Nunca en la Historia 155 km. lograron separar tanto, ni 3,6 metros fue una altura tan infranqueable.
En 1945, en la ciudad de Potsdam, se decidió el destino de todo el planeta, y por ende el de una ciudad que estaría destinada a representar la cara más vergonzosa del ser humano cuando este se empeña en vivir en el lado oscuro.
En aquella capital, una construcción impuso su espectral y siniestra sombra durante 41 años como una horrible cicatriz que recorre una herida con terribles secuelas, y evidenció hasta dónde pueden llegar las poderosas en su demencial carrera por la dominación total.
Aquellos kilómetros separaron a la humanidad con alambre de espino (esta claro, todo está inventado), gente en armas y explosivos de guerra.
Si bien es cierto que, técnicamente, fue en la Conferencia de Potsdam donde se troceó la ciudad por la que paseó el Nobel de Literatura Thomas Mann, no es menos verdad que fue en Yalta donde se sentaron las bases de lo que ocurriría con la instalación de la paz tras la II Gran Guerra.
Gobernada por las cuatro grandes vencedoras del 45 (EE.UU, Reino Unido, Francia y la Unión Soviética), la ciudad que alberga la conocida Alexanderplatz se fracturó literalmente en dos cuando Stalin rechazó, para los países controlados por Moscú, el estadounidense Plan Marshall de reactivación económica para Europa. El telón de acero empezaba a bajarse.
Alemania se vio seccionada en dos mitades: la República Federal Alemana (RFA) en el oeste y bajo el paraguas de occidente, y la República Democrática Alemana (RDA), en la órbita de Moscú.
Como se podrá suponer, la bipolaridad entre los bloques este/oeste era más que patente en Berlín.
Nada más terminar la nueva carnicería (de nombre Segunda Guerra Mundial), la Alemania de los “mil años” vio su geografía repartida en zonas de influencias. La parte de la carroñera mayor recayó en el imperio dominado con garra de terror por Stalin, que se quedó con la mitad de la nación que vio nacer al ilustre judío Albert Einstein.
Pero, si bien la capital del imperio caído estaba técnicamente incrustada en la zona de dominio de la “Dictadura del proletariado”, la ciudad en sí estaba a su vez parcelada en cuatro trozos, a imagen y semejanza del país.
Conquistada por las rusas, Berlín conoció al principio de la rendición del Reich las iras de un Ejército rojo que aplicó la ley del Talión. Las salvajadas asesinas de la Wehrmacht las tuvieron que pagar las berlinesas: más de 10.000 mujeres fueron violadas por las tropas rusas. Otro asqueroso clásico de todos los conflictos armados en los que las mujeres siguen siendo objeto de todas las iras… y esclavas sexuales de las contendientes. Asco.
En 1948, Stalin llevó a cabo la primera prueba de fuerza. El 24 de junio de ese año, el “padrecito del Kremlin” ordenó el bloqueo de todas las entradas a Berlín. El objetivo era el aislamiento absoluto para que las potencias occidentales lo abandonasen todo. Pero la reacción fue diametralmente opuesta a lo esperado: los Estados Unidos y el Reino Unido organizaron un puente aéreo durante casi un año que permitió la supervivencia de las berlinesas. Hasta el 12 de mayo de 1949, fueron 277.228 los vuelos de abastecimiento (un aterrizaje por minuto) que llegaron a Berlín transportando más de tres millones de toneladas de suministros.
La URSS acabó cediendo. Ante la ineficacia evidente del bloqueo, la actitud de Stalin fue la de abrir un poco la mano pero sin rebajar un gramo de presión en su puño de acero. Obvio.
Berlín se transformó de pronto en el símbolo de la libertad frente al totalitarismo soviético. Y no era para menos.
En el supuesto edén de la clase trabajadora, los grupos de fuerzas soviéticas al mando de Malenkov (entonces presidente del Consejo de ministros de la URSS) reprimieron duramente en la RDA la huelga de las trabajadoras de la construcción que, en 1953 y al grito de “nos somos esclavos, elecciones libres ya”, se propagó en 270 ciudades de la Alemania comunista. Las consecuencias fueron brutales. Se ejecutó a casi 400 personas, se arrestó a más de 5000 alemanas del este, que acumularon más de 6000 años de reclusión en campos penitenciarios. Fue en ese mismo paraíso obrero donde, en 1956, los carros de combate mandados por Kruschev (que había sucedido al ya depuesto Malenkov) aplastaron brutalmente el levantamiento del pueblo húngaro. Los imperios nunca permiten la disidencia, les va la supervivencia en ello. El comunista no iba a ser una excepción.
