Colaboraciones

El discurrir de la diplomacia estadounidense en el entresijo marroquí

No cabe duda, de que a la hora de examinar determinados períodos de la Historia, éstos han suscitado debates enconados. Si bien, durante un tiempo dilatado en su acontecer, Marruecos se erigió en candidato excepcional donde se cristalizaría la pugna de las potencias europeas. Sin ir más lejos, el Reino Jerifiano acomodó un punto de fricción entre la usanza de la política exterior norteamericana y por otro, los antagonismos imperantes del Viejo Continente.

Pero años más tarde de lo que pretendo fundamentar en estas líneas, el paisaje de arena movediza tras la Gran Guerra (28-VIII-1914/11-XI-1918), no gustó para nada a los ciudadanos americanos: Europa se atinaba en el frontispicio de una sacudida virulenta, forjada en la victoria del bolchevismo en Rusia o el amago incisivo de la Liga Espartaquista en Alemania. Conjuntamente, la crisis económica posterior al conflicto perjudicó cuantitativamente a las actividades comerciales de Estados Unidos, que por entonces concentraba sus esfuerzos en mediar las reivindicaciones de los contendientes en disputa.

Curiosamente la opinión pública estadounidense dio el espinazo al idealismo wilsoniano y ayudó a retornar a la Casa Blanca a los republicanos que auguraban el resarcimiento del aislacionismo venido del período de entreguerras. No obstante, numerosos líderes que capitanearon la diplomacia norteamericana, ni estaban capacitados como tampoco desearon mantenerse indiferentes ante los forcejeos de los actores dominantes. Luego, el sentir generalizado puso cotas a su proceder, pero aun así continuaban tanteando dos fórmulas enraizadas bajo las que escudar algunas evasivas.

Me refiero a la demanda del principio imperecedero de ‘Puerta Abierta’ y cómo no, el desenvolvimiento aferrado al comodín de los valores morales como el pacifismo. De este modo, Estados Unidos, se convirtió en una pieza primordial para el desenredo del contencioso de las reparaciones de guerra por medio del Plan Dawes y el Plan Young. Igualmente, coadyuvaron a afianzar el equilibrio en el Lejano Oriente tras el anuncio de la Conferencia de Washington (12-XI-1921/6-II-1922) y con el patrocinio del Pacto Briand-Kellogg (27/VIII/1928), dispusieron aportar una atmósfera de distención. Aunque los delegados del gobierno no estuvieron ajenos de las dificultades que este contexto entrañaba para la política enfocada a Marruecos.

En otras palabras: un número relativamente insignificante de regidores intentaron no flaquear en su empeño como si nada hubiera ocurrido, empuñando el guion inmemorial que articulaba el Sultanato con la seguridad de América Latina, además de referir que Marruecos incumbía al continente africano y no a Europa. Con todo, los emprendedores del Departamento de Estado se acomodaron para un hipotético cambio de paradigma del destino marroquí.

Meses después y tras recibir formalmente el cargo la administración de Warren G. Harding (1865-1923), los dirigentes norteamericanos declararon sin ambages que la cuestión de Marruecos debía analizarse expresamente. El posicionamiento quebradizo de ‘Puerta Abierta’ venía concretado por la inexistencia de atracciones sustanciales en el imperio marroquí. Toda vez, que las naciones occidentales no estaban por la labor de que Estados Unidos se mantuviese distante del entorno jerifiano.

De ello hay que extraer los contenciosos encasquillados siempre oteando el futuro de la ciudad de Tánger y sobre la que se desdoblaron las cábalas de Francia, España e Italia. Por este orden, la primera se inclinó por precipitar el procedimiento de monopolio del Sultanato, causando de la internacionalización circunstancial de este enclave un trámite exclusivo consagrado a esmaltar la proyección francesa.

En tanto, la ristra de gobiernos de Madrid no se dejaron inquietar, aun estando en el alambre por las derrotas y calamidades sufridas en la zona del Rif, sustentando la salida de configurar un imperio norteafricano con Tánger. Y objetando a su aspiración revisionista, España se topó casualmente con el contrafuerte de la Italia fascista, en una indagación persistente de reconocimiento como potencia mediterránea. Un afán que reportó a Roma apelar por un papel de actor distinguido en cualesquiera de las anomalías del estatus promulgado de Marruecos.

