La pandemia, que domina dramáticamente estas oscuras jornadas, no se agota en el ominoso monotema y entre otros flancos, surge el de la política exterior, que se traduce en el caso concreto de España en su papel, alineada con Portugal e Italia, ante la UE, persiguiendo dineros para luchar contra la crisis sanitaria, donde la relación se muestra alterada con el debe vinculado por la falta de ortodoxia financiera hispánica desde hace tiempo. Esa vertiente exterior nos da pie, sin demasiado agobio por la achacable posible falta de oportunidad, para tratar ahora de política internacional. Aunque hablar de política exterior y sin llegar a la tesis clásica de Ranke, cierto que acuñada en el XIX, de que sin política exterior no hay política alguna, parece que en este planeta globalizado y en nuestro país, nunca esté de más, al menos a efectos didácticos.
Y a otros. Marruecos termina de oficializar la ampliación de sus aguas jurisdiccionales, lo que afecta a las del Sáhara, las de Canarias y las de Ceuta y Melilla.
Cualquier nuevo titular de Santa Cruz lo primero que hace es, como corresponde, publicitar las grandes líneas de nuestra diplomacia. Y, como no corresponde y más de una vez, normalmente ignorando o pareciendo ignorar en sus cuotas de voluntarismo, que España no está en condiciones de formular una política exterior autónoma; que desde hace largo tiempo, así en genérico, está condicionada. Yo no diré como mi viejo conocido Juncker, firmante de la condecoración que me otorgó Luxemburgo, y ha citado González Pons, que en Europa hay países pequeños y otros que todavía no saben que lo son, pero sí mantendré, sin ninguna originalidad por lo demás, que España continúa perdiendo posiciones, progresiva, casi insensiblemente. Dicho de forma menos elíptica, son pocos los estados que puedan formular una política exterior propia. O casi, si prefieren los puristas. Queda al buen criterio del lector incluir o no al nuestro.
Quizá algunos de nuestros políticos, debieran de tener en cuenta mi antigua tesis de que a pesar de contar con unas credenciales impresionantes, o quizá por eso mismo, España, a veces, da la impresión de tener más dificultades que otros países similares para gestionar y hasta para localizar e incluso para identificar, el interés nacional. Y a fin de no perdernos en teorizaciones planetarias, a la búsqueda de aspectos prácticos españoles, centrémonos en una variable, menos acuciante que la de España-UE, claro está, pero con entidad propia, como es la de los contenciosos diplomáticos, mi dedicación de larga data. Y ahí, de un factor semiclave: el papel de la Corona.
Acostumbro a señalar que hasta que España no desbloquee o encauce en grado suficiente, su en verdad complicado expediente de controversias territoriales (los tres grandes contenciosos, Gibraltar, el Sahara, y Ceuta y Melilla, y los tres diferendos, una especie de contenciosos menores, Perejil, las Salvajes y Olivenza) no habrá normalizado de manera satisfactoria su situación internacional. Y por ello vengo elaborando balances, quién sabe si bastante en solitario, sistemática, casi religiosamente, constatando con el debido pesar sus resultados negativos en la globalidad, no sólo por una cierta pasividad sino también porque las acciones, aprovechando en buena técnica diplomática las coyunturas favorables, no todas parecen, quizá, estar regidas por el mayor acierto.
Se apunta antes la posibilidad de la diplomacia regia, instrumento excepcional y subsidiario antes que complementario, de la acción del gobierno, con el que a título casi singular cuenta y ha ejercido España, y si se la califica, para calibrar su incuestionable importancia, de factor semiclave, y no de clave, es sencillamente porque en política exterior la resolución no es privativa, sino que radica por definición en el plano bilateral o plurilateral. Depende de otros. Semiclave asimismo ya que sólo procede su aplicación a determinadas controversias.
Cuando la crisis Perejil, en julio del 2002, yo sostuve, amén del mejor, no el único pero sí el mejor derecho de España -dato que se reitera a efectos de cualquier eventual, aunque harto improbable según va la dinámica de nuestros contenciosos, disputa jurisdiccional sobre soberanía- que en lugar de acudir a mediaciones ajenas por efectivas que fueran como resultó la norteamericana, y a pesar de la crisis –circunstancial y por ende superable- en las relaciones oficiales, se debería de haber acudido resueltamente a la instancia regia, a la diplomacia de los tronos, ya consagrada por una tradición de décadas, en la que antes participó Don Juan con Hassan II, en unas reuniones cuyo entendimiento se acentuaba por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores.