Como ideal de libertad, cierto es que se han concebido cosas mejores, si es que se me permite la agria ironía.
En este ambiente dictatorial, el esquizofrénico Berlín bipolarizado era el lugar donde las alemanas del este totalitario buscaban, en masa, refugio en un oeste en el que existía libertad. Nada nuevo bajo el sol, tampoco en la actualidad.
A finales de los años 50, la hemorragia humana estaba siendo brutal hasta para un país gobernado bajo las tesis de Lenin y Marx.
Millones de personas de la zona comunista fluían hacia el Berlín Oeste de la República Federal Alemana para poder vivir en paz. En estos años, la cifra de quienes buscaban refugio eran impresionantes: mil personas diarias. La República Democrática Alemana perdía una enorme cantidad de trabajadoras muy formadas que anhelaban un mundo sin represiones ni miedos. Básico.
En esa misma época, el primer secretario del Comité Central del Partido Comunista afirmó que Berlín era como una muela picada en una dentadura sana.
La señal de alarma estaba sonando alto y claro. La respuesta no se iba a hacer esperar.
En los primeros días del mes de junio de 1961, el presidente estadounidense Kennedy y el premier Kruschev mantuvieron una cumbre en Viena. Presionado probablemente por los halcones del Kremlin, el ruso aprovechó las conversaciones al más alto nivel para lanzar sobre el americano una bomba termonuclear al afirmar: “los americanos debéis abandonar Berlín Oeste, porque si lo que queréis es una guerra nuclear, nosotros estamos preparados”. Atónito, JFK le contestó lacónico: “el invierno ha sido frío, el verano es el que va ser tórrido”.
Y entonces, la URSS movió ficha.
El 11 de junio, Walter Ulbricht, presidente de la RDA y secretario general de los comunistas de la Alemania del este, afirmó en una rueda de prensa que nadie tenía la intención de construir un muro en Berlín. La palabra maldita ya había sido pronunciada y el 13 de junio, de madrugada, el propio Ulbricht ordenó iniciar la hipersecreta “Operación Muralla China” desde la zona comunista. Mientras el Ejército controlaba Berlín Este y todos los accesos al oeste, se ordenó que hubiese un “vopo” (diminutivo nada cariñoso dedicado a las integrantes de la Deutsche Volkspolizei, la policía popular de la RDA) cada 2 metros sobre toda la nueva línea de demarcación. El dispositivo había sido estudiado al milímetro por Honecker (que más tarde sería presidente de la Alemania comunista). Se llevó a cabo la apertura de zanjas en las calles para impedir la circulación y se instalaron centenares de kilómetros de concertinas. El cierre era absolutamente hermético. Era un estado de sitio.
Como en cualquier doctrina del shock que se precie, la población del este se quedó paralizada. En el oeste, las berlinesas se congregaron ante la puerta de Brandenburgo para protestar; algunas de ellas estaban casualmente ese día en el sector occidental y tardarían, en el mejor de los casos, casi 30 años en volver a ver sus familiares, novias, amigas…
Pasadas las primeras horas, llegó la reacción.
Algunas saltaban por encima los alambres de espino y otras desde las ventanas de la avenida principal para ser recogidas en lonas de rescate por los bomberos. Todo, incluso la muerte, era válido para huir del mal llamado paraíso de la clase obrera.
Esos días dejaron estampas indelebles para la historia, como la del sargento primero Conrad Schumann, de la policía popular, que abandonó su puesto saltando por encima de las barreras que lo separaban del sector francés. En los primeros días, 85 serían los guardias que, testigos de los suicidios de quienes no podían cruzar al oeste, se pasarían hacia la RFA. Después, el telón de acero seccionaría el destino de millones de seres humanos.
A partir de entonces, todo sería icónico en Berlín. Todo sería tragedia. Todo sería vergüenza. Como en todos los muros. Como en todo lo innoble.
El presidente Kennedy, que en realidad dio hábilmente un atisbo de victoria a su homólogo ruso para que se reforzase su posición en Moscú frente a las que querían una confrontación abierta con la OTAN, afirmó en público que “el cerrojazo de Berlín Este es una derrota del sistema comunista”. Sin que estas afirmaciones fuesen inciertas, en privado aseguró que “Kruschev no haría construir un muro si quisiera invadir Berlín Oeste. Más vale un puto muro que una jodida guerra”. Inteligencia y pragmatismo. Kennedy en estado puro.
