Al conocer el destino apocalíptico sobre tu familiar más querido captas que ya no convives con la vida sino con la muerte
Desde ese instante las estaciones se desvanecen; el otoño no araña, el invierno no hiela, el verano no quema y, evidentemente, la primavera no florece. Al mar le roban las olas, al crepúsculo sus tintes cárdenos, a las flores su polen, a la sazón de los árboles sus cerezos, a la mañana sus aves, a la playa su alegría, y a mi hogar la chimenea porque ya no convives con la vida sino con la muerte.
Desde ese instante; los arcoíris ya no coronan los paisajes tras la lluvia sino descansan en tu alma en escala grises y su forma semicircular, por primera vez, las contemplas como boca inmensamente entristecida; todas mis fotos pierden nitidez y se emborronan en blanco y negro; empieza el cansancio y el tiempo se detiene ante ti, sin avisar. Pero eso no significa que el mundo deje de estar en movimiento para los demás, ya que sólo te ocurre a ti. Cada fragmento de mis emociones deambula libremente, sin permiso, y sin rumbo.
Desde ese instante, a la noche se le cae cada una de las estrellas de su bóveda nocturna y tu intentas guarecerla para, posteriormente, lanzarlas de nuevo a su hábitat, pero no. Por más que las arrojes, incluso con todas tus fuerzas, no merece la pena, es imposible que vuelvan a su lugar debido que esos luceros dejaron de tiritar, perdieron la fuerza, zozobró su gravedad, malograron su luz, y ya no se recomponen; al igual que tu mirada, que deja de ser incandescente para los demás, y, sobre todo, para ti mismo.
Desde ese instante, aparece una silueta que no sólo te acompaña hasta el instante final, sino que permanecerá, incluso, en el duelo. Es entonces, en el fragor de la pesadumbre, el óbito se te acerca, te da cháchara, con la guadaña en su empuñadora dispuesta a sesgar, ausente de apariencia cadavérica y con la bandera del dolor en toda su faz.
Por mas que quieras huir de ella, siempre aparece; no importa las tabernas que visites que por muy ebrio que tus venas griten no lograrás silenciarla; quizás consigas dormir ante una distracción suya pero aparecerá en tus sueños y lo regará de pesadillas aunque llega un punto que ya no sabes si prefieres los sueños o las pesadillas ya que éstas últimas son tan reales como el viento que seca tu ropa en tu balcón mientras que los sueños son tan irreales como el beso de la chica platónica. De esta manera, prefieres morar, por muy duro que sea, con el golpe innegable a la orilla esperanzadora que sabes que jamás alcanzaras. Ya no respiras oxígeno sino es el oxígeno quién respira lo que queda de ti.
Llegado al momento en que asumes el veneno de la pérdida irremediable, amanecen las conversaciones con la muerte. Su palique no es ni bello ni mohíno; mantiene todo tipo de temática; puedes ir con ella al supermercado, a la universidad, de paseo o al cine. A veces los encuentros son pintorescos porque no crees que puedas estar hablando de tú a tú con ella y otras son desgarradores al ser consciente del desenlace. Asimismo, debido a mi pensar inquieto, mostraba siempre una pregunta sabiendo de antemano que, posiblemente, obtuviera respuesta, y esto me desesperaba.
Cuanto más hablas con ella, te va alejando de todo aquello que amas porque ella, es celosa, y sólo te quiere para ella. Creí que la educación me ayudaría a olvidarme de ella; sin embargo, estaba muy equivocado. Ella, al enterarse de mi intención, se puso furiosa, y transformó mi aula en un estadio fúnebre convirtiendo así las tizas en polvo, la pizarra en escharcha, mi manera de dar clases en la letra chica de un contrato bancario, los consejos a mis alumnos y alumnas, que son el arrebol del profesor, en simples frases preestablecidas, la paciencia en susceptibilidad; y el aprobado en examen. Así, en las clases, que son el único lugar donde soy decente, donde antes fraguaba jardines y galaxias ahora atisbaba desiertos sin oasis y estar ahí figuró en unos de mis peores enemigos.
No contenta con que rompiera con la enseñanza, que el fin y al cabo era mi profesión, menos iba a aceptar al amor del calambre. Así que, adquirió su dalla, me la arreguindó a la altura del cuello y exclamó: “conmigo o sin mí”. No ufano con esa actitud, no quise saber más nada de ella. Sin embargo, mis murallas emocionales tenían demasiadas grietas, y era cuestión de tiempo que ella se filtrase, y lo hizo, de tal manera, que vició cada uno de mis actos dibujando una persona consumida en la amargura ante la ausencia materna. Por tanto, el amor al que tanto escribí y al que tanto leí iba a desaparecer hasta que ella decidiera abandonarme.
Una vez entendí que el dialogo solo podría ser con ella, me enseño que la diferencia entre la muerte y el amor reside que la muerte es muda por que su desconsuelo proviene de las entrañas y allí, en tal foso, no hay ni ruido ni sonido sólo el silencio atronador de la impotencia inmortal de saber la fecha del jadeo final. Mientras el amor es música desde sus inicios ya que amanece desde el relámpago colosal de la primera topada, amainando en un continuo latido justo en la distancia entre tu pecho izquierdo y la espalda. Sin embargo, muerte y amor contienen un vigoroso denominador común y es que ambos no pueden darse dos veces en una misma vida ya que, al no ser dioses infinitos, no tenemos tanto tiempo como para enfrentarnos más de una vez con esa intensidad a la muerte, ni encontrar dos amores en tu biografía.
