Opinión

El día que Florentino Ariza asistió a su propio entierro después de morirse

Florentino era una rara avis. Hombre jovial, divertido y ocurrente aunque el rictus de tristeza lo llevaba por dentro. Siempre estaba de buen humor y sus bromas resultaban ocurrentes y originales; era tan irónico que costaba saber si hablaba en serio pues confundía la realidad con ese platonismo que te lleva a vivir en las nubes.

Florentino era mal estudiante y con ciertos complejos, por ello se valió de los chistes y de una memoria prodigiosa para recordarlos; era la única estrategia que tenía  para llamar la atención y no ser rechazado por la mediocridad que creía poseer.

Cuando fue adolescente descubrió que tendría que permanecer escondido ante los demás, ponerse una máscara para ocultar su verdadero yo, ser como  cualquier hijo de vecino esperara de él y mostrarse como una especie de camaleón para camuflarse en cualquier momento.Así pasó su vida con el terror y el pánico pegado en su personalidad.

Florentino era profesor, estuvo en 27 institutos hasta que aprobó las oposiciones, conoció  ciudades,  hizo amistad en los sitios que llegaba, era querido por los alumnos y compañeros pues siempre se comprometía con todas las causas habidas y por haber, aunque fueran perdidas.

Un buen día, cruzó el Estrecho e hizo una visita a Ceuta; iba para unas horas aprovechando que habían convocado dos plazas de la asignatura que impartía.

Los dioses o el destino hicieron que ganara un puesto fijo en la enseñanza después de ir toda la vida dando tumbos de acá para allá.

Nuestro profe peregrino era tan enamoradizo que cada vez que perdía la cabeza por alguien  cambiaba el testamento; tanto es así que lo hizo 21 veces en cuatro notarías que ya lo llamaban por el nombre de pila.

- Pero Florentino, ¿otra vez se ha enamorado?

- Hace seis meses que no se pasa por aquí, estábamos preocupados.

Así conoció a 21 albaceas a las que traía loco. Cada vez sus últimas voluntades eran más sofisticadas y, para entenderlas, había que hacer encaje de bolillos pues estaban llenas de parafernalias y laberintos.

Así se pasó sus últimos 20 años, de testamento en testamento, de notario en notario, escribiendo un auténtico tratado sobre las últimas voluntades.

A sus muchísimos años, siendo un anciano desmemoriado y con un despiste sospechoso de haber perdido la cordura, decidió redactar sus deseos post mortem.

En una servilleta de un bar de mala muerte pidió un café con lech,  un bolígrafo y un agua con gas. Removió el café con el boli y, viendo que las otras mesas se quedaron mirando y que la cuchara no pintaba, entendió las risotadas que lo volvieron a la realidad.

Comenzó a llenar tantas servilletas que tuvo la necesidad de pedir otro servilletero. El camarero no daba crédito y, de soslayo, avisaba a sus colegas de la rara actitud del cliente aservilletado.

Un golpe de poniente desordenó sus voluntades; perecían gaviotas al viento en el cielo de la tarde.

Al intentar atraparlas  en un alarde de equilibrista dio con su cuerpo en el suelo en un resbalón que se lo llevó al otro mundo.

Las servilletas se esparcieron por toda la ciudad parando en manos de la gente más insospechada.

Como el anciano profesor había dado infinitas charlas sobre las herencias todos sabían que, aunque fuera en un trozo de papel, había que respetar la voluntad del finado.

En el juzgado se hicieron una colas tan enormes que colgaron un cartel: herederos de Florentino Ariza.

Se cuenta que, cuando fueron ordenadas sus voluntades ,el muerto salió del ataúd  y a nadie sorprendió que buscara al fedatario público para hacer otro cambio.

En esta ocasión ya era demasiado tarde.

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