Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no volverá a ocupar en el concierto de las naciones el lugar que corresponde a la que fue primera potencia a escala planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes.
Tras mi casi clásico frontispicio, si no una ley matemática desde luego que sí diplomática, y dejando para otro momento, tocaba ahora, el Balance sobre los contenciosos diplomáticos españoles, entramos en materia. La crisis general de valores que hipoteca la armonía (hasta con h, como la he escrito alguna vez y como puede escribirse) nacional, y en particular aquí lo que denominamos la hipostenia diplomática española, de la que pudiera ser sinopsis paradigmática, sin necesidad de ulteriores elucubraciones, el déficit de nuestros contenciosos y diferendos en la globalidad, cierto que crónico, como la posición internacional de España, borrada prácticamente de los centros decisorios del poder siendo nada menos que la cuarta/tercera potencia de la UE (“España no representa nada ni interesa en el planeta”; “los fracasos internacionales de España son múltiples”, hiperboliza pero a nuestros efectos, y a otros, resulta citable la ilustre académica y catedrática de Internacional Araceli Mangas) está alcanzando extremos inéditamente preocupantes, acentuados no ya por la coyuntura sino a causa de la ausencia bastante de respuesta. Con el agravante ya típico de que en materia de controversias territoriales, Madrid prosigue esgrimiendo una táctica pasiva, jugando con las negras en lugar de rentabilizar el empuje de las blancas, dejando a veces que los temas se deterioren hasta extremos de difícil reconducción, lo que en términos operativos aboca a una política exterior insuficiente en tan proceloso tablero.
Como mandan los cánones, el bueno de De Mistura comienza su andadura por Rabat, donde el ministro de Exteriores, que no el rey como se ha hecho en anterior ocasión, Nasser Bourita le leerá la cartilla, esto es, aparte de que la soberanía alauita sobre el territorio controvertido no es cuestionable, qué zonas puede visitar y con quiénes entrevistarse en el Sáhara, en su segunda etapa, con el recuerdo de las limitaciones que Marruecos le impuso al entusiasta Christopher Ross, que batió el record de permanencia en tan honroso cargo con sus ocho años, hasta que terminó dimitiendo como los distinguidos miembros de esa lista que no parece contar con el beneplácito del Olimpo diplomático.
"Con el agravante ya típico de que en materia de controversias territoriales, Madrid prosigue esgrimiendo una táctica pasiva, jugando con las negras en lugar de rentabilizar el empuje de las blancas, dejando a veces que los temas se deterioren hasta extremos de difícil reconducción, lo que en términos operativos aboca a una política exterior insuficiente en tan proceloso tablero"
No nos corresponde opinar sobre el modus operandi del italo/sueco aunque sí emergen claros tres puntos teóricos centrales. Uno, Rabat no va a moverse: autonomía saharaui dentro del reino. Y más tras el blessing norteamericano y otros respaldos diplomáticos con que cuenta, como el tradicional de Francia, el único país de la UE miembro permanente del Consejo de Seguridad, junto con los nuevos que está sumando. Ceder en demasía sobre esas coordenadas le costaría el trono a Mohamed VI: a la tercera, el golpe de estado castrense no fallaría. La baraka que protegió reiteradamente a Hassan II, incluso en la única tentativa que registra la historia del golpismo ejecutado por la aviación y sobre objetivo aéreo, el avión real, quedaría fuera de juego.
Dos, el posibilismo parece más predicable de la dupla agelino/polisaria. En particular los sufridos saharauis con un tremendo desgaste vivencial, ya intergeneracional, sin salida militar, tropiezan con un límite visible a sus justas aspiraciones de celebrar un imposible referéndum, que certificaría su independencia. Al mismo tiempo, la RASD, reconocida por 80 estados, aunque ya se sabe que la democracia internacional sigue sin pasar de declarativa, y así se continuará mientras los intereses comunitarios no lleguen o se aproximen a totales lo que no deja de ser una utopía; miembro de la UA y observador en la ONU, no puede aceptar “la gran autonomía dentro del reino” hasta por definición, porque podría implicar que antes más que después por la fuerza de los hechos, se fuera difuminando, se terminara extinguiendo la entidad de ¨los hijos de la nube”, que desapareciera prácticamente la nación saharaui.
Y tres, y conclusión. Ha de quedar claro que esto sería la teoría. Para superarla, para llegar a la ansiada, ya casi media centuria, solución, se cuenta, amén de los émulos de Metternich cuyos esfuerzos sería injusto omitir, con el formidable instrumento de la realpolitik. Que se consiga que se sienten las partes, cierto que en sitiales distintos, hasta ahí el papel de los mediadores, y que luego ellas, solas, las partes, como ya se ha sostenido largo tiempo ha, sin interferencias y menos de mentalidades ajenas al peculiar mundo árabe, lleguen al acuerdo directo, a la fórmula mágica. Que acabarán alumbrando, esperemos, tras las mutuas cesiones que se estimen procedentes.
"No nos corresponde opinar sobre el modus operandi del italo/sueco aunque sí emergen claros tres puntos teóricos centrales"
¿Y el papel de España? “Ha puesto (como en anteriores ocasiones) el avión para los desplazamientos por la zona del mediador y su equipo cuya acción respaldamos plenamente” ha sentado el titular de Santa Cruz. Faltaría más, tal vez pudiera apostillarse. Hace poco, declaró que “lo importante no es si España es potencia admìnistradora: lo importante es que forma parte del Grupo de Amigos del Sáhara”. Ya escribimos que nosotros creíamos modestamente, seguimos creyendo y creeremos siempre que, como alguien ha puntualizado, “España es para el Sáhara, algo más que un miembro del Grupo de Amigos”.
Prosiga Mosén en esta suerte de ceremonia, con su loable ahínco en aras de conseguir que su homólogo marroquí principie por darle la mano (ya va para no sé cuántos meses la abrupta salida de la embajadora alauita, a cuyos pies me pongo, que, (casi) todo hay que decirlo, estuvo cerca de dar un portazo, lejos de la proverbial soft diplomacy árabe, a cuya madre, Carmen, granadina, viuda del médico de Hassan II, conocí en el añorado Rabat) y de que Sánchez y Biden compartan unos momentos en el estilo habitual presidencial.
Parece ser ya momento, son bastantes y en número creciente los convencidos de que España cuya incumbencia en el diferendo, en el interminable drama, no habrá necesidad de traer a colación, “dé un paso adelante con la debida dignidad” en la tan hipersensible como insoslayable dialéctica principios e intereses. Salga de su recusable papel de poco más que comparsa, recupere el protagonismo que nunca debió de perder sin culminar su misión, como demanda el honor nacional, sublime y quizá un tanto desusado estandarte que yo mismo, muy modestamente claro, me honré en enarbolar ya hace cuarenta y cuatro años, al ocuparme de los compatriotas que habían quedado en el inolvidable Sáhara.
Ya he contado que hace dos años, un grupo de conocedores del caso saharaui, diplomáticos, profesores, militares, hasta un ex JEMAD, incluso aficionados, en número de 43, cifra simbólica referida a los años transcurridos del conflicto y por consiguiente ampliable, me apoyaron ante el gobierno, hasta el momento sin respuesta, “la Carta de los 43”, a fin de que se me nombre para coadyuvar con el mediador de Naciones Unidas y para que España tenga, como corresponde y como requiere la ortodoxia, mayor visibilidad, la derivada de su responsabilidad histórica.
Quisiera dedicar este artículo a nuestras nuevas generaciones diplomáticas, a mi hija Sonsoles, a las/los que empiezan: que sea siempre su guía el honor nacional.
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