“Una vez más, el memorándum del Imperio Jerifiano se autografiaba claroscuro y eran varias las instantáneas de combinación de los trazos gruesos, medianos y finos de las letras para su incrustación en el andamiaje internacional”

De lo ya expuesto, no ha de quedar desdeñado del espectro de fuerzas concéntricas acechando Marruecos, Reino Unido, intrincada infatigablemente con la defensa de sus intereses estratégicos en el plano de la roca gibraltareña.

Dicho esto, la intervención de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial alteró los condicionantes de su política exterior. Por vez primera, el país estadounidense admitió sin reservas la intrusión en los temas europeos, llevándolo a término provisto de una armadura de perspectivas ideológicas: ‘el wilsonianismo’. Woodrow Wilson (1856-1924) y el conjunto de sus colaboradores se inspiraron en una doble identidad: al igual que sucedió con Franklin D. Roosevelt (1882-1945), era irrevocable que Estados Unidos contrajera mayores responsabilidades con el sostenimiento de la estabilidad global. Pero también, deducían que para conseguirlo había que implementar los principios que hasta ahora encaminaban a la sociedad americana.

Definitivamente, se volcaron por trazar las líneas maestras de la doctrina del ‘Destino Manifiesto’, aparejando su política expansionista cimentada en ser valorada como la nación destinada a expandirse desde los litorales del Atlántico hasta el Pacífico. Según este enfoque, la salvaguardia de valores como la libertad, la democracia o el citado pacifismo, no encajaban ejerciendo un aislamiento prescrito a mantenerla libre del hado belicoso que socavaba a las principales poblaciones europeas. Más bien, estos valores estaban llamados a ser la esencia rectora del sistema internacional.

Con estos mimbres, el Tratado de Versalles (28/VI/1919) emplazado a arrinconar episodios militares trabados, dotó de determinación a Estados Unidos para disipar sin tapujos la suerte de varios contenciosos de cuyo dictamen estribaba la conformación del nuevo engranaje internacional. Y entre los contenidos en la agenda para la mesa de las negociaciones se hallaba el galimatías de Marruecos.

Lo cierto es que durante los años precedentes, Alemania se había dispuesto como la punta de lanza que a más no poder perturbaba la estabilidad en la región, actuando de moderador frente a la repartición franco-británico del Norte de África. La importunación de Berlín resultó crítica a la hora de normalizar la actividad de las potencias en el Sultanato, moldeando la génesis de la promulgación del Acta de Algeciras y del protectorado francés.

Y es que desvanecido el lustre del Káiser como pieza del tablero alauí, se despejaba el terreno para que los ganadores de la Gran Guerra ajustaran una especie de transición en las reglas de juego. Mientras y aun sabiendo que afectase o no a sus intereses, varios funcionarios del gobierno de Washington se pusieron manos a la obra para empaparse a fondo del rompecabezas marroquí. En la causa no faltó quien estuvo impulsado a reanudar la tesis que ligaba el Imperio Jerifiano con la seguridad de América.

A este tenor, la comisión norteamericana tenía a su merced certezas más conservadoras y menos debatibles con las que solicitar su derecho a entremeterse en las discordias que sobrevolaban. Algunos destellos alentadores trasegaron al Departamento de Estado para confirmar su voluntad de observar Marruecos como un espacio geográfico viable de destino para los negocios de sus ciudadanos. Era incuestionable que las compraventas mercantiles con África prosiguieron siendo una parte pequeñísima del comercio americano. Pese a todo, la cuantía neta de esta circulación marítima se multiplicó significativamente como resultado de las peculiares eventualidades del escenario en curso.

En atención a estimaciones posteriores de la administración de Washington, estas variaciones retocaron sustancialmente el estado específico de sus nacionales en el Sultanato. Tomando como ejemplo las operaciones desarrolladas en el puerto de Tánger entre los años 1913 y 1918, respectivamente, los géneros estadounidenses pasaron de conformar la décima plaza a ocupar el cuarto puesto. O séase, a continuación de Francia, España y Reino Unido.

