Ya no es cosa de economistas e investigadores como Stiglitz, Atkinson, Milanovich o Piketty, solamente. También los organismos internacionales como la OIT o el PNUD, incluso otros más ortodoxos y escorados hacia la defensa del “orden económico” establecido, como la OCDE, el Banco Mundial, el FMI o el mismísimo Foro de Davos, reconocen que la deriva mundial hacia la desigualdad es socialmente insostenible. Como señalan, vivimos en un planeta en el que el quintil más rico de la población disfruta de más del 70% del ingreso total, en comparación con un 2% para el quintil más pobre. O se reparte algo más la “tarta”, o nos quedamos sin tarta.
Acaba de publicarse un interesante monográfico de Gaceta Sindical sobre desigualdad (http://www.ccoo.es/be18f4a0eede958e675824ea47173b34000001.pdf), en el que se hace un repaso bastante amplio y documentado de todos los aspectos relacionados con la misma. Su director, Jorge Aragón, hace una brillante síntesis sobre las causas de la desigualdad. Nos habla de niveles en la distribución de la renta para analizarlas. Así, nos dice que en la primera distribución de la renta (la que se produce entre capital y trabajo), el aumento de las desigualdades expresa el creciente poder de las empresas financieras y las empresas transnacionales, en el nuevo escenario de globalización sin gobierno. Todas las reformas auspiciadas desde los organismos financieros internacionales han buscado debilitar el papel regulador de las condiciones laborales en la negociación colectiva, poniéndose así en cuestión el “contrato social” como base y pilar del Estado de bienestar.
Lo anterior ha supuesto un cambio importante en las relaciones sociales de poder, que ha afectado a la segunda distribución de la renta, limitando la función redistribuidora de la acción del Estado mediante los impuestos y los gastos públicos. Se está produciendo una auténtica involución en las bases fiscales de algunos impuestos y una creciente pérdida de su progresividad. Todo este proceso está teniendo como consecuencia una pérdida de la capacidad de reducción de las desigualdades a través del gasto público, según nos explica el autor. Esto se produce, tanto en el gasto público de carácter social (educación y sanidad), como en el dedicado a fomentar el tejido productivo (inversión pública en infraestructuras o las políticas industriales y de cohesión territorial). Todo ello, acompañado de medidas de privatización de servicios públicos, pone en cuestión las bases del Estado de bienestar y el sentido mismo de la democracia, lo cual explicaría el incremento del populismo, el racismo y las actitudes xenófobas.
Como decía en un artículo anterior, en un trabajo que hicimos en la Universidad de Granada, que se publicará próximamente, entre otras cuestiones, calculábamos los índices de desigualdad de Gini en nuestro país, concluyendo que la desigualdad en España disminuía hasta 2003. A partir de ahí se incrementa de forma muy acelerada, comenzando a disminuir a partir de 2007. En 2012, se produce de nuevo un incremento de esta desigualdad.
Cuando el análisis lo hacíamos por Comunidades, resultaba que Las Comunidades que claramente superaban la media de desigualdad nacional en casi toda la senda temporal eran Madrid, Cataluña, Valencia y Baleares, estando por debajo de esta media nacional el resto de Comunidades y Ciudades Autónomas. La evolución a lo largo de los años se mantenía muy igualada en la mayoría de Comunidades, si bien eran destacables los picos de subida de la desigualdad que se producían en Cataluña, La Rioja y Valencia a partir de 2005.
Desde una perspectiva algo más general, lo que se vislumbra detrás de este incremento de la desigualdad a nivel mundial, a juicio del autor citado, es una batalla ideológica sobre el sentido del valor del trabajo y de otros valores comunes sobre los que se sustenta la acción sindical, como la justicia, la libertad, la solidaridad y la igualdad de género. Lo que se pretende es una pérdida de peso social del valor del trabajo, para así fragmentar el significado de pertenencia a la clase trabajadora, que tienen en común, además del valor del trabajo como medio de subsistencia, también como espacio de socialización y cohesión. Se trata de un debate ideológico que intenta apartar la centralidad del trabajo de nuestras vidas y de nuestras sociedades, para así adentrarnos en el concepto postmoderno de “proletariado”, ajeno a la lucha social y a la búsqueda de la igualdad.
La consecuencia lógica de esta nueva visión ideológica postmoderna sería achacar la desigualdad a la lucha entre los trabajadores con condiciones laborales socialmente dignas (empleo estable, cualificación y salaries más elevados), frente a los que tienen empleo precario o están en paro. Es decir, el nuevo concepto de “lucha de clases”, sería el de una lucha entre pobres, más que una lucha entre trabajadores y capitalistas. De esta forma, los centros de poder financiero, causantes de la desigualdad en el mundo, quedarían al margen de esta disputa.
La perversión de todo esto es que nos está llevando a la vuelta del nacionalismo más rancio y a la aceptación de ideas que creíamos olvidadas, como el rechazo al extranjero, o al diferente. El enemigo común ya no serían los poderosos, sino los diferentes. Es el retorno de la extrema derecha a los centros de poder. Estados Unidos, Italia, Austria, Brasil, Reino Unido, Hungría…. Y ahora España, que parecía inmunizada, ha comenzado por Andalucía, de la mano de los conservadores, con el apoyo de esta extrema derecha que rechaza la igualdad entre hombres y mujeres, persigue a los inmigrantes y a los homosexuales, abomina de los sindicatos y de la libertad de expresión, y quiere que volvamos a ser la España de la “copla y la pandereta”.
No es un fin de año muy halagüeño que digamos. Esperemos que el Año Nuevo nos haga reflexionar y podamos frenar esta ola de intolerancia e irracionalidad que nos invade. Feliz entrada de año a todos.
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