Opinión

Desde dentro del cortejo real

¿Qué siente un paje del Rey Gaspar al participar en la Cabalgata? Nunca lo imaginé hasta que tuve la oportunidad de infiltrarme en el cortejo más mágico del año. Desde dentro, la experiencia se transforma en algo más que un desfile: es un viaje al corazón de la ilusión, un homenaje a la fantasía capaz de despertar sonrisas en cada calle y esquina. El 5 de enero la magia se esparce por las calles de pueblos y ciudades de toda España. Los niños, con los ojos llenos de esperanza, miran al cielo esperando esa primera señal: el barco en el puerto, el avión aterrizando, el helicóptero descendiendo o los tradicionales camellos avanzando

majestuosamente. Es un espectáculo que desafía cualquier lógica: ¿cómo pueden estar en todas las ciudades a la vez? Pero esa es la esencia de los Reyes, una magia que no necesita explicación. Yo

siempre fui de Gaspar, el Rey silencioso, el que parece observar desde las sombras mientras Melchor y Baltasar se llevan los aplausos más fuertes. Por eso, cuando decidí infiltrarme en la Cabalgata, no tuve dudas: sería su paje. Desde ese momento, me convertí en testigo privilegiado de la ilusión que Gaspar lleva consigo a donde quiera que va. La experiencia vivida fue majestuosa, llena de momentos inesperados que me hicieron ver esta tradición desde una perspectiva completamente nueva. Desde los secretos detrás de las carrozas hasta los problemas que surgieron a última hora serán recuerdos que atesoraré en el fondo de mi corazón hasta el día en que este deje de latir. Y a pesar de esta ilusión, todo pudo verse truncado por las adversidades meteorológicas que se avecinaban y que amenazaban con no permitir esta celebración. Gabinete de crisis en el gobierno de la ciudad y en nuestro cortejo real. Los Reyes estuvieron reunidos con el

alcalde durante varias horas el pasado día 2 y, a pesar de las dudas y de las reticencias de Melchor, siempre el más tradicional de los tres, se decidió que, para evitar que los más pequeños se quedaran sin cabalgata y caramelos, esta se adelantaría al día 4 de enero. Todos los pajes nos pusimos en marcha y el mismo día 2

por la noche habíamos llegado para dejarlo todo preparado. Una vez en el hotel, pudimos hablar con el Heraldo Real, que llevaba varios días haciendo gestiones en la ciudad y con la Estrella de la Ilusión, que también nos acompañaría en la cabalgata. Había voces que clamaban al cielo y que no estaban de acuerdo en que adelantáramos la cabalgata, pero ya estaba decidido y así fue. El día 3 fue una auténtica locura: revisar las carrozas, los adornos, coordinarnos con las escuelas de danza que nos acompañarían y con

el equipo de festejos de la ciudad, con veinticuatro horas menos de lo habitual, se estaba convirtiendo en una gran proeza. Pero allí estábamos, luchando codo a codo para que todo fuera perfecto para los niños, que son los verdaderos protagonistas de estas fiestas, por mucho que algunos adultos no lo quieran ver. Y así, casi sin haber dormido en toda la noche, cosiendo desperfectos, arreglando envoltorios de regalos, contando los caramelos y jugando al mus, llegó la mañana del día 4. Este año los Reyes llegarían a la ciudad en un coche deportivo descapotable que se pudo escuchar desde que estaba varias calles más atrás. Niños y familias improvisaron un pasillo de personas que aplaudía y vitoreaba a los Reyes a su llegada. Melchor, Gaspar y Baltasar saludaban a izquierda y derecha y el brillo de sus sonrisas conectaba con fervor con el brillo de las miradas cargadas de ilusión de los más pequeños. El alcalde los recibió y les hizo entrega de las llaves de la ciudad. Melchor, siempre protagonista, se dirigió al público, agradeciéndoles su presencia e invitándolos a verlos más tarde durante la cabalgata. Todo el séquito de pajes esperaba en el Ayuntamiento. Fue la primera vez que tuve a Gaspar tan cerca y, al darle la mano, mi niño interior sonrió de pura felicidad. Su voz era suave, melosa como el terciopelo y con una magia inherente capaz de transportarte a lugares de ensoñación con

tan solo escuchar sus palabras. Comimos, invitados por la ciudad, en el mejor restaurante. La fusión de las diferentes culturas de la ciudad bailó en nuestro paladar y, tras el banquete, todos nos sentimos eufóricos y con ganas de empezar la cabalgata. Era el momento de vestirnos de gala. Me esperaban unos pantalones

bombachos dorados que combinaban a la perfección con una casaca azul llena de purpurina. Aunque a simple vista pudiera parecer una vestimenta incómoda, he de decir que nunca me he sentido tan bien

llevando algo puesto. Carreras arriba y abajo, luces que no encendían, altavoces que no se escuchaban, la policía tratando de mantener alejado a todo aquel que no pertenecía a la cabalgata: un caos total. Los Reyes estaban durmiendo una pequeña siesta y nosotros parecíamos no ser capaces de poner todo en orden. Apenas faltaban treinta minutos y aquello parecía que no iba a ningún lado. Pero los Reyes llegaron. Gaspar reunió a sus pajes y nos dio unas directrices