Entretanto, la capital francesa era testigo como Estados Unidos se vio en la tesitura de avenir sus propósitos con los designios de Francia y las injerencias de España. Era evidente que los franceses se valdrían de un as en la manga con el revés alemán sufrido, para partir de cero en las disposiciones vigentes sobre Marruecos. Podría decirse que las ambiciones franceses se resumían en tres fines que seguidamente sintetizaré.

Primero, Francia instaba a la invalidación del Acta de Algeciras, al deducir que era el producto categórico de la maliciosa intromisión de Alemania. Y a este respecto, apuntó al pie de la letra que “no podría justificarse que los signatarios del Acta de Algeciras se beneficiarían del Tratado de 1906”.

Segundo, era un grito en el cielo que París suspiraba por culminar su supremacía sobre España, ya que en punto a derecho, el Tratado franco-marroquí de fecha 30/III/1912 estableció en Marruecos el Protectorado francés sobre todo el país. A diferencia del Tratado franco-español (27/XI/1912), condicionado a perfilar “la zona de influencia española dentro del Protectorado francés”.


Y tercero, Francia reclamaba el control de Tánger alegando literalmente, que “no se puede establecer ninguna administración estable en Marruecos por parte de ninguna potencia protectora que no disponga libremente de Tánger, que es la puerta que abre Marruecos a Europa. Negar Tánger a Francia, sería negarle la llave de la casa en que vive”. Obviamente, esta retórica empujó a España por vez primera a sacar partido de la gentileza directa de Estados Unidos.

Como es sabido, la primera tentativa la plasmó Álvaro de Figueroa y Torres (1863-1950), conocido por su título nobiliario de conde de Romanones, entonces Presidente del Gobierno, para ello se trasladó a París (20/XII/1918) para reunirse con el Jefe de Estado y de Gobierno de Estados Unidos, Woodrow Wilson. Más adelante, cuando el Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores y el Consejo de los Diez se organizaban para encarar el trascender del Imperio Jerifiano, la diplomacia hispana no malogró la ocasión para arrimarse al contorno americano.

En cada uno de los encuentros los españoles manifestaron que Marruecos era algo más que una encrucijada de expansión colonial. Se trataba de un aliciente donde se denota la garantía de su soberanía metropolitana. De ahí, que osase requerir dos encargos preferentes.

Primero, se maduraba la incorporación en la zona española del enclave de Tánger. Es más, la viabilidad de complacer el establecimiento en la ciudad tangerina de una formación donde obtuvieran su protagonismo los componentes nativos y extranjeros. Segundo, dado que los estados neutrales quedaron al margen de las decisiones de Versalles, se postuló la oportunidad de que se escuchara solícitamente a España.

Y en lo que concierne a Estados Unidos, sus veredictos con relación a los movimientos en falso de Francia en Marruecos estaban fragmentados. Paulatinamente, los recelos enquistados entre ambos se atenuaron hasta abrir la senda a un entorno de calma, similar a la fijación norteamericana en el bando aliado.

Además, cabría apuntar que tras la verificación del protectorado francés, se planteó la extinción transitoria de los derechos de extraterritorialidad americanos dentro de las acotaciones de la zona francesa en Marruecos. A la postre, esta disposición en ningún tiempo se registró ante el Ministerio de Exteriores en París, en réplica a que el Departamento de Estado calificó que no había diferencia práctica entre la privación de la ejecución de los derechos y la prohibición de los derechos en sí mismos.

Y frente a algunas tendencias subyacentes en los meses que acompañaron al armisticio y la exposición del Informe de Emmanuel de Peretti de La Roca (1870-1958), tanto el agente diplomático en Tánger como algunos delegados empezaron a dar muestras de preocupación ante las idas y venidas incongruentes de Francia.

Ahora bien, intuyendo que la visual americana con respecto a Francia comenzaba parcamente a plagarse de tintes sombríos, la fotografía de España no pasaba por gratos momentos. La apretada campaña propagandista yuxtapuesta a la beligerancia norteamericana, gravitó en torno a la publicidad de los valores wilsonianos como la democracia o la libertad.

Con ello, se contribuyó a endurecer los estereotipos propios más contraproducentes asociados a España.