A pesar de las protestas internacionales, todas de cara a la galería, nadie movió ficha. Por su parte, las berlinesas del este se acostumbraron -qué remedio- a vivir en una ciudad traumáticamente amputada de su otra mitad.
Durante un tiempo, las comunicaciones entre las dos partes de un Berlín siamés se realizaban por encima del muro y a 200 metros de distancia. Todo se limitaba a besos lanzados al aire, pañuelos al viento y manos saludando a una hipotética destinataria que, en el este, era sistemáticamente fichada por tener un contacto en la zona capitalista. Berlín era la capital de la socialización de la desesperación. Desde entonces, el ejemplo ha cundido espectacularmente. De puta pena.
No pocas veces la tensión se hizo insostenible en ambas partes del muro y la tercera guerra mundial estuvo a punto de estallar en más de una ocasión. Cabe recordar que el 25 de octubre de 1961 [ver H2SO4 “CHECKPOINT Ø”] y durante tres días, varios carros de combate del ejército ruso encañonaron a blindados de los Estados Unidos, y viceversa. En esos días, la guerra fría entró en ebullición. Berlín fue el mercurio de un termómetro llamado conflagración total.
Consciente de que tenía que llevar el estandarte del mundo libre, el malogrado John Fitzgerald Kennedy llegó a la ciudad de la discordia el 26 de junio de 1963. A los pies del muro, declaró ante miles de berlinesas: “hace dos mil años se decía con orgullo: yo soy ciudadano romano; hoy, en el mundo de la libertad, es un orgullo poder decir yo soy berlinés”. Había nacido una leyenda.
Pero no todo fueron bellas palabras para la Historia.
Desde agosto de 1961 hasta noviembre de 1989 (fecha de la caída del muro), 1075 personas habían logrado cumplir su sueño de vivir sin grilletes en pies, manos y mente. Para conseguirlo, debieron burlar las once series de obstáculos consecutivos que desde el este se habían instalado. Compuestos de cinturones de minas antipersonales, miradores con soldados que tiraban a matar, de estacas metálicas asesinas o de sistemas electrónicos, entre otras barbaridades, la zona era una línea de frente en toda regla. Para pasar al oeste, todos los medios eran buenos: túneles, carros de combate de desertores, ultraligeros, escaleras gigantes, bulldozers, a nado, por las alcantarillas o escondidas en los salpicaderos, motores o doble fondo de los coches. Seguro que ya le va sonando más esta sórdida historia. Nada nuevo bajo el sol de la inhumanidad. Todo es cotidiano, no importan las fechas.
Que se sepa, en el mismo periodo, al menos 586 berlinesas caerían asesinadas intentando alcanzar la Libertad.
A raíz de descubrir varias excavaciones, desde la RDA se estableció una amplia zona de seguridad alrededor del muro.
Digna de mención fue una de las obras subterráneas que, financiada por la cadena americana NBC, cruzó Berlín de Oeste a Este hasta terminar en una tienda de fotografía de Berlín oriental. Por esa vía escaparon 25 personas.
Se tapiaron 1253 ventanas de los edificios de la avenida principal, se prohibió la circulación y se desalojó a más de 2000 personas de su casas.
En agosto de 1968 tuvo lugar otra sacudida totalitaria del Kremlin, por si las cosas no habían quedado suficientemente claras. Las tropas del Pacto de Varsovia aplastaron sin piedad la “Primavera de Praga”. Como hicieran las nazis en su momento en otros lugares, las soviéticas masacraron el levantamiento en Checoslovaquia de unas ciudadanas que pedían libertad y elecciones libres. Todos los imperios son así: implacables y sanguinarios. Les va la vida en ello.
Pero el calendario seguía deshojándose, a pesar de que nunca se tuviera conciencia de ello. En Berlín también pasaba.
En Diciembre de 1970, el entonces canciller de la RFA (y ex alcalde de Berlín), Willy Brandt, inició una gira por los países del este buscando la distensión. En Varsovia, ante el monumento de las judías asesinadas en el gueto por las tropas de Hitler, el máximo responsable del gobierno alemán se arrodilló en señal de sentido homenaje.
Poco después, una mínima brizna de oxígeno acarició Berlín. Por fin, las berlinesas del oeste podían visitar a sus familiares en el este, a quienes llevaban a años sin poder abrazar; eso sí, solo por 24 horas. Se pactó una estación de metro donde se llevarían a cabo los encuentros (y que serían grabados íntegramente por los servicios secretos de la Alemania del este, la STASI), un lugar que la policía de la RDA apodó “el palacio de las lágrimas” por razones obvias.
