Categorías: Opinión

Duerme el fuego bajo la ceniza

Si los vencedores escriben la historia, los perdedores se cubren con la capa del ‘victimismo’. En la llamada Guerra de Sucesión española, a la muerte del último rey de la Casa de Austria, Carlos II, Cataluña se vio envuelta de tal manera en el conflicto que vio perder sus fueros y su universidad y el sometimiento de su lengua. Desde aquella derrota, 11 de septiembre de 1714, los catalanes han venido suspirando por la “España que no pudo ser”, y en su imaginario ha prevalecido el fantasma del enemigo exterior sobre la racionalidad crítica, como dice R. García Cárcel. Felipe V fue demonizado hasta la saciedad de manera inmisericorde, se convirtió en la bestia negra de la Corona de Aragón. El llamado Decreto de Nueva Planta, del primer rey Borbón, hizo posible la ‘España vertical’ en oposición a la horizontal de los Austrias. Este decreto hizo posible, asimismo, desechar un pasado anquilosado de fueros y privilegios, y puso los cimientos de la España contemporánea y dio origen al esplendor cultural de su época. Felipe V fue, en efecto, el artífice del Estado-nación. ¿Cómo hubiera evolucionado España y Cataluña con un desenlace distinto al que tuvo la guerra de Sucesión, es decir, con la victoria del Archiduque Carlos, en vez de Felipe de Anjou, luego Felipe V? La respuesta cae dentro de la especulación y, por tanto, carece de sentido. Lo cierto es que el Decreto de la Nueva Planta representa el triunfo de la modernidad frente a un conjunto de fueros y privilegios que hacía ingobernable el sistema. Por otra parte, esa severidad represiva de la lengua catalana que se le ha endilgado a Felipe V con su famoso Decreto no se cumplió en su totalidad. De ello, de la radicalización represiva, se encargó, después, su hijo Carlos III. También hay que añadir que la pervivencia del catalán fue evidente, sobre todo en las masas menos cultas.
Pero, entonces, ¿cómo es posible que aquellos polvos de la Guerra de Sucesión hayan traído estos lodos de las incansables reivindicaciones catalanas? Pues porque aquella ‘España vertical’ de Felipe V, con visos de Estado liberal, no fue aceptada por los catalanes herederos del ‘austracismo’ derrotado en 1714. Fue una España “más oficial que real, más administrativa que compartida por todos”. Y si en el siglo XIX, Felipe V “había ganado la batalla de la opinión pública”, el siglo XX ha sido el de “la venganza de la periferia contra la España de Felipe V”. Esta venganza descansa en la idea de que España había sido supuestamente secuestrada por Castilla, ya desde los tiempos de Felipe II. Castilla nunca se anexionó Cataluña. Es más, el Decreto de Nueva Planta uniformó más que castellanizó. Resulta llamativo que el rey Felipe V no tuvo excesivos problemas con las otras regiones de España, y con la Corona de Aragón no llegó la sangre al río, salvo con Cataluña, que enarboló la bandera de la reivindicación frente a la represión del primer Borbón, hasta el extremo de ser demonizado como el enemigo exterior que conculcó las libertades irredentas de Cataluña. Y en este punto, todas las miradas se concitaron en un personaje mitificado y en cuyos hombros descansa la “España que no pudo ser”: Rafael de Casanova.
¿Quién fue este Rafael de Casanova? Si hay un personaje controvertido en toda esta historia de la Guerra de Sucesión, ése es Casanova. Fue elegido por sorteo Consejero tercero, y después Conseller en cap, y fue partidario del Archiduque Carlos, por quien luchó contra las tropas borbónicas, pero en modo alguno lo hizo por los derechos de Cataluña ni por su separación de España. Rafael de Casanova siempre creyó defender la integridad del territorio español de la invasión de las tropas francesas que apoyaban a Felipe V, en modo alguno en su imaginario cabía la idea de la secesión de Cataluña. Lo cierto es que Casanova se opuso rotundamente a rendirse a las tropas de Felipe V aun a costa del sufrimiento de la población civil. El historiador militar Joaquín de la Llave y García escribió en 1903 sobre Casanova: “D. Rafael Casanova personifica el espíritu de intransigencia, la tenacidad de la defensa, la negativa opuesta a todo acomodo”.
Pero acaso lo más extraño de toda esta historia es que el tal Rafael de Casanova, una vez curado de sus heridas de guerra, pasó a residir, sin más problemas, en la casa de su hijo en San Baudilio de Llobregat. Hubo de entregar, eso sí, el título de ‘ciudadano honrado’ con que le había distinguido el Archiduque Carlos de Austria en 1707. Nunca se le pidieron responsabilidades y pudo volver a Barcelona a ejercer su profesión de abogado hasta el año 1737 en que se retiró. Murió, en su cama, en San Baudilio de Llobregat en 1743 en paz y en armonía con el rey Felipe V de Borbón.  
Los deseos de independencia de Cataluña vienen de lejos. Esa animosidad castellano-catalana se viene arrastrando desde finales del siglo XV. Más recientemente, en tiempos de Felipe IV, crece la beligerancia con Castilla pues se la identifica con la monarquía del citado rey. En el llamado periodo revolucionario de 1640 a 1652, Cataluña será provincia francesa, decisión que se toma un tanto precipitadamente ante la presencia del ejército del rey Felipe IV.
En su libro “Las nacionalidades”, (1877), el federalista Pi i Margall escribe refiriéndose a las tres provincias vascas y a Navarra: “¿Se está seguro de que no reivindiquen su autonomía”? (…) ¿Se está seguro, repito, de que esas y otras provincias no vuelvan a levantar pendones por sus antiguos fueros? En mi opinión, duerme el fuego bajo la ceniza”. Se advierte en este texto que Pi i Margall se teme que Vascongadas y otras provincias (Cataluña, que no cita, pero tiene en mente), podrían reivindicar en un futuro, como así ha sido, sus autonomías, y que es un viejo problema que, como el fuego mal apagado, siempre estará presto a renacer de sus cenizas y a poner en verdaderos aprietos, como poco, a España.

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