Opinión

Disfrutemos del verano y preparémosnos para el otoño

El verano es tiempo para el descanso y el ocio. El calor invita a acercarse a la playa o la piscina para darse un baño y a las terrazas para refrescarnos por dentro. También se supone que es una estación del año para disfrutar de las vacaciones y dejar a un lado las preocupaciones diarias, aunque solo sea por unos días. Después de la larga pesadilla del COVID-19, todos estábamos deseando pasar un verano libre de restricciones y contemplando un horizonte más despejado y esperanzador. Sin embargo, no dejamos de escuchar voces que nos indican que debemos prepararnos para un otoño bastante complicado. Se acerca una grave tormenta económica de efectos devastadores provocada, entre otros factores, por la invasión rusa de Ucrania. Todo apunta a que Putin habría tomado la decisión de cortar el suministro de gas natural a Europa y países como Alemania y Francia se preparan para un escenario muy complejo.  Se están buscando fuentes alternativas de aprovisionamiento de gas en Noruega, EE.UU. u otros países como Qatar. Mientras tanto se ha comenzado a tomar medidas, como recomendar a los ciudadanos que moderen el uso del aire acondicionado y vayan ajustando los termostatos de las calefacciones para cuando llegue el otoño. En España también se ha decidido adoptar ciertas restricciones y se ha decretado que los aires acondicionados en los edificios públicos no bajen de 25 º C y no suban de 19º C en invierno para ahorrar energía. Se está hablando también de parar la producción industrial no esencial, lo que conllevaría enfrentarnos a una crisis económica de consecuencias imprevisibles.

De alguna manera, la onda expansiva de la guerra ucraniana está a punto de afectar a los cimientos de la economía europea y hacen bien las autoridades europeas en prepararnos para su impacto. Puede que no se trate de un hecho puntual que pase rápido y no deje apenas huellas. Hay que tener en cuenta que la crisis ucraniana no ha hecho otra cosa que desvelar una crisis mucho más profunda, como es la del agotamiento de las fuentes de aprovisionamiento de recursos energéticos. Es muy probable que los conflictos geopolíticos por el control de los yacimientos petrolíferos y de gas natural se incrementen en los próximos años, así como la necesidad de adaptar nuestro modo de vida a un contexto permanente de reducción de energías no renovables. Las que sí lo son, como la energía solar o eólica, están lejos de ser capaces de sostener nuestro excesivo gasto energético y mantener la red mundial de producción y distribución de todo tipo de mercancías. A día de hoy, los derivados del petróleo son indispensables para el transporte terrestre, marítimo y aéreo de mercancías y personas.

Las consecuencias del previsible cierre del gaseoducto Nord Stream se van a solapar con las derivadas de un vertiginoso incremento de la inflación, que en nuestro país supera el 8 %. Es cierto que la invasión rusa de Ucrania ha afectado al mercado de materias primas y de las energéticas. No obstante, hay mucho más detrás de este imparable crecimiento de los precios. Tal y como están denunciando los sindicatos agrarios, como COAG, la diferencia entre los índices de los precios agrícolas y ganaderos en origen y destino resulta escandalosa. Estamos hablando de diferencias porcentuales entre el precio de origen y el de destino que superar el 500 % en productos tan básicos como la lechuga (511 %) o la patata (575%). Un kilo de patata por el que le están pagando 0,15 € al productor, la están vendiendo a 1,35-1,5 € en el mercado. Algo parecido está sucediendo con la carne: un kilo de cerdo tiene en origen un precio de 1,64 € y nos cuesta 6,18 € cuando la adquirimos en nuestro en el supermercado o en nuestra carnicería habitual.

