La degradación, el déficit de nuestros contenciosos y diferendos en general, cierto que crónico, como la posición internacional de España, borrada prácticamente de los centros decisorios del poder siendo la cuarta/tercera potencia de la UE, está alcanzando extremos preocupantes, acentuados no ya por la coyuntura sino a causa de la ausencia bastante de respuesta. Hace algún tiempo que vengo escribiendo y conferenciando, y ello hasta el punto de reproducir aquí algunas consideraciones tal cual se mantuvieron en momentos anteriores, acerca de la posibilidad, de proseguir así las cosas, de la diplomacia regia, instrumento excepcional y subsidiario antes que complementario, de la acción del gobierno, con el que a título casi singular cuenta y ha ejercido España, y si se la califica, para calibrar su incuestionable importancia, de factor semiclave, y no de clave, es sencillamente porque en política exterior la resolución no es privativa, sino que radica por definición en el plano bilateral o plurilateral. Depende de otros. Semiclave asimismo ya que sólo procede su aplicación a determinadas controversias.
Cuando la crisis Perejil, en julio del 2002, sostuve, amén del mejor, no el único pero sí el mejor derecho de España -dato que se reitera a efectos de cualquier eventual, aunque harto improbable según va la dinámica de nuestros contenciosos, disputa jurisdiccional sobre soberanía- que en lugar de acudir a mediaciones ajenas por efectivas que fueran como resultó la norteamericana, y a pesar de la crisis –circunstancial y por ende superable- en las relaciones oficiales, se debería de haber acudido resueltamente a la instancia regia, a la diplomacia de los tronos, ya consagrada por una tradición de décadas, en la que antes participó Don Juan con Hassan II, en unas reuniones cuyo entendimiento se acentuaba por el humo cómplice de dos empedernidos fumadores.
Don Juan era un mediador incisivo, como pondría de manifiesto de nuevo en 1978 en Trípoli, por la españolidad de las Canarias, mientras que el soberano alauita representaba las virtudes del negociador árabe, suave y pertinaz. Y se estaba en la fase del Sáhara, “las ciudades vendrán después”, “el tiempo hará su obra”, en la máxima hassaní y aunque el entonces titular de la corona nunca fue un defensor entusiasta del Sahara, manifestando en público que “nuestros intereses son simplemente los intereses de los capitales puestos allí en juego y por esos intereses hoy no se lleva a las gentes a pelear y morir”, ello no le impidió por supuesto desempeñar su cometido e incluso quejarse ante Hassan II por haber desencadenado la Marcha Verde, con el riesgo que suponía en los momentos iniciales de Juan Carlos en funciones de jefe de estado.
Con Franco, el soberano alauita sólo se entrevistó una vez, en el aeropuerto de Barajas, en 1963, a su regreso de París, exultante por su entente con de Gaulle, y el encuentro -que detalla su primo y secretario el Tte. General Franco, el mismo que tilda de “cara de pocos amigos” la expresión de Mohamed V “cuando vino a Madrid a llevarse la independencia de Marruecos” en 1956- más almuerzo, fue cordial, con ambos de civil y Franco con sombrero. Y fácil de traducir, contó el barón de las Torres, el mismo diplomático que hizo de intérprete por parte española en la entrevista Franco-Hitler en Hendaya, “porque el jefe del Estado se limitó en bastantes ocasiones a monosílabos”. Con pragmática diplomacia, el gran dosificador de los tiempos con España, como digo siempre, ante la independencia de Argelia, con la que hay que negociar la problemática de las fronteras, tiene que contemporizar ante España, y disocia así los temas del Sahara e Ifni, del de Ceuta y Melilla. Le Monde especulaba y al parecer especulaba casi bien, que según fuentes españolas, Madrid estaría dispuesto a hacer concesiones sobre Ifni -que se trasferiría a Marruecos en 1969- y los islotes, si Rabat consentía en perpetuar el statu quo sobre los presidios.