Don Juan era un mediador incisivo, como pondría de manifiesto de nuevo en 1978 en Trípoli, por la españolidad de las Canarias, mientras que el soberano alauita representaba las virtudes del negociador árabe, suave y pertinaz. Y se estaba en la fase del Sáhara, “las ciudades vendrán después”, “el tiempo hará su obra”, en la máxima hassaní y aunque el entonces titular de la corona nunca fue un defensor entusiasta del Sahara, manifestando en público que “nuestros intereses son simplemente los intereses de los capitales puestos allí en juego y por esos intereses hoy no se lleva a las gentes a pelear y morir”, ello no le impidió por supuesto desempeñar su cometido e incluso quejarse ante Hassan II por haber desencadenado la Marcha Verde, con el riesgo que suponía en los momentos iniciales de Juan Carlos en funciones de jefe de estado.
Con Franco, el soberano alauita sólo se entrevistó una vez, en el aeropuerto de Barajas, en 1963, a su regreso de París, exultante por su entente con de Galle, y el encuentro -que detalla su primo y secretario el Tte. general Franco, el mismo que tilda de “cara de pocos amigos” la expresión de Mohamed V “cuando vino a Madrid a llevarse la independencia de Marruecos” en 1956- más almuerzo, fue cordial, con ambos de civil y Franco con sombrero. Y fácil de traducir, contó el barón de las Torres, el mismo diplomático que hizo de intérprete por parte española en la entrevista Franco-Hitler en Hendaya, “porque el jefe del Estado se limitó en bastantes ocasiones a monosílabos”. Con pragmática diplomacia, el gran dosificador de los tiempos con España, como digo siempre, ante la independencia de Argelia, con la que hay que negociar la problemática de las fronteras, tiene que contemporizar ante España, y disocia así los temas del Sahara e Ifni, del de Ceuta y Melilla. Le Monde especulaba y al parecer especulaba bien, que según fuentes españolas, Madrid estaría dispuesto a hacer concesiones sobre Ifni -que se trasferiría a Marruecos en 1969- y los islotes, si Rabat consiente en perpetuar el statu quo sobre los presidios.
Por su parte, Felipe VI, de quien no habrá necesidad de puntualizar que personaliza la proyección sobresaliente, atingente, de la corona en Iberoamérica, está, en el ámbito al que aquí nos limitamos de los contenciosos, en condiciones de mantener la relación entre las monarquías en términos no tan cercanos, desde luego, como Juan Carlos I con Hassan II y después con Mohamed VI, pero en este caso menos espontáneas por la diferencia de edad, sí desde luego suficientes para ejercer la diplomacia de las coronas. Aunque por alguna que otra razón, incluidas la personalidad y el carácter diferente de ambos, así como costumbres del alauita, y la no frecuencia en los contactos, la nota “fraternal” que se predicaba en los tiempos del hoy emérito, no parece jugar ciertamente demasiado, el nivel resulta operativo con una interlocución más que cómoda “pragmática”, como se la ha denominado en alguna ocasión en Marruecos.
Ya en el plano técnico, se precisa, a efectos de la asepsia del análisis, que el ámbito en los contenciosos de la diplomacia regia se circunscribe prima facie al vecino del sur. En efecto, las dos controversias con Portugal, con quien las relaciones tienen que ser, como con Iberoamérica, las mejores, deben solventarse a nivel de gobiernos, como corresponde. Tampoco se nos antoja factible la aplicabilidad de la diplomacia de los reyes en nuestro contencioso más histórico. Es cierto que Alfonso XIII y Eduardo VII hablaron, a fondo, de Gibraltar cuando el monarca español fue a buscar esposa a Inglaterra. Pero eso fue en 1905. Y ochenta años después, Juan Carlos I, con su expresividad típica, enfatizaría un flanco estratégico: ”No está en el interés de España recuperar pronto Gibraltar, porque inmediatamente Marruecos reivindicaría Ceuta y Melilla”.
Son precisamente las ciudades, las que focalizarían en un horizonte contemplable la posibilidad de la diplomacia de los tronos. La hipostenia de la posición y el animus españoles en Ceuta y Melilla prosigue agravándose ante las medidas “para asfixiarlas”, tema recurrente aunque nunca llevado al extremo actual, acentuando su manifiesta fragilidad. No parece haber necesidad de explicitar más tan delicado y erosionante asunto, que queda, pues, ahí. No sin recordar mi modesta contribución, con la recopilación ya clásica, de una veintena de salidas, que con prudentes criterios de previsión, quizá aconsejables en cualquier política exterior que se precie, recogí hace más de treinta años y he venido reiterando en numerosas páginas.
Dentro de ese argumentario, todavía académico, en mis últimos artículos y conferencias, parece ineludible –siempre académicamente- asignar una de las potencialidades emergentes a la vertiente autonomista, a la modalidad de la libre asociación, en el estado políticamente casi puro de Puerto Rico con Estados Unidos o en los más peculiares pero similarmente operantes de la “amistad protectora” de Francia con Mónaco o de Italia con San Marino, y dentro de esos regímenes interesarían los aspectos económicos, es decir, las uniones aduaneras del tipo Liechtenstein-Suiza o Mónaco-Francia.
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