El totalitarismo comunista dictaba cuándo se podía ver a un familiar, de qué manera y cómo. Las totalitarias pueden adoptar distintos nombres, y hasta diferentes nacionalidades, pero nunca varían en el método utilizado. Faltaría más plus.
Aunque aquello pareció un primer paso, las berlinesas aún deberían esperar 19 años más para que las cosas cambiasen definitivamente.
La llegada al poder de Mijail Gorbachov en la Unión Soviética lo trastocó todo. Mientras la URSS se desangraba en Afganistán y su situación económica era ruinosa, la única salida que encontró el que fuera el miembro más joven del Polit Buró del Comité Central del Partido Comunista fue intentar un armisticio con occidente.
Ordenó la retirada de las tropas soviéticas, que controlaban a los países satélites de la URSS, con el objetivo de emplearse a fondo en los problemas internos, lastrados por decenas de años de falsa economía comunista. Era el principio del fin.
En 1989, todo se precipitó. Las seguidoras húngaras de Gorbachov decidieron cortar todas las alambradas que separaban Hungría de Austria. El telón acababa de perder su nombre.
Desde ese momento, todo fue ya imparable.
Por una parte, las alemanas del este huían de la miseria en desbandada hacia el oeste (¿seguro que no les recuerda nada?). Por otro lado, en la RDA se organizaba un masivo movimiento pacifista de protesta. Despojada del miedo y sin nada que perder, la ciudadanía luchaba por una luz que, poco a poco, se iba haciendo en Alemania del este.
El pueblo quería y exigía libertad. Todo el pueblo. Y como siempre sucede en esos casos, nada ni nadie pudo detener ese tsunami contestatario. Deberíamos tomar nota de lo que las ciudadanas son capaces de lograr cuando se lo proponen.
El empujón final lo daría el mismísimo Gorbachov con su visita a Berlín Este el 7 de octubre de 1989. Las miles de personas gritando “Gorbi ayúdanos”, “Ahora o nunca” y “Somos el pueblo” hicieron mella en el presidente ruso, que declaró públicamente: “hay que saber escuchar y no tenerle miedo al cambio”. El régimen de Honecker estaba sentenciado.
El 9 de octubre, en Liepzig, toda la ciudad se echó a la calle pidiendo libertad. El presidente de la Alemania del este ordenó a los carros de combate masacrar a las manifestantes. Las militares desobedecieron. Los blindados no salieron de sus cuarteles y la policía se retiró. El desmoronamiento era inminente.
El 18 de octubre Honecker fue depuesto “por razones de salud” y el 4 de noviembre se autorizó la primera manifestación legal en Berlín este. Lo que se reclamaba era tan básico como libertad de prensa, elecciones libres, reformas económicas y libertad para viajar.
El Partido Comunista intentó recuperar el movimiento haciendo concesiones que la calle ya se había tomado. Ya era tarde.
El 9 de noviembre, el portavoz del gobierno de la RDA hizo pública por televisión la autorización a las ciudadanas a cruzar a cualquier país desde cualquier punto de la Alemania del Este.
Una marea humana cruzó todos los puntos de control de Berlín.
Esa noche, en la zona de Berlín Oeste, los autobuses municipales esperaban a las hermanas del este. Nada más subirse al bus, las alemanas que “venían del frío” escucharon el siguiente mensaje por la megafonía del autobús de dos plantas que las esperaban: “en nombre de los transportes públicos de Berlín Oeste, sed bienvenidos”.
Algunas, desde ambas partes, habían esperado 28 años este mensaje. El muro llamado de la vergüenza acababa de caer por la fuerza de un pueblo que creyó en sí mismo. Lecciones de vida. Brutal.
Algunas creyeron que aquellos 155 km caídos nunca más nos iban a volver a separar. Otras estaban convencidas de que los 3,6 metros de altura jamás se iban a elevar de nuevo. Y, sin embargo, en esas, precisamente, estamos.
Como nos empeñamos en no aprender nada de la sangre de las que nos precedieron en la historia, nosotras seguimos erigiendo muros. Trampas mortales incluidas.
Pared fortificada la que construimos y reforzamos para impedir que mujeres de otros lares puedan optar a comerse nuestras sobras. Lamentable.
Barrera blindada la que imponemos con falsos buenos principios y bonitas palabras para que las mujeres siempre estén, de una u otra manera, varios escalones por debajo de los hombres. Sólo hace falta querer mirar con los ojos que ven para tener el valor de comprobarlo.
