Entre los porteadores hay madres y padres que dan de comer a sus familias numerosas con las ganancias que obtienen acarreando estos bultos hasta Marruecos. Unos paquetes tan voluminosos como pesados, a pesar de la regulación de su tamaño máximo a fin de dignificar su labor.
Otras porteadoras son abuelas que carecen de pensión alguna y se atan, cada mañana, un paquete a la espalda con el que salir adelante en medio de este salvaje comercio transfronterizo.
Los hay huérfanos, que mantienen a sus hermanos con los euros que se embolsan cuando consiguen pasar el codiciado fardo por los tornos del nuevo ‘Tarajal II’, que no innovador, puesto que las prácticas próximas a la esclavitud consentida son las mismas que en el clausurado Biutz.
Estos son solo algunos de los dramas que esconden las avalanchas humanas que estos días vuelven a sobrecoger al mundo, coincidiendo con la reapertura del nuevo paso de mercancías y amplificadas por el efecto altavoz de las redes sociales. Un trabajo inhumano que se sirve de la miseria de estas mulas y camalos, como se les conoce en el argot fronterizo, para suplir la falta de una Aduana Comercial con Marruecos.
“Trabajo por mi familia, por mis hermanos”, relata una de estas marroquíes estrujada contra las vallas donde la multitud se bifurca en la fila de hombres y mujeres. “Son necesarios 25 ó 30 euros al día para mantenernos. Somos mucho de familia, nueve”, explica doblada por la espalda por la carga.
Solteras, viudas repudiadas, divorciadas o modestos artesanos, que con su oficio en Marruecos nunca ganarán en una semana lo que se embolsan en un día de porteo. Aunque siempre depende del día, el precio del bulto oscila entre los 10 y los 30 euros.
Detrás de las frías cifras de cupos de porteadores, recaudación en impuestos y la contabilidad de los empresarios, se encuentran hombres y mujeres que arrastran desgracias de un lado a otro de la frontera. “No nos dejan entrar en silla de ruedas”, critica una mujer que se sostiene sobre una muleta; “tengo una pierna amputada. ¿Cómo vamos a trabajar en estas condiciones?”, se pregunta mientras espera.
Esta mujer, sin una pierna, pelea de igual a igual con el resto por ser la siguiente en la fila. En el Tarajal II no hay distinciones por ser discapacitado. Todo queda en manos de la caridad de los compañeros de fatigas. “Solo pedimos que nos den un sitio por donde pasar. Somos discapacitados”, solicita esta fémina que, finalmente, logró cruzar un bulto gracias a la ayuda de un benévolo.
Su colectivo es cada vez más invisible en la crueldad de este tráfico comercial. La necesidad no entiende de barreras y les empuja a intentar un pase que, muchas veces, les obliga a volver a casa con las manos vacías. Como el caso del chico minusválido que este jueves se arrastraba de vuelta al hogar a través del Tarajal II. Mañana será otro día, pensará.
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