Colaboraciones

El Domingo de Ramos: el signo por excelencia de la renovación de fe

Hoy, se nos abren las puertas a la bendición divina sellando el fin de la Cuaresma, habiéndonos nutrido espiritualmente con la oración, el ayuno y la limosna; ahora, se nos concede la gracia de vivir intensamente siete días en los que se conmemora la ‘Pasión, Muerte y Resurrección’ de Nuestro Señor Jesucristo.

Jerusalén, donde Jesús accedió subido en un asno, por antonomasia, es la Ciudad de la Pasión relatada en los Evangelios. Este lugar singular acoge a Cristo, el Rey, para dar cumplimiento a la profecía de Zacarías 9, 9: “¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso, humilde y montado en un asno, en un pollino, cría de asna”.

Esta visión sintetiza el gozo, la alegría y la algazara de aquel Domingo de Ramos. Cristo, no se adentra provisto de un ejército, sino como expondríamos llanamente, ‘a lomo de mula’. Del mismo modo, tampoco es precedido por instrumentos de viento o timbales, sino por una afluencia de admiradores, curiosos y hasta infiltrados.

He aquí, el Domingo de Ramos, el frontispicio de la Semana Santa: Día Santo en que se nos anticipa la victoria de Cristo sobre la muerte. Los ramos o palmas, imagen de la victoria e indicio del triunfo, con las que Jesucristo entra como Rey y es proclamado por el pueblo: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, son las expresiones populares que en aquella jornada memorable, cientos de hombres, mujeres y niños profirieron. En cambio, en pocas horas sería considerado una amenaza para el poder romano.

Los ramos de olivo y la palma, o lo que es lo mismo, la bendición de Dios, protección y ayuda, la tradición nos revela que han de colocarse sobre un crucifijo o cuadro religioso, al objeto de tener en cuenta que se trata de algo sagrado.

Recordemos que de estas dos plantan se obtenían pan, vino, vinagre y miel; además, de la palmera se extraen fibras para tejidos, y de sus troncos carbón para los herradores. De hecho, para el pueblo judío la palma es el símbolo de la riqueza y la fecundidad.

Ni que decir tiene, que en el Domingo de Ramos se entretejen dos costumbres rituales que han desembocado en esta celebración. Por una parte, el culto jubiloso, multitudinario y festivo de la Iglesia, Madre de la Ciudad Santa que se transforma en ‘mimesis’, o reproducción de lo que Jesús realizó en Jerusalén; y, por otro, la sobria y austera memoria ‘anamnesis’, que se perpetúa con la pasión que diferenciaba la Liturgia de Roma.

Con lo cual, el conjunto de actos de Jerusalén y Roma reunidos en una misma ceremonia y evocación, no pueden dejar de ser actualizados en los tiempos presentes. Y es que, con el pensamiento nos trasladamos a Jerusalén y coronamos el Monte de los Olivos, para recalar en un gesto profético de Jesús: accede como Rey pacífico y Mesías, para después ser condenado y llevar a cumplimiento lo que estaría por suceder.

Por un instante y en un pestañear de ojos, la muchedumbre revivió la esperanza de tener ya consigo de forma abierta y sin evasivas, Aquel que aparecía en el nombre del Señor.

Al menos, así lo concibieron los más sencillos de corazón, como los discípulos y las personas que acompañaron a Jesús, al que alfombraban en el recorrido con sus ropajes exaltando: “Bendito el que viene como Rey en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en lo alto”.

Sin duda, son palabras en idéntica sintonía y con profunda resonancia como las que pregonaron el Nacimiento del Señor, en la Casa del Pan, en Belén, a los más pobres. Con la Liturgia de Roma, nos introducimos de lleno en la Pasión y anticipamos la proclamación del Misterio, con gran diferenciación entre el itinerario triunfante del Cristo del Domingo de Ramos, al del Viacrucis del Triduo Pascual.

Esta celebración es contemplada por los cristianos como el intervalo culmen para aclamar a Jesús el pilar fundamental de sus vidas, tal como lo hizo el Pueblo de Jerusalén, cuando lo recibió y declaró como profeta, Hijo de Dios y Rey.

Por este raciocinio, la Eucaristía del Domingo de Ramos aglutina dos momentos memorables: Primero, la procesión de las palmas y los olivos y la bendición de las mismas por parte del ministro; y segundo, la degustación de la Palabra del Señor que rememora la Pasión en el Evangelio de San Mateo.

Generalmente, esta solemnidad la distinguimos como el ‘Domingo de Ramos’ o ‘Domingo de Hosanna’, en su vertiente victoriosa, que es el Pregón del Misterio Pascual; o ‘Domingo de la Pasión’ en su prisma doloroso, porque es el inicio de los últimos días de la vida terrenal de Cristo. Curiosamente, los niños no le dan la bienvenida, e incluso no sienten curiosidad por saber quién es, pero lo alaban a viva voz, induciendo a la cólera de los escribas y fariseos.