Muro con minas es lo que, con inconsciencia, dejamos que se siga edificando para que no veamos lo que se está haciendo con el medio ambiente. Estamos suicidándonos a marchas forzadas mientras engordamos las cuentas corrientes de las asesinas contaminantes. En nombre del crecimiento, aceptamos que nos pudran con total impunidad. De puta pena.
Opaca barrera es la que levantamos para no ver las millones de personas que, como usted y yo, mueren bajo la metralla de las armas que vendemos a cualquier compradora bajo el pretexto de que si no lo hacemos nosotras, lo harán otras. La hipocresía ayuda mucho a poder dormir. A la vista está.
Muralla imposible de trepar es la que instalamos para que no nos lleguen las noticias que cuentan cómo casi mil millones de seres humanos pasan hambre en el planeta. Dicho de otra forma: el doble de la población de la Unión Europea se muere de no poder comer. De vergüenza.
Pared de hormigón la que se instala para que tengamos el pretexto perfecto para no actuar radicalmente contra corruptas y corruptoras. Cada euro que cambia de mano en comisiones, es un quirófano que no se construye, una escuela que se queda en proyecto o un servicio de emergencia que tiene menos medios para cuidar de todas nosotras. No hay peor ciega…
Muro de acero para no dejar que el pensamiento único se vea perturbado por las librepensadoras que, dando Luz a la Humanidad, vienen a zarandear lo establecido para que la Fraternidad sea mucho más que un principio básico.
Empalizada con sensores electrónicos para jamás seamos capaces de ahondar en el camino del razonamiento, ese que defiende en este sistema ultraliberal que se privaticen las ganancias y se socialicen las pérdidas. ¿Un eslogan facilón? El rescate a la banca o las autopistas (que pagamos usted y yo, lo recordamos) son buena prueba de ello. Y mientras, faltan médicas, bomberas, funcionarias o miembros de las FCSE, pero eso no parece preocuparnos lo más mínimo. Y si es incierto, demostrarlo, desde luego, no lo demostramos.
Valla con concertinas es lo que instalamos para que no puedan llegar hasta nosotras las voces de quienes nos advierten del peligro de los movimientos identitarios, la nueva y amable denominación de la extrema derecha. Acabar con lo establecido para establecerse ellas, esa es la consigna. Pero es más fácil que piensen por nosotras y dejarnos cautivar por mentiras gruesas y facilonas que poner a funcionar nuestras meninges e imaginar lo infinita que resulta la palabra Libertad.
Fortaleza inexpugnable la que han construido para que creamos, sin rechistar, que algunas tienen derechos supremacistas sobre otras por el color de la piel, lugar de nacimiento, idioma que habla o dios al que reza… o no reza. Más irracional imposible. Más de actualidad tampoco.
Bardal con alambre de espino para bloquear nuestra memoria de forma inmisericorde y no recordar jamás que quienes niegan la existencia del holocausto son precisamente las que están dispuestas a repetirlo. No aprendemos.
Sucesión de paramentos es lo que estamos dejando que se vaya acumulando con la misión de que la educación sea cada vez más clasista y clasificadora. Vamos directas hacia una enseñanza segregadora en la que las ricas van a tener mango y sartén. Y lo más desolador es que cuando parece que se invierten las máquinas, las apedreamos sin piedad. Hacernos pensar no es una tarea fácil. Queda claro.
Tapia con cerradura de seguridad para que no nos demos cuenta de que la libertad de expresión es vital para poder seguir siendo seres racionales. Se empieza por permitir la censura, se continúa permitiendo la quema de libros y periódicos y se termina llorando los asesinatos de las de Charlie Hebdo. ¿Tan complicado es de ver?
Usted, como siempre, sabrá lo que más le conviene, pero quizás haya llegado el momento de coger pico y pala para empezar a derribar los muros y las vallas que, de una forma u otra nos alienan. Probablemente estemos en ese instante en que pensar debería imponerse a regurgitar y cuestionar debería sustituir a asentir. Nos va la supervivencia en ello.
Como a las cosas que les basta su sinestro nombre para describirlas, las alemanas llamaban a aquel trozo de construcción asesina ,“die mauer”.
Pues al pie de “die mauer”, el que fuera resistente antinazi, ex alcalde de Berlín y ex canciller alemán, el socialdemócrata Willy Brandt, afirmó el 10 de noviembre en mitad de una concentración y ante miles de berlinesas: “mi convicción fue siempre que la separación de hormigón o de concertinas iba en contra de la corriente de la Historia”. Más claro, las lágrimas de la impotencia o de la vergüenza. Usted elige.
Nada más que añadir, Señoría.
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