De hecho, en una información que merodeaba por los despachos de la Embajada de los Estados Unidos en Madrid, no se vaciló en hacer valer la diferenciación entre las razas, para tergiversar la naturaleza apenas humanitaria de los habitantes de la Península Ibérica.

Visto el matiz anterior, es preciso remitirse a George A. Dorsey (1868-1931), etnógrafo estadounidense de los pueblos indígenas de las Américas, que durante diversos lapsos condujo en España las operaciones promocionistas del Comité de Información Pública, no titubeando en subrayar ante la delegación en Versalles las siguientes palabras: “[…] el gobierno español se encuentra petrificado y se ocupa exclusivamente de cerrar las Cortes o suspender las garantías constitucionalistas”.

Y dadas estas falacias a modo de desconsideraciones, los servidores públicos americanos no podían sino dirigir su mirada a la modesta capacidad de España para llevar la batuta de la modernización de un espacio colonial en Marruecos. Apuntando en no pocas veces a la decadencia de su política.

Evidencia que prácticamente nadie, a excepción de las esferas liberales más extremas, habían sido capaces de advertir. A pesar de que el Sultanato alineó la única política exterior que exigía aplicación en Madrid, nada impidió el desbarajuste y la apatía inconfundibles en la franja española.

Ni que decir tiene que el rosario de críticas por dar cobijo a alemanes confabulados y jefes indígenas insurrectos, no pasaban desapercibidas para que España arrastrase sobre sí el lastre de dirigir su administración marroquí con una falta de carácter tan patético, que el contexto irresoluto de su zona conllevaba un peligro incesante al protectorado francés. De cualquier manera, España no mostraba las garantías indispensables para ser empleada como contrapeso de cara a una política francesa, cuyas fortalezas tampoco estaban a ras de su nivel.

Llegados a este punto de la disertación, en el servicio exterior americano escasos pronunciamientos se levantaron en ayuda del gobierno de Madrid. Y entre ellos, los más escépticos consideraban que el modus operandi francés de Tánger sería inapropiado y no saldría a flote sin el comercio español.

En cambio, en el otro lado de la balanza se insinuaba el repliegue de las Fuerzas Coloniales de España de la demarcación marroquí, satisfecha con un intercambio encubierto entre Ceuta y Gibraltar. Trama que quiero resaltar en este pasaje, en razón de la seducción entre las órbitas más liberales. Y como irradiación de este duelo diplomático, Estados Unidos resolvió una escapatoria intermedia, descartando cualquier resquicio de que España se sujetase a algunos de sus reclamos.

Posteriormente, el posicionamiento hispano se emplazaría para alcanzar un objetivo fundamental: salvar que Francia no estuviera a sus anchas en las azarosas ínfulas hegemónicas sobre Marruecos. La coartada divagaba por sostener el statu quo actual, insistiendo en la validez de los derechos estadounidenses nacidos de los tratados internacionales vinculados al Reino Jerifiano.

Expuesto de otro modo: la extinción permisible del Acta de Algeciras debía realizarse sin agravio de ninguno de los tratados existentes con Marruecos. Como al mismo tiempo, no habría de producirse con anterioridad a que se prefijase de manera concluyente el devenir de Tánger. Con estos patrones los americanos subsanaron la cooperación de Reino Unido, que a su vez, no quería contemplar a los franceses acampados como única potencia avanzada frente a Gibraltar.

Por ende, norteamericanos y británicos incrustaron una clase de ordenación implícita: los primeros, se concentrarían en la protección de la ‘Puerta Abierta’; mientras los segundos, se encomendaban en meter baza cuando más correspondiera con la designación de España. Secundando esta estrategia agudamente y en la sesión del Consejo de los Diez, el delegado estadounidense comunicó que en tanto perdurase la ‘Puerta Abierta’, de momento Estados Unidos no tenía observaciones que hacer a las proposiciones sugeridas por Francia. Amén, que por la parte que atañe a los británicos, no ocultaba su desasosiego al desconocer que la Conferencia de Paz, sin España, podría esconder algún derecho con el que deshacer un tratado.

