La unificación de Europa representa una de las mayores obras de paz realizadas a lo largo de la historia en nuestro continente y en el mundo en general. Es una formidable aventura compartida hoy día por más de 500 millones de personas, que ha aportado 70 años de concordia y mayor prosperidad a los que han participado. No podemos prever el transcurso de esta travesía, pero solo si sabemos de donde venimos sabremos hacia donde queremos dirigirnos.
El largo camino recorrido por los europeos partió de un continente desgarrado por las hostilidades. De las cenizas de dos contiendas mundiales surgió, o mejor dicho se retomó, un proyecto de vida en común con los mismos valores y principios. Nadie esperaba entonces que la reconciliación, sobre la base de un nuevo destino, nos liberaría del azote de la guerra.
En el Congreso de La Haya, presididos por Churchill, unos mil europeos valientes y clarividentes, llegaron a la conclusión que había que buscar un nuevo modelo basado en un principio revolucionario: La renuncia parcial por los Estados de ciertos aspectos de su soberanía, para construir algo más grande en un proceso de integración creciente. Fue una necesidad histórica; Levantar un nuevo edificio, en el que vencedores y vencidos fuesen tratados como iguales y considerasen un futuro común. Para estas personas de la posguerra, la idea de Europa prioriza la armonía sobre la fuerza, y el espíritu democrático sobre el totalitarismo.
Cuando en 1950 R. Schuman proponía en París a Alemania la puesta en común de las producciones de carbón y acero, pocos se percataron que latía una inspiración política: Era el primer paso para tender puentes entre enemigos irreconciliables. Se trataba de una acción real al objeto de evitar lo que, cinco años después de terminada la II Guerra Mundial, y por muy difícil que nos resulte recrear aquella psicosis, se consideraba como otra confrontación imparable. Apenas habían comenzado las negociaciones, la invasión de Corea del Sur por el ejército comunista norcoreano y la respuesta de EEUU, implicaba la exigencia de participación de Alemania en la defensa, lo cual causaba pánico en Francia. Para neutralizar este peligro se pretendió elevar la filosofía de la Comunidad del Carbón y el Acero a una defensa común europea, y aunque no superó el procedimiento de ratificación en la Asamblea Nacional Francesa, la dimensión política de la Unión se ponía sobre la mesa.
En la década de los sesenta se instauró una concertación europea, según la cual cada Estado se compromete a no fijar su posición sin consultar a sus socios. Para ello sus Ministros de Asuntos Exteriores se reunían cuatro veces al año y el Comité político una vez al mes, creando un acervo europeo que el Acta Única de 1986 no hizo sino codificar. Paralelamente, los intercambios se intensificaron suprimiendo derechos de aduana, llegó el deseado ingreso de España y Portugal, el Fondo social, y por fin la Unión Económica y Monetaria, un mercado único con el objetivo de estabilizar precios, e implantar el Euro como moneda única capaz de competir con las divisas más potentes.
La caída del muro de Berlín en 1989 fue una de las experiencias más bellas, e inmediatamente la cooperación política, madura y consolidada, se transformó en 1992 por el Tratado de Maastricht, en la actual Unión Europea. Con el Tratado de Amsterdam en 1997 se introdujo mayor transparencia en las decisiones. Mediante el de Niza en 2001 se reformaron sus instituciones. En 2003 la Constitución Europea en Roma. Y en 2004, atraídos por el éxito económico y los valores de dignidad y democracia de la Unión, se acogió a países que habían estado sometidos a dictaduras autoritarias soviéticas: Hungría, Letonia, Polonia … La libertad había triunfado y éramos ya 25.
Del Tratado de Lisboa en 2007, salió una Europa más democrática, eficiente y capacitada, con el aumento de competencias del Parlamento o procedimientos como la iniciativa ciudadana. Últimamente cobraron protagonismo los pactos de estabilidad, exigiendo finanzas públicas saneadas que controlen los déficits excesivos. Pero aún tiene más importancia la consolidación de valores europeos y sus derechos fundamentales, con la vocación de compartir y extender por el mundo, con orgullo pero sin arrogancia, nuestros ideales y visión humanista de la sociedad.
La opinión pública española es mayoritariamente europeísta. Nuestro proyecto de país está vinculado a Europa, y en ella Ceuta juega un papel fundamental. La solidaridad comunitaria se pone en práctica en programas de desarrollo regional que no solo nos han ayudado económicamente, contribuyendo a un progreso que sin la pertenencia a la Unión Europea hubiera sido sin duda más lento.
La aventura continua pues quedan cuestiones por resolver. Somos ya 28 miembros, pero la Europa unida no lo es del todo, y sus enemigos, que desde su inicio fueron los de la libertad y la democracia, subsisten. Por fortuna seguimos unidos, pues de lo contrario sería más difícil afrontar los desafíos que imponen otras potencias. Ha sido posible superar la división pacíficamente sin diluir las naciones que la forman, salir de la espiral de revancha, reconstruir moral y materialmente Europa. Y que hayamos tenido la oportunidad de vivir esta experiencia es un prodigio de nuestra época.