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Dos conversaciones

Últimamente me he convertido en un “recolector de frases”. Pero no de cualquier tipo de frases sino de frases que merezcan la pena y de las que pueda extraer alguna enseñanza que me valga para continuar avanzando en este largo y complicado camino de la vida. Algunas me las encuentro cuando menos las espero, las leo en los lugares más insospechados, en conversaciones sorprendentes o me las envían por correo electrónico. No sé de dónde vienen ni quién las creó. Otras veces soy yo el que intento fabricarlas a raíz de las experiencias que vivo y sobre ellas trato de extraer ideas (siempre las ideas) o pensamientos que me ayuden a seguir mi camino. Y sobre esa labor de “recolector de frases” quería escribir esta semana mi artículo dominical. Esa fue mi idea inicial.
Sin embargo, como tantas veces ocurre, durante esta semana que ha pasado he tenido dos conversaciones que me han hecho cambiar mi propósito inicial y voy a acabar escribiendo un artículo que no tenía intención de escribir en un primer momento. Fueron dos conversaciones con dos personas muy diferentes prácticamente en todo, pero que en estos momentos tienen algo en común.
La primera de ellas ya está en el ocaso de su vida. Tiene ochenta y dos años y ya ha vivido casi todo lo que tenía que vivir. Y subrayo lo de casi porque eso nunca se puede saber. La vida da muchas vueltas y a veces nos da sorpresas e incluso a edades avanzadas se nos pueden presentar acontecimientos inesperados, buenos o malos. Aunque, aparentemente, con esa edad ya le tienen que haber sucedido todas las cosas importantes que estaban previstas en el extenso guión de su vida,  siempre puede quedar margen para la improvisación. En un guión siempre queda ese margen porque si no sería todo muy frío, todo demasiado rígido y calculado. Y la vida no es así.
Pero ese hombre de ochenta y dos años ya está lleno de arrugas y encallecido. En su vida ya le ha pasado de todo, como suele ser normal con esa edad, y él ya sabe cómo debe colocarse cuando ha superado un azote para ser fuerte y volver a superar el siguiente.
La otra persona con la que hablé tiene dieciséis años, está en el extremo opuesto, está empezando a vivir, interpretando los primeros renglones del guión de su vida. Es tímido, muy tímido, y también es frágil, débil e inexperto. Es decir, tiene todas las características para no saber enfrentarse a la vida. Necesita apoyo, ayuda, guía, experiencia y grandes dosis de confianza en sí mismo.
A lo largo de su vida va a recibir muchos palos, muchos golpes fuertes de mar que lo endurecerán. Seguro que cuando lo vuelva a ver dentro de unos años, la vida ya lo habrá convertido en un hombre hecho y derecho, habrá sufrido y se habrá endurecido. Pero ahora es tierno y vulnerable.
Como ven, los dos son muy diferentes. Pero decía al principio que en estos momentos los dos tienen algo en común, y es que acaban de perder a un ser muy querido para ellos. El primero ha perdido a su mujer, con la que estuvo casado cincuenta y seis años, más diez años de novios, toda la vida juntos. El segundo acaba de perder a su madre, la persona que más necesitaba en estos momentos, la que era su apoyo, la que le daba confianza, la que le guiaba y le reconfortaba en sus momentos de duda. Una mujer todavía joven que tras una cruel y rápida enfermedad ha fallecido dejando abatida y desolada a toda la familia, especialmente a su hijo.
¿Cuál de los dos necesitaba más a la persona que ha perdido?. Yo no me atrevería a inclinarme por ninguno de los dos. Dicen que cuando somos mayores, después de toda una vida juntos, es cuando más necesitamos a la otra persona, que nos hacemos más dependientes el uno del otro y cuando uno de los dos se marcha, la vida no tiene sentido para el que se queda, se halla completamente fuera de lugar. Algunos no consiguen superar la situación y acaban muriendo también al poco tiempo.
Por otro lado, ¿qué decir del chico de dieciséis años?. Más aún en este caso en el que su madre ha sido siempre su apoyo ante su fragilidad de carácter y su vulnerabilidad. Un auténtico drama para él y su familia.
