. Sin saberlo, ponemos en práctica, a coste mínimo, lo que economistas o filósofos llaman la “buena vida”. Así nos lo explican los hermanos Robert y Edward Skidelsky  en su libro ¿Cuánto es suficiente?, en el que exponen su visión del mundo, y lo que ellos consideran que se necesita para una buena vida. “Nuestro problema específico es de riqueza, no de pobreza”, afirman los autores. Por eso, mientras que en los países pobres la preocupación primordial es cómo hacer llegar recursos para que las personas puedan llevar una buena vida, en el mundo rico nos enfrentamos al problema de hacer un buen uso de recursos que ya existen. En los orígenes, la avaricia y el lujo se veían como vicios. La riqueza estaba dominada por la idea de los límites. Así lo vieron Virgilio, Maquiavelo o San Francisco. Sin embargo, a partir del siglo XVIII el Renacimiento redescubrió la idea de utilizar los deseos humanos para gobernar a las sociedades. Este fue el comienzo de las teorías económicas de Adam Smith o David Ricardo, y de la búsqueda de un crecimiento sin límite.
Pero ¿cuáles deben ser los límites al crecimiento? Keynes esperaba que hubiese un fin, un punto en el que todos los deseos materiales hubiesen sido definitivamente satisfechos. Sin embargo se equivocó, pues no contó con la codicia humana, ni con la insaciabilidad del hombre.  Los autores de la obra que estamos siguiendo nos dan una serie de pautas de la buena vida, que ayudarían a paliar la situación de saturación que vivimos en la actualidad. Parten de lo que denominan “bienes básicos”, los únicos necesarios para vivir. Para ser considerados así, han de ser universales, indispensables, finales y sui géneris. Incluso se atreven a dar una lista orientativa de los que ellos consideran que lo son: salud, seguridad, respeto, personalidad, armonía con la naturaleza, amistad y ocio. También dan unas pautas de comportamiento, que ayudarían a hacerlos realidad.
Lo primero sería salir de la “ética de la codicia”, que nos condena a una creación de riqueza continua y sin objetivo. ¿Por qué si tenemos suficiente, debemos luchar por una mayor presencia en los mercados emergentes más activos?, se preguntan los autores. En segundo lugar se trataría de orientar la política social para alcanzar los bienes básicos. Esto implicaría, según nos explican, planificar para producir una cantidad suficiente de bienes y servicios para satisfacer las necesidades básicas de todos, aparte de unos estándares razonables de confort. Y esto se tendría que hacer combinado con una gran reducción en la cantidad de trabajo necesario, a fin de liberar tiempo para el ocio, lo que debería garantizar una distribución menos desigual de la riqueza y de los ingresos, ya que la actual no refleja el aumento medio de la productividad experimentada desde la Revolución Industrial. Por esta razón abogan por la instauración de la denominada “renta básica”, que permitiera dar la posibilidad a todos los ciudadanos de elegir cuánto quieren trabajar. Por último, deberíamos reducir de forma sustancial la presión del consumo y la consiguiente publicidad que lo fomenta.
Las anteriores reflexiones se acompañan de una interesante descripción de los dos grandes grupos en los que se divide la ética ecológica moderna. Por un lado estarían los que ellos califican como más superficiales, que ven la naturaleza como un recurso humano, que se debe gestionar con la mente puesta en las generaciones futuras; y los más profundos, que la entienden como algo valioso en sí mismo, independientemente de la utilidad para nosotros. A partir de aquí abogan por un ecologismo reformado, distinto de estas dos corrientes, que fomentaría formas de vida “verdes”, no por el bien de la naturaleza, o el de las generaciones futuras, sino por nuestro propio bien. Se trataría de un “ecologismo de buena vida”, para el que la reducción del crecimiento no sería una meta, sino un efecto secundario de su actividad.
Puestos a soñar, entre las retrogradas e irresponsables propuestas malthusianas de algunos “ecologistas de salón”, para reducir la presión de la población sobre nuestra ciudad, y las exclusivamente ambientalistas de los que yo denomino “ecologistas de verano”, me quedo con la de los hermanos Skidelsky. Al menos no descargan el peso de la civilización sobre los pobres.

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