Por su parte, Felipe VI, de quien no habrá necesidad de puntualizar que personaliza asimismo la proyección sobresaliente, atingente, de la corona en Iberoamérica, está, con su bien probada profesionalidad, en el ámbito al que aquí nos limitamos de los contenciosos, en condiciones de mantener la relación entre las monarquías en términos no tan cercanos, desde luego, como Juan Carlos I con Hassan II y después con Mohamed VI, aunque en este caso menos espontáneas por la diferencia de edad, sí desde luego suficientes para ejercer la diplomacia de las coronas. Aunque por alguna que otra razón, incluidas la personalidad y el carácter diferente de ambos, así como costumbres del alauita, y la no frecuencia en los contactos, la nota “fraternal” que se predicaba en los tiempos del hoy emérito, no parece jugar ciertamente demasiado, el nivel resulta operativo con una interlocución más que cómoda “pragmática”, como se la ha denominado en alguna ocasión en Marruecos.
Ya en el plano técnico, se precisa, a efectos de la asepsia del análisis, que el ámbito en los contenciosos de la diplomacia regia se circunscribe prima facie al vecino del sur. En efecto, las dos controversias con Portugal, Las Salvajes y Olivenza, con quien las relaciones tienen que ser, como con Iberoamérica, las mejores, deben solventarse a nivel de gobiernos, como corresponde. Tampoco se nos antoja factible la aplicabilidad de la diplomacia de los reyes en nuestro contencioso más histórico. Es cierto que Alfonso XIII y Eduardo VII hablaron, a fondo, de Gibraltar cuando el monarca español fue a buscar esposa a Inglaterra. Pero eso fue en 1905. Y ochenta años después, Juan Carlos I, con su expresividad típica, resaltaría un flanco estratégico: ”No está en el interés de España recuperar pronto Gibraltar, porque inmediatamente Marruecos reivindicaría Ceuta y Melilla”.
Son precisamente las ciudades, las que focalizarían en un horizonte contemplable, ya inmediato o próximo, la posibilidad, la conveniencia de la diplomacia de los tronos. La hipostenia de la posición y el animus españoles en mi análisis sobre Ceuta y Melilla, prosigue agravándose ante las medidas “para asfixiarlas”, tema recurrente aunque nunca llevado al extremo actual, acentuando su manifiesta fragilidad. No parece haber necesidad de explicitar más tan delicado y erosionante asunto, que queda, pues, ahí, no sin añadir un dato estratégico mayor: el reconocimiento por la Casa Blanca de la soberanía rabatí en el Sáhara, con todo lo que eso conlleva empezando por el reforzamiento de la primera alianza vigente a ambos lados del Atlántico, desde 1777, debilita en grado imprecisable pero evidente, el principio de solidaridad atlantista para las intervenciones fuera de zona, como supletorio de la falta de cobertura por la OTAN para Ceuta y Melilla, sin que las quejas de sus sufridos habitantes resulten al parecer suficientemente audibles en Madrid, dada la ausencia de respuesta efectiva ante el vecino del sur.
La estrategia emerge diáfana al hacer el Pentágono de Rabat un aliado de primer nivel como terminan de reconfirmar las maniobras conjuntas en área tan próxima a las Canarias, que el Partido Popular ha interpelado al gobierno, sin base técnica cierto, por desarrollarse en aguas internacionales, pero cuya cercanía a zona española, sin que Madrid logre negociar la delimitación marítima ante los avances unilaterales de los alauitas, legitima la intervención del primer partido de la oposición. Incidentalmente se reitera también el dato geoestratégico de que la RASD (apunten, recordados amigos desde que fui la primera y sola foránea presencia oficial y efectiva en el inmenso, inolvidable desierto, a la partición, y salvan, en primera instancia, el honor y la nación) atenuaría el riesgo de un país tachado de expansionista y único frente a las Afortunadas: cuidemos las Canarias y los canarios los primeros, como les vengo repitiendo.