“He aquí, el Domingo de Ramos, el frontispicio de la Semana Santa: Día Santo en que se nos anticipa la victoria de Cristo sobre la muerte”

Sucintamente, habría que comenzar exponiendo que la Semana Santa afloró con la piedad y el recogimiento de los primeros cristianos, donde Jesús experimentó su Pasión. Desde los preludios de la cristiandad, Jerusalén era la meta de las peregrinaciones y los peregrinos visitaban lugares emblemáticos como el Santo Sepulcro. Ya, desde tiempos antiquísimos, el Domingo de Ramos, conocido como la ‘Pasha’, se infundió en la Iglesia de Jerusalén cerca del final del siglo III (201-300 d. C.), o en la apertura del siglo IV (301-400 d. C.). Por aquel entonces, conforme se recorrían los sitios santos, se hacía con sermones, oraciones e himnos.

Y por último, en el punto de la ascensión de Jesús al cielo, el clero recitaba la narración bíblica de la ‘entrada triunfal de Jesús a Jerusalén’. Pronto, al caer la noche, los adoradores retornaban repitiendo: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”.

No obstante, la inauguración de la Semana Santa variaría derivando del equinoccio de primavera y la primera noche de luna llena. En concreto, el emperador Constantino I el Grande (272-337 d. C.) instituyó en el primer Concilio de Nicea (325 d. C.) un formulario para establecerla.

Para ser más exacto, esta acontecería en el Domingo siguiente a la luna llena, tras la irrupción de la primavera en el Hemisferio Norte. Con ello, se entreveía la relación entre los distintos sucesos de la naturaleza, las fiestas paganas y religiosas. Luego, la Resurrección de Jesucristo es el estreno de la primavera en el Hemisferio Norte, en contraste con el Nacimiento de Jesús que es el solsticio.

Para la Iglesia Católica que ponemos la vista en el Calendario Gregoriano, fluctúa entre los días 22 de marzo y el 25 de abril, respectivamente. Con el Domingo de Ramos la Cuaresma no finaliza, porque ésta se culmina con el Jueves Santo y una Misa Crismal, presidida por el Obispo Diocesano y concelebrada por su presbítero.

Para el siglo V (401-500 d. C.), ya se había espaciado hasta Constantinopla. Posteriormente, no será hasta los siglos VI (501-600 d. C.) y VII (601-700 d. C.), en los que se adhiere la consagración ritual de las palmas. Si bien, un acompañamiento en la mañana sustituyó a la nocturna y para el siglo VIII (701-800 d. C.), la Iglesia Occidental conmemoraba la ‘Dominica in Palmis’ o ‘Domingo de Ramos’.

Asimismo, era habitual entre los lugareños congregados para la Pascua recibir con exclamaciones y alabanzas a los nuevos grupos que comparecían. Por lo tanto, nada habría de extraordinario cuando a Jesús lo admitieron de este modo, arrojando mantos, ramas de olivos y palmas a los pies de su montura, alfombrando la superficie para que este anduviera sobre ellos.

Finalmente, con las reformas que obró el Papa Pablo VI (1897-1978) con respecto a los actos de la Semana Santa tras el Concilio Vaticano II (11-X-1962/8-XII-1965), se unificó con oraciones y ornamentaciones comunes, entreviendo que en ella se visibiliza el único Misterio Pascual de vida y muerte, y que ambas partes se corresponden y dignifican recíprocamente: no existiendo en sí la esencia del Domingo de Ramos, sin la procesión y la lectura de la Pasión en una misma Eucaristía.

Actualmente, numerosas tradiciones continúan siendo fieles a las que se solemnizaban en el pasado. Ya, en el cercano Oriente era una práctica acostumbrada tapizar el trayecto de alguien que se estimaba digno del honor más alto.

Fijémonos en dos símbolos naturales que nos iluminan catequéticamente a una más óptima agudeza de lo que realmente rememoramos en el Domingo de Ramos: la palmera y el pollino.

Comenzando con la palmera de donde se extrae la palma, ‘Phoenix’, su rama encarnaba la vida eterna en el antiguo Oriente Próximo y el mundo mediterráneo. Además, de ser sagrada en las religiones mesopotámicas y en Egipto, donde constituía la inmortalidad.

De ahí que reuniese un fuerte elemento alegórico en la Historia de la Humanidad, porque es la planta que cada año se reaviva con una hoja, pero al mismo tiempo, aporta el retrato mesiánico de la creación.