“Aun habiendo procurado desenmascarar en esta travesía literaria su interés por entrar de lleno y arbitrar las materias del marco común, Estados Unidos, hubo de emplearse a fondo para hacer oír su voz cada vez que se encrespó el estatus jurídico del Sultanato”

Por último, el Consejo de los Diez cursó el entramado de Marruecos a una subcomisión responsable de revisar con lupa las provisiones a introducir en el Tratado de Paz. Conforme se desarrollaban las tres sesiones de vigencia, el diplomático estadounidense incidió en la prolongación de los derechos de extraterritorialidad. Así, contra los procedimientos de Francia se consiguió imponer la máxima de que la derogación de las capitulaciones no era una derivación legal del Protectorado. Al igual, que por activa y por pasiva, otros recalcaron que no podía tomarse ninguna resolución, delimitando los derechos de Madrid sobre su parte del Sultanato.

Indiscutiblemente, resultaba bastante peliagudo incitar a Alemania que del mismo modo había desistido en la zona francesa a las capitulaciones, ahora también lo hiciese en la circunscripción española.

Más allá de que Francia operaba con sumo cuidado y exactitud hilando finamente el articulado del tratado para en el futuro explotarlo a su favor, Estados Unidos limaba con precisión que las cláusulas sobre Marruecos fueran lo menos explícitas. O lo que es igual: habría de elaborarse una prescripción genérica para enfundar los intereses germanos fuera de su territorio en Europa.

Como instantánea directa de esta carrera negociadora, cuando los acuerdos de Versalles llegaron a su punto y final, el frente anglo-estadounidense cosechó la amplia mayoría de sus aspiraciones.

Prueba de ello es el Apartado IV del Tratado, abriendo brecha con un enunciado extendido a varios campos diferentes, al concretar que “[…] en los territorios fuera de sus fronteras europeas, Alemania renuncia a todos los derechos, títulos y privilegios de cualquier tipo”. Sin soslayar, que la Sección IV completaba seis artículos (141-146) alusivos a Marruecos, apartando a Alemania de cualesquiera de las prerrogativas del Acta de Algeciras. Por lo demás, París acogió que estas cláusulas no alteraban los tratados efectivos entre Francia y Marruecos y los actores aliados.

A un tiempo, la paz disfrazada previó un cierre en apariencia, fallido o sin fundamento, de filas del asunto marroquí, que palpaba los ingredientes creíbles para resultar en un complejo contencioso durante los años sucesivos. Francia en absoluto recularía en su obsesión por ser la regidora de los rumbos que tomaría el Sultanato. Y España permaneció padeciendo la negativa de Tánger como una bofetada infligida para erosionar su honor.

Consecuentemente, si los Estados Unidos de América tradicionalmente se ha valido de su estampa portentosa como bastión de la democracia y la libertad para avalar sus pasos acompasados de política exterior y poner en funcionamiento su maquinaria propagandística, no sería menos en su maniobrar por tierras africanas y más tarde, el laberinto marroquí.

Esto es, entre la crisis que avivó la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906) y la negociación del Estatuto de Tánger (18/XII/1923) que asentaba el estatus internacional de la ciudad marroquí.

Aun habiendo procurado desenmascarar en esta travesía literaria su interés por entrar de lleno y arbitrar las materias del marco común, Estados Unidos, hubo de emplearse a fondo para hacer oír su voz cada vez que se encrespó el estatus jurídico del Sultanato. No obstante, al estar carente de intereses estratégicos de altura en la zona, el talente canalizado vino definido por la agudeza puesta sutilmente en el balancín de los actores en conflicto.

Coyuntura que se hizo ostensible tras la consumación de la Primera Guerra Mundial, cuando Washington avistó con creciente descontento y contrariado el tejemaneje de Francia en el Protectorado alauí y se proyectó contrarrestarlo abogando por las presunciones de Madrid. Si bien, tal soporte no se gestionó hasta que se infundió un salto cualitativo en las impresiones norteamericanas en torno a la idiosincrasia colonialista de España.

Una vez más, el memorándum del Imperio Jerifiano se autografiaba claroscuro y eran varias las instantáneas de combinación de los trazos gruesos, medianos y finos de las letras para su incrustación en el andamiaje internacional. Hasta el punto, de dar cabida a infinidad de debates académicos como herramienta pedagógica y revitalizar el vislumbre retrospectivo que en numerosos períodos le importunó.

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