Los productores están poniendo todo de su parte para contener los precios, pues apenas han subido sus tarifas, a pesar de sufrir un importante incremento en los costes energéticos. Resulta evidente que en el camino entre el campo y la granja algo sucede con los precios de ciertos productos básicos en nuestra cesta de la compra. Tal y como han explicado esta mañana en el programa “Hoy por Hoy” de la Cadena Ser que dirige Àngels Barceló, una de las debilidades de nuestra estructura económica es el exceso de intermediarios entre los productores y los consumidores que hemos heredado de la planificación económica del franquismo. No obstante, el principal motivo de la inflación está en la especulación con el precio de ciertos productos en el mercado internacional. Esto puede llevar a situaciones desconcertantes, como la denunciada hace unos días por el Prof. Fernando Maestre. Este investigador mostró en Twitter pruebas de que una sandía cultivada en España era más barata en Leizpig que en Alicante.  Se supone que existen medidas legislativas para evitar este tipo de especulaciones, pero su eficacia es escasa o nula.

Comentaba uno de los analistas que participaron esta mañana en el aludido programa de la Cadena Ser que en este fenómeno del incremento de la inflación convergen múltiples factores que están alterando toda la estructura global de precios. Se trata, por tanto, “de algo mucho más profundo que tiene que ver con la automatización tecnológica y la desintermediación global que está experimentando la economía en todo el planeta”. Este comentario me resultó de lo más mumfordiano. Parece ser que la megamáquina identificada y descrita por Lewis Mumford está detrás del alza de los precios. La megamáquina está controlada por los integrantes del complejo del poder integrado por las grandes corporaciones internacionales que actúan de manera autónoma, sin control de los gobiernos democráticos o con su aquiescencia.  Un ejemplo de esto último lo hemos conocido tras difundirse en la prensa el modus operandi de grandes empresas como Uber. Gracias a los miles de documentados que han salido a la luz sobre las operaciones de la multinacional Uber, nos hemos enterado de las maniobras agresivas que ha aplicado esta compañía para extenderse por todo el mundo, que incluían desde sobornos a políticos a la incitación de la violencia contra el sector del taxi que hicieron frente a sus pretensiones hacerse con el mercado mundial del transporte urbano.

Los ciudadanos tenemos el derecho de saber cuál es la razón por la que hay tanta diferencia entre el precio de origen de los productos de primera necesidad y el que pagamos en la tienda. Todo el mundo entiende que el transporte de los productos conlleva unos costes y que éstos han podido subir con el alza de los precios de los combustibles. No menos razonable es que los distribuidores y vendedores también obtengan sus márgenes beneficios. Sin embargo, la diferencia entre los precios de los productos en origen y destino son tan elevadas que no resultan justificables ni asumibles. Quienes han estudiado este asunto apuntan a los grandes grupos de distribución que tienen en su mano fijar los precios de compra de los productos en origen y en las estanterías de sus centros de venta sin que los gobiernos sean capaces de regularlos.

El responsable del sector de la patata de COAG, Alberto Duque, analizó el camino de un kilo de patata desde que sale del productor a un precio de 0,20 € y la pagamos a 1,35 € en un gran mayorista. El primer incremento del precio corresponde al comprador en origen, que por sus gestiones se lleva 5 céntimo. Otro tanto se lleva el transportista. En su camino pasa por el almacén elaborador encargado de lavar, clasificar y embolsar las patatas, por lo que suelen cobrar unos 16 céntimos por kilo. El siguiente paso es el transporte de este almacén a los grandes distribuidores (Carrefour, Mercadona, etc…), es decir, otros 5 céntimos. En total, estas grandes cadenas de distribución pagan algo más de 50 céntimos por kilo de patatas y la están vendiendo a 1,35 €, obteniendo un margen de beneficios más que elevado.

Si los gobiernos quieren controlar la inflación lo tienen fácil. Ellos saben a la perfección dónde está la principal razón de la diferencia de precio entre el origen y destino de productos alimentarios básicos, pero, por razones que se nos escapan, todavía no se han atrevido a regular a fondo el sector de la distribución, como sí lo van a hacer con las compañías energéticas y los bancos.

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