En Occidente, las palmeras se reemplazaron por el olivo, símbolo que personifica a Jesucristo, el Ungido del Señor, y la paz. Incluso en el Norte del Viejo Continente, donde ni tan siquiera existen los olivos, se recurre a los ramos de flores entrelazadas para la ceremonia litúrgica de la procesión previa a la misa. Conjuntamente, el Domingo antes de Pascua, se atesoraba para las dedicaciones prebautismales, por lo que la procesión propiamente con las palmas en las manos, ocasionó inconvenientes para su arraigo.

“Hoy, las palmas y los ramos que son brotes nuevos con propósitos santos, no languidezcan en las manos hasta derivar en ramas secas”

Y segundo, en el imaginario colectivo de lo lejano y tal vez, hoy, los animales dignos para ser montados por un rey eran los caballos, hasta el punto, de quedar exonerados de todo tipo de tareas en los campos y torneos.

A la inversa, Jesús, aparece en Jerusalén a lomos de un pollino como el Maestro manso y humilde que describe el profeta Zacarías: “Jesús es un rey diferente, no llega con armas o insignias de poder, no impone tributos; al contrario, elige ser transportado por el animal más humilde y servicial, que siempre está al lado de las personas que trabajan; sus insignias son la paz y el perdón”.

Sin embargo, con el acogimiento de Jesús en la Ciudad Santa, les adelanta que Él, es el Cristo, el Hijo de Dios, tanto es así, que en el siglo II este acontecimiento se reconoce como la confirmación principal del mesianismo de Jesús. El burro ejemplifica el componente instintivo y terrenal del hombre, que transporta al Señor para mostrarnos la salvación.

En consecuencia, en el pórtico de la Semana Santa la Iglesia sigue las huellas de Jesucristo. El presagio de un amor sin límites depositado por un Dios que baja con nosotros hasta los abismos del pecado y la muerte; o del grito de Jesús en su desamparo y confianza extrema en el Padre, eran el paradigma al mundo pagano, tanto más realista cuanto más podía determinarse la fuerza tonificadora de la Resurrección.

La Liturgia de las Palmas en la ‘Pascua florida’, como muchos la bautizan, es el signo por excelencia de la renovación de la fe en Dios; invitándonos a esponjarnos con la lectura de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, meditando honesta, serena y sensatamente para entrar adecuadamente en la Semana Santa.

Ciertamente, el cristiano interpreta el valor de la salvación que encierra el dolor, uniéndose a Cristo en la Cruz Gloriosa, mientras éste pretende con el apoyo y la solicitud de los hermanos, sin inmiscuir, el beneficio de la ciencia médica, salir adelante en la vida terrera, pero que en realidad ha de ir preparándose para la vida eterna.

Al igual que el año anterior, pero ahora más cansados y agobiados por los efectos derivados de la crisis epidemiológica de la pandemia, aún nos supone importantes incógnitas discernir que el sufrimiento es conveniente para la conversión. Porque, es en su finitud y en la condición de mortales, donde se nos revela que los límites del hombre no tienen solución en los analgésicos.

Es por ello, que aunque nos cueste reconocerlo, los sufrimientos nos incentivan a buscar una escapatoria viable que nos descargue o libere de ellos, pero cualesquiera que encontremos, serán transitorios e insuficientes.

Quizás, Jesucristo nos ayude a percatarnos que en esta vida terrena no estamos llamados a apropiarnos de una patria definitiva. Por lo cual, el desasosiego y la desesperanza que nos ha traído consigo el coronavirus, refleja el rostro atormentado del hombre autosuficiente de la civilización cibernética que se resiste a aceptar.

Esta enfermedad endémica nos ayuda a poner en una balanza el aspecto humano en su fragilidad: somos polvo y al polvo volveremos, criaturas circunstanciales en las que se nos incita a un protagonismo que afiance todo; no amenazado por las enfermedades o desdichas físicas y morales.

Hoy, en pleno siglo XXI, la vida imperecedera y radiante únicamente puede ofrecérnosla Dios, que nos la da a conocer en la Muerte y Resurrección Gloriosa de su Hijo Jesucristo: acompañado de los discípulos e individuos que lo honraban con regocijo y al que recibían como el ‘Mesías’ y el ‘Rey de Israel’, la amplia mayoría desconocía que Jesús había llegado a Jerusalén para emprender la vía dolorosa a la muerte, a pesar de comunicárselo a sus más allegados.

Como relata el Evangelio de San Mateo 20, 18-19, Jesús tomando aparte a los Doce les dijo por el camino “Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, para burlarse de él, azotarle y crucificarle, y al tercer día resucitará”.

“Hoy, se nos abren las puertas a la bendición divina sellando el fin de la Cuaresma, habiéndonos nutrido espiritualmente con la oración, el ayuno y la limosna”

Como se ha citado en estas líneas, la entrada a lomos de Jesús no era para destacar, imponerse o sobresalir como ocurre en los reyes y señores, sino para tolerar la ‘Pasión’ y la ‘Cruz’, y elevado sobre ésta entre el cielo y la tierra, gobernar desde el madero transfigurado en trono de gloria, como lo distingue el evangelista San Juan 12, 32: “Y cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”.

