T iempo oscuro. La crisis económica está desnudando un modo de vida, sustentado sobre valores muy poco consistentes, que devalúa sobremanera la condición humana. La abundancia material, mal entendida y peor gestionada, está transformando el alma de la sociedad en un trayecto inquietante, de pronóstico incierto y futuro difícilmente identificable. La solidaridad, universalmente asumida como el sentimiento capaz de imprimir sentido a la vida en comunidad, se está sustituyendo paulatinamente por un egoísmo exacerbado, devenido en virus mortal de la convivencia. Las relaciones sociales se han convertido en una batalla encarnizada por acaparar riqueza sin más connotaciones ni referencias.
Cada vez son más frecuentes y visibles las manifestaciones públicas de este proceso de deterioro del patrimonio de valores colectivos. Y cada vez son más los ciudadanos que se muestran complacidos con ellas.
Comienzan a ser legión los fervientes admiradores del individualismo feroz y despiadado. En este nuevo contexto, las enfermedades sociales que se pensaba en vías de extinción (siempre lenta, pero extinción al fin y al cabo), como el racismo y la xenofobia, están resurgiendo con una enorme fuerza y virulencia, apoyadas por las coartadas economicistas. La vida en una calculadora. No vemos personas sino números. Hemos sustituido la capacidad de compasión por los índices de rentabilidad. Frente a la necesidad ajena no oponemos la generosidad sino la mezquindad contable. Tenebroso túnel.
Nuestra Ciudad, habituada a ser paradigma de la decadencia, participa con gran entusiasmo de esta orgía de la insolidaridad.
El espectáculo que estamos dando con las críticas a las embarazadas marroquíes que paren en nuestro hospital, y el tratamiento que se dispensa a los menores no acompañados (criminalizados por definición), es una prueba irrefutable de la degradación moral a la que pretenden someternos quienes ostentan un pernicioso liderazgo político de nuevo cuño.
En una Ciudad que se respetara a sí misma, sería impensable que un cargo público de la relevancia de una senadora pudiera proponer públicamente la retirada de la documentación a una mujer por el hecho de estar embarazada. Aquí, sucede. Con pasmosa naturalidad. El PP, desde su altanera hegemonía, asiente con su silencio en un gesto de indecente complicidad. La reacción más adecuada hubiera sido la expulsión inmediata del partido de una persona que ha demostrado estar éticamente inhabilitada para representar a los ciudadanos en una sociedad democrática. Sin embargo, y probablemente sabedores de que gran parte de su base social comulga con estos postulados, han preferido la inhibición, no exenta de culpabilidad. Es difícil sustraerse a la repugnancia.
Una característica muy destacada de esta moderna movilización deshumanizadora es el contradictorio protagonismo que adquieren los individuos que, mientras extreman el desprecio por sus semejantes, alardean públicamente de sentirse profundamente religiosos.
Todas la religiones, sin excepción, sitúan el “amor al prójimo” como el eje de un código de conducta cuya razón de ser es el bien de la humanidad. La compasión se erige, así, como el valor por excelencia, que debe inspirar nuestras acciones hacia las personas necesitadas. Es un sentimiento universal que hace prevalecer la dignidad del ser humano por encima de cualquier otra condición. Los religiosos de pacotilla, especie sobreabundante en nuestra Ciudad, deberían revisar sus convicciones. En ningún caso, ninguna religión, vincula el amor al prójimo al pasaporte, a la cuenta corriente, a la partida de nacimiento o al certificado de empadronamiento.
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