Las pláticas con la muerte van diezmando, poco a poco, tu carácter hasta tal punto cardinal del mapa existencial que cuando te quieres das cuenta eres tú quien realmente pereces. Tu mirada se pierde, la comida sabe a cenizas, los insultos son piropos y los piropos ya no los mimas, la mentira es tu mejor atajo, las palabras están vacías, tus conceptos se estropean, al carpe diem lo arrestan, la calle se viste con burka, y si la religión tenía poco sentido en tu camino ahora menos.
Siempre abrace tus conversaciones porque empatizaba en que te eran indispensable, emergiendo días que sí asumías tu desenlace final. Sin embargo, en otras jornadas el miedo navegaba tus mares y yo era un simple grumete en ese transatlántico del más allá; por tanto, hubo episodios en que no hallaba las palabras exactas para tu consuelo. En esos fatídicos momentos, sin poder proporcionarte solución por muy hijo tuyo que fuera, intentaba echar de la habitación a esa persona, que no paraba de hablar y que nos observaba como un centinela, pero no poseía tanto poder como para invitarlo a que desamparase el habitáculo de paredes blancas.
Cuando embarcaste hacia la eternidad, ella no se fue y permaneció conmigo para continuar de cháchara; será porque no habitaba sombra en mi cuerpo, ni luz en mi aura, ni labraba reliquias simpáticas, y mi alma andaba sin brújula. Quizás eso fue lo que hiciera, brotándole algo atractivo en mí, para decidir quedarse a mi lado.
Ella sigue aquí conmigo, a mi vera, por que no quiere despedirse de mí como yo sí hice contigo mamá, y no consiente que deje de hablarle. No obstante, ya va siendo hora de agradecerle sus conversaciones e, incluso, sus lecciones. Porque hablar con la muerte no es del todo malo ya que te conquista como una amistad, pero, en este caso, sólo te acompaña en los momentos más amargos, y no se atreve, ni siquiera, a vislumbrarte consejos, porque entiende que para poder proporcionarlos debe tener experiencias en muchas realidades y no sólo coexistir bajo el estigma de la muerte. De esta manera, la muerte es una amistad sin reciprocidad emocional, pero de confianza, es un relato entre dos personas donde no se permite el consejo, si la lección de lo vivido y abarca la asunción de un miedo que te ahoga hasta la extenuación, pero te hace fuerte, como la sabana, al desenmascarar la realidad fúnebre.
Hemos sido compañero de vida durante una etapa, pero como buen humano todo tiene su final y al igual que mis lagrimas quedaron huérfanas, aunque sean escritas, de madre, llega un momento que desaparecen y dejan de anudarse sobre los firmamentos de mis pestañas. No es cuestión de bravura hacia ti es que ya no encuentro motivo alguno para seguir hablándote, pero te prometo que no entraré en el juego de la crítica contigo puesto que nos sinceramos, en tantas ocasiones, que te he cogido cariño. ¡ains! Disculparme, os me mentido, ya que cada vez que veo sus zapatillas de andar por casa, reconozco, que algún lunar cristalino, por el frenesí de sus recuerdos, desertan de mi ventana fanal.
Cuantas cosas nos hemos contado, cuantas veces nos hemos quedado en vela porque a la noche no le apetecía que me doblegara ante el sueño. Entre tantas frases que hemos compartido me quedo, por un lado, con sentir que el tiempo obedece a un paso inexorable e instantáneo y lo valoramos, de manera tan minúscula, que nos perdemos en la vanidad de las cosas mundanas. Por otro lado, la muerte nos iguala, independientemente nuestra posición socioeconómica que se instaura desde la riqueza hasta nuestra raza, y en los últimos suspiros nos volvemos tan vulnerables como un recién nacido y, cuando la luna nos acaricia el pelo, aclamamos lo que más amamos que es el regazo de una madre.
Por ello, descuide mi centro así que antes de volver al exterior debo regresar adentro para que todo sea distinto y lograr que la verdad de mis mensajes reivindicativos jamás se rindan debido que la esperanza es un sendero donde las cosas hermosas pueden ser aún más hermosas y los retales tristes menos tristes. Y quién sabe si este era el final más hermoso revelándome las conversaciones más verdaderas, las conversaciones más cándidas, las conversaciones más inevitables que son aquellas más necesarias, entre una madre y un hijo, entre un hijo y la muerte; y quizás, en realidad, es cuando todo empieza.
En nuestra últimas conversaciones, en nuestro último baile mama, me exclamaste, arrullándome la cara con tus preciosas y redonditas manos: ¿¡y de ti quién cuida nene?! Y yo te respondí: mama, pues como siempre, tú. En este sentido, en todos los espacios donde me ha tocado vivir de este planeta, en los tiempos pasados, presente y en los tiempos futuros, siempre me custodiaste, siempre me custodias y siempre me custodiarás ya que eres, nada más y nada menos, que mi madre y eso ni nadie ni nada lo puede borrar. Es así mama, son los caprichos de la eternidad.
Y a ti, no voy a negar que hablar contigo cultivo parte de mi esencia, pero también me destrozó y me llevaste a unas ciénagas donde olvide lo más importante que es quererme. Entiendo, que no pudo ser de otra manera, que tuve que ser yo el elegido ante tales conversaciones para lamer las heridas mortales de tu despedida. Pero siento pronunciarte querida compañera, que nuestros senderos se separan no siendo un adiós, porque esa palabra es más afligida aún que tu sonrisa taimada, si no un hasta luego. Sin embargo, cuando regreses esta vez llévame contigo en la barca y durante la travesía hasta el hallazgo con mi gente, te prometo que volveremos a dialogar….
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