En mi conversación con el anciano en el velatorio, el mismo día de la muerte de su esposa, me decía:
“Estoy cabreado, indignado conmigo mismo porque quiero llorar y no puedo. Se ha muerto mi mujer, con la que he estado casado cincuenta y seis años, lo que yo más quería, y yo quería hartarme de llorar. Creo que me estoy comportando muy mal en estos momentos, me remuerde la conciencia, pero no puedo, no me salen las lágrimas. No sé lo que me pasa pero no puedo llorar”.  
Me quedé impresionado por la sencillez y precisión con que me había descrito cómo había reaccionado su organismo ante la muerte se su esposa. Estaba abrumado aún por la situación. Rodeado de familiares y amigos, aún no se había hecho cargo de que no iba a verla más, ya no iba a disfrutar más de su presencia de su compañía. Pero de entrada, aunque estaba embargado por la pena y el dolor, sus glándulas lacrimales aparentemente se habían “secado” y no le permitían llorar como él hubiese querido. Nunca se hubiera imaginado que ante una situación como esa pudiera reaccionar de semejante manera, pero a veces nos sorprendemos a nosotros mismos.
Posiblemente cuando pasen unos días y vuelva a su casa y sus hijos se marchen, entonces se topará de bruces con la realidad y con el duro hueco de la ausencia de su esposa. Y posiblemente entonces se desatará todo el torrente de lágrimas que él quería haber derramado en los momentos posteriores a la muerte de su mujer, cuando todos los recuerdos que vivieron entre las cuatro paredes de su casa acudan atropelladamente hasta su confusa mente.
Mi conversación con el anciano fue interrumpida un incontable número de veces por personas que se acercaban para abrazarlo y reconfortarlo. Pero en todo momento me dio la impresión de que, a pesar de sus años, se encontraba con fuerzas y recursos para afrontar situaciones como esa.
En cambio, la conversación con el chico de dieciséis años me resultó mucho más dura y dramática. Más que conversación fue un monólogo por mi parte en el que yo trataba evitar las frases hechas de consuelo que se suelen usar en estas ocasiones y trataba de buscar qué podía decir que le pudiera resultar realmente útil en su dolor y que no acabara causando el efecto contrario y produciendo más dolor todavía. Porque, por desgracia, con las palabras a veces ocurre eso, que queriendo ayudar acabamos provocando más dolor.
Yo me sentía atormentado con esta idea, pues por nada del mundo quería acrecentar más su sufrimiento diciendo algo inapropiado. Mientras tanto, él se limitaba a responder con monosílabos o con leves movimientos de cabeza, mientras permanecía con la mirada perdida no se sabía dónde.
Yo me preguntaba si había hecho bien en ir a hablar con él para tratar de mitigar su dolor o si realmente no habría sido una torpeza cargada de buenas intenciones, pues muchas veces lo mejor que se puede hacer para ayudar a alguien es no hacer nada.
En este caso, él tiene que pasar por su particular infierno, físico y mental. Y digo físico y mental porque sufrirá físicamente: probablemente padecerá insomnio, perderá el apetito, padecerá depresión y ansiedad y tendrá que soportar dolores físicos generalizados… Y también sufrirá mentalmente: pensará que por qué ha tenido que pasar esto; por qué ha tenido que morir su madre siendo aún joven mientras siguen viviendo otras personas mucho más mayores; por qué tienen que seguir viviendo personas que ya no tienen prácticamente nada que hacer en este mundo y ha tenido que morir su madre que tenía aún mucho que hacer por él y su familia… Se hará esas y otras muchas otras preguntas como esas y no encontrará respuestas adecuadas. Y maldecirá que las cosas sean de la forma que son y que no puedan ser de otra manera.
Y al ser su carácter débil y su espíritu frágil, no sé cómo reaccionará ante esta situación. Me preocupa mucho esta reacción porque no es fuerte, porque no está aún endurecido ni tiene recursos para enfrentarse a situaciones como esta. Me acordé del anciano y aunque más viejo y decrépito, lo vi más fuerte ante envites como este.
Antes no me atrevía a decir quién necesitaba más a la persona que había perdido, pero después de haber escrito lo que he escrito, ahora creo que tengo motivos para pensar que el chico necesitaba aún más a su madre. Dios quiera que entre todos los que lo rodean sepan darle el apoyo y la ayuda que va a necesitar.

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