Jesucristo hablaba de la muerte que habría de experimentar al ser crucificado, pero la trascendencia y el calado de sus palabras iban aún más lejos, al reflexionar en el ‘Misterio de la Cruz’. En ella, se engrandeció para atraernos y como rey de la nueva humanidad, trasladarnos con Él a la gloria. Es la degradación e indignidad del Hijo de Dios que haciéndose hombre por nosotros y nuestra salvación, nos abrió paso a la divinización en la que degustar la vida en su plenitud: la santificación de Jesús por el Padre que lo resucitó de entre los muertos.

La Pasión de Jesús pone de manifiesto la obediencia a los designios de Dios, que sucedió de acuerdo a las profecías referidas en las Sagradas Escrituras. Isaías lo corrobora en los ‘Cánticos del Siervo’, con cuatro poemas de Aquel que es llevado como cordero al matadero para ser el redentor del Pueblo y sellar la nueva Alianza.

Pongamos la atención en Judas Iscariote, quién hubo de cumplir la voluntad de Dios que sólo Jesús sabía, por eso admite la infidelidad de uno de sus seguidores que proclive al apego del dinero, valoró el precio de su Maestro en treinta denarios.

Algunos expertos de la exégesis bíblica consideran al respecto, que posiblemente, la actitud de Judas pudo deberse por sentirse decepcionado con Jesús, al no encajar en el molde que creía del Mesías y no adecuarse al pastor paciente y entregado a la muerte por amor de sus ovejas. La ostentación y alarde que este discípulo ambicionaba para su instructor en la fe, no era ni mucho menos la que Dios determinó para quien habría de ser el ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’ de los que transitaban extraviados a su libre albedrío, pagando con su sangre la deuda de su rescate.

Por unos momentos, intentemos hacer un ejercicio de introspección: Jesús sale de Betania y en la tarde precedente ya se habían agolpado varios de sus discípulos venidos en peregrinación desde Galilea para conmemorar la Pascua. Otros, eran residentes de Jerusalén y seducidos por el reciente milagro de la resurrección de Lázaro, a la que se añadieron más viandantes por la ruta que Jesús efectuó de Jericó a Jerusalén.

“Esta enfermedad endémica nos ayuda a poner en una balanza el aspecto humano en su fragilidad: somos polvo y al polvo volveremos, criaturas circunstanciales en las que se nos incita a un protagonismo que afiance todo”

Las circunstancias eran más que favorables para un recibimiento en toda regla, siendo una rutina que los habitantes marcharan al encuentro de los grupos de peregrinos entre cánticos y muestras de satisfacción. En esta tesitura, Jesús no muestra oposición a las indicaciones de este corredor bullicioso. Él mismo designa la cabalgadura: un sencillo asno que pide traer de una localidad colindante.

Inmediatamente, tras el cortejo se extendieron mantos, túnicas y otras prendas en el suelo para que el borrico pasase por ellas. Toda vez, que el gentío colmado de alborozo y entusiasmo alababa a Dios por cada uno de los prodigios que habían visto o escuchado. Obviamente, las estrofas y antífonas era claramente mesiánicas.

Estas personas, pero sobre todo, los fariseos, conocían de buenas fuentes las profecías. Jesús ante todo, consiente la distinción que se le hace y advierte la moral hipócrita de los que pretenden extinguir estos énfasis de fe y alegría. Y el esplendor de Jesús es intrascendente, porque meramente se complace con un pobre animal por trono. Acaso, cinco días después aquella ‘entrada triunfal’ se entendiese como efímera: los ramos verdes rápidamente se secaron y el hosanna apasionado se transmutó en un clamor encrespado: “¡Crucifícale, crucifícale!”.

Visto y no visto, Jesús nos sugiere coherencia y perseverancia entre la fe y la vida, ahondando en la observancia de los preceptos espirituales, para que las intenciones no sean destellos que resplandecen momentáneamente y pronto se disipen. Iniciemos, pues, la Semana Santa poniéndonos al servicio de Jesús.

Que nuestra invocación: “¡Señor, Jesús, ten piedad de mí que soy un pecador!, no se convierta en un rechazo de la Cruz que tienes asignada para mi salvación”. Hoy, las palmas y los ramos que son brotes nuevos con propósitos santos, no languidezcan en las manos hasta derivar en ramas secas.

Vivir la Semana Santa es no separarse de Jesús ante cualquier tentativa de alejarse de su entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, porque es la coyuntura ideal para morir al hombre viejo y resucitar con Cristo al hombre nuevo, abandonando los egoísmos y egocentrismos y resurgiendo al amor sobrenatural.

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