La degradación, el déficit de nuestros contenciosos y diferendos en general, cierto que crónico, como la posición internacional de España, borrada prácticamente de los centros decisorios del poder siendo la cuarta/tercera potencia de la UE, está alcanzando extremos preocupantes, acentuados no ya por la coyuntura sino a causa de la ausencia bastante de respuesta
La Moncloa, la problemática excede a Santa Cruz, tiene que superar el momento en o bajo mínimos de las relaciones con el vecino del sur, todavía más agravado por la gestión de lo que no pasa de unas elementales razones humanitarias en el caso del presidente polisario tratado clínicamente en Navarra pero tomado como una afrenta mayor por el monarca alauita ante sus aspectos torpes, confusos, inexplicados, inexplicables, tan delicados temas se plantean previamente ante Rabat, con todas las cautelas del caso para no incurrir en, qué quieren que les diga, yerros más propios de aficionados y de alto coste diplomático, y sacar adelante la esperada reunión de alto nivel. Ahí, ante la manifiesta incapacidad del gobierno, se diría indicada la diplomacia regia a fin de conseguir, al menos, que se sienten las partes, en la seguridad de que constituye el medio más directo, más diplomático, para desbloquear la situación.
Adenda, larga pero obligada, para hispánicos recalcitrantes.
La crisis general de valores que hipoteca la armonía nacional, ofrece en estos tiempos de pandemia, un neotérico aspecto, no mayor si se quiere, pero más criticable todavía por afectar a sociologías tal vez anquilosadas de estructuras fácticas del estado, y que nadie vea en estas líneas en absoluto ni la menor censura o desdoro ad institutiones, a la gloriosa tradición de nuestros ejércitos y a la proverbial dedicación de nuestras policías, sino, en aras de la salus pública, de la filosofía moral que supone la acepción más noble de la política, lo que son: otra contribución objetiva para conseguir normalizar la integración total de España en los cánones, en los standards occidentales, argumentando, si se quiere como pretexto primario, unos episodios puntuales de funcionarios civiles y militares en el extranjero, de la distinta consideración que reciben. Resulta incuestionable que la modernidad de un país está, entre otros parámetros naturalmente, en función inversa a la presencia pública de policías y militares, subdato por lo menos, que tengo claro desde que empecé a escribir numerosas páginas, todavía sin fin, tributario de Malaparte, que no de Maquiavelo, maestro en el arte de defender el poder pero no de conseguirlo, sobre el golpe de Estado, con atingencia asimismo a las técnicas del franquismo y el salazarismo. No me consta que algunos de los que nos vienen mal gobernando desde hace tiempo hayan tomado nota bastante.
Según denuncia, reiterada, de todos, de los cinco, sindicatos de Asuntos Exteriores, CCOO, CSIF, FEDECA/ADE, SISEX y UGT, los funcionarios de Interior y de Defensa destinados en el extranjero, han sido vacunados contra el covid, lo que no ocurre con los del servicio exterior, con los diplomáticos que representan a España. Esa circunstancia resulta sencillamente impresentable.
Tan desafortunado y descalificador para quien corresponda escenario quizá, con seguridad desde el plano comparativo, faculte para determinadas puntualizaciones y alguna que otra derivada. Porque ahí, sin referencias rimbombantes al uso en otras actividades y corporaciones, está la labor tan abnegada como anónima del Servicio Exterior, “raro es el libro que nos trace el semblante de un diplomático o nos cuente la historia de una negociación”, que dejó escrito Gabriel Cañadas y pone Castiella en el frontispicio de su Batalla diplomática, en el ingreso a Morales y Políticas; o “con la brújula loca pero fija la fe”, insuperable definición del diplomático, acuñada por Foxá; o…
Por supuesto que la ciudadanía tiene que guardar, y así lo hace, la debida consideración y agradecimiento a nuestras fuerzas armadas y del orden, ya constitucionales, lejos de aquellas estampas que inquietaban en occidente del Caudillo, rodeado por incontables uniformes, en una imagen del todo pinochetista (por cierto, ya he narrado en mis páginas sobre el golpe de Estado, que acompañé, momentáneamente, entre otros, éramos pocos los diplomáticos que teníamos uniforme y había que prodigarse, al presidente chileno, cuando los funerales de Franco y la coronación de Juan Carlos I). Sentado lo anterior, que va de sí, no parecen constituir procedimientos idóneos y por ende, sí corregibles, el enfatizar en tonos metacastrenses, casi bélicos, las actuales misiones internacionales de los militares, “cuando son en buena parte más bien misiones policiales o de cooperación” (yo hice modesto acto de presencia en la primera de la Guardia Civil en África, en la de Mozambique) en las que podría señalarse que las bajas en general no son por caídos en combate sino a causa de más prosaicos accidentes de tráfico o similar, distantes nuestros efectivos de las líneas de hostilidades a diferencia de norteamericanos, ingleses, alemanes, franceses, noruegos, italianos, daneses, belgas, etc.. En Afganistán, la misión más larga, 19 años, y numerosa, 27.000 efectivos, el grueso de los 102 fallecidos se centra en los 62 que regresaban a España en un vuelo que sólo la falta absoluta de diligencia llevó a contratar más luego al desastre en la identificación de los cadáveres, a los que se podrían sumar los siete asesinados en Irak en una ignominiosa emboscada, el mayor número de bajas del CNI, honor a ellos que cayeron bravamente, hasta la última bala de sus armas cortas, sin que ninguno de los respectivos (i)rresponsables dimitieran. El Rey y la ministra de Defensa terminan de recibir a los últimos 24 integrantes, a su regreso a la Patria.
Ni pretender subir el nivel académico de algunos policías jefes, asignando por el procedimiento abreviado masters a más de uno de los superiores, ayunos en formación universitaria, para equipararlos a los de otros países. Comiéncese la equiparación, la adaptación a las reglas occidentales, reduciendo su número en la cuantía que proceda que es tema para especialistas: somos el país de la UE con más policías por habitante, en una tónica que continúa, con la excepción simbólica de Chipre. Y homológuense los sueldos comparativamente con los del resto del Estado como corresponde y no por procedimientos contables heterodoxos, practicados en una parte del país, en Catalunya, apreciada por mí en atención a su grado de civilización, más alto todavía en la comparativa peninsular, incluida la avanzada legislación protectora de animales, pero donde ciertos gobernantes campan por sus respetos, y no sólo ganan más los policías, también las enfermeras, los ingenieros de caminos, los basureros, los médicos, los electricistas y hasta los mendigos. Recuerdo que en un país complicado, con movimientos involucionistas casi continuos, paso de la droga sudamericana a Europa, centro de la salida de pateras a nuestras costas, donde durante mis dos etapas como presidente de turno de la UE se consiguió por primera vez que hubiera una misión militar europea presidida además por un general español, y donde conté a nivel bilateral, con colaboradores de la Guardia Civil, impecables, a citar merecidamente al entonces teniente Casas, y a policías, el inspector jefe agregado de Interior, trabajador y eficaz como pocos, fue sustituido por un número 1, me dijo, embajador, ordene que me den un despacho mejor que el de la secretaria de embajada, y al mostrarle mi extrañeza, Antonio, no entiendo bien lo que quieres decir, me espetó, con la buena fe que le caracterizaba, “es que yo gano más”…
Aunque de manera un tanto forzada, si se quiere, vendría al caso por enésima vez, ad nauseam, siempre comparativamente, aquello de mala mansio, locus horribilis, imposta en el palacio de Santa Cruz cuando era cárcel de corte, único ministerio, el más antiguo y el que representa a España, como sus funcionarios, que sigue sin sede adecuada, ante la incredulidad del cuerpo diplomático que tiene que trasladarse al extrarradio para hacer sus gestiones. Y vean en la inocultable referencia, la cantidad de inmuebles, palacetes incluidos, con los que cuenta Defensa, más de uno infrautilizado y ninguno precisamente en las afueras. Cuando hace unos años, con administración socialista, el titular de Exteriores, que en cuanto diplomático de carrera sabía bien el alto coste en prestigio ante el extranjero de tamaña situación, pidió a su colega de Defensa, que como ya no era Ministerio del Aire, le cediera la ahora sede del Ejército del Aire en La Moncloa, ocupada en buena parte claro está por soldados en una especie de inmenso cuartel, se lo quitó de en medio, esgrimiendo su habitual sonrisa beatífica, con un “sois pocos”. Y lo peor es que era y, siempre en contraste con Occidente, sigue siendo verdad.
Podría fácilmente ahondarse en la quiebra administrativa del antaño Ministerio de Estado, y antes Primera Secretaría de Estado, pero amén de muy visible, no me corresponde a mí, “un jubilado”, según se ha despachado mi ofrecimiento para los contenciosos diplomáticos, ante el déficit que presentan en la globalidad, donde mi competencia está considerada al máximo nivel, némine discrepante, dentro y fuera de España: “sí, sí…pero tu condición de jubilado dificulta cualquier nombramiento”, ha sido más o menos la respuesta, torpe si me permiten en el eufemismo de cortesía, máxime porque consta que es incluso ad honorem, ajenas estas gentes, como también algún que otro anterior, al número desorbitado de contratados, o simplemente de eméritos en otros cuerpos de la administración, y no digamos ya al déficit que mediatiza en grado inaceptable a nuestros contenciosos y que me ha llevado, en el artículo supra, La diplomacia regia y Marruecos, a pedir la intervención de la Corona.
Cuando más de uno/una no había accedido a la función pública, este jubilado ya había sido, decía desde Santa Cruz el primer secretario de Estado de Asuntos Exteriores en democracia, Robles Piquer, “el valeroso Ballesteros”, el primer y único diplomático que se ocupó sobre el terreno de los 335, los censé, desorientados, algo desperdigados y agradecidos compatriotas que quedaron en el Sáhara tras nuestra salida. O ya había escrito el clásico y traducido Estudio diplomático sobre Ceuta y Melilla, y vean cómo están ahora. O sobre Gibraltar, donde el gran y vitalicio experto Carrascal ha sentenciado, “los ingleses engañan uno tras otro a nuestros ministros de Exteriores”, y aunque más allá de la hipérbole, la verdad es que a unos más que a otros. Y ya se ha recordado que David Eade, distinguido comentarista británico en la prensa gibraltareña, escribió aquello de “Ballesteros, a former diplomat, ambassador, academic, writer, and so on and so forth, and his words are listened to in Spain”. No parece, querido amigo.
Permítanme para cerrar, ya que hablamos de contenciosos y diferendos y para hacer extensivo como procede el grado de indocumentación a algunos de los anteriores gobernantes, y a fin de romper la aridez moral y administrativa del tema con un toque semifestivo, que aquel ministro de Defensa, el del avión que se cayó, el del ¡viva Honduras! cuando estaba en El Salvador, y con una actuación al menos hiperactiva, excesiva, como alguna que otra pluma aguda ya satirizó, en el islote Perejil, pidió que en el desfile militar de la Fiesta Nacional (en Francia también significa una parada envuelta en la grandeur pero asisten los que, con la decisiva ayuda norteamericana claro, ganaron su parte de la segunda guerra mundial y eso c’est un titre, que dijo Clemenceau refiriéndose a las numerosas bajas galas de la primera) Luxemburgo enviara una docena de militares. Me tocó hacer la gestión en el entrañable país, donde mi mujer María Eugenia en alguna ocasión compartió cocinera, una valenciana, con la gentil, siempre nos habló en español/cubano, gran duquesa María Teresa, y así éramos la embajada mejor enterada de “lo que se cocinaba en palacio”, con Juncker, que cuando oyó nuestra a todas luces desmesurada petición visto el exiguo número de fuerzas armadas en el pequeño y superpróspero país, como ya he novelado otras veces, con aquella socarronería que caracterizaba al inteligente político europeísta, que me condecoró y por deferencia del Gran Duque se me impuso la distinción por su embajador en Madrid, se me quedó mirando, y célebre por su locuacidad, sólo acertó a farfullar, “trasmita a su gobierno que para llegar a esa cifra, tendría que enviar al ministro de Defensa y si me apura, tendría que ir yo mismo…”. Aquel 12 de octubre, la bandera granducal, roja, blanca y celeste en horizontal, desfiló visible y airosa por la Castellana, bajo un cielo plomizo como el luxemburgués, con un alférez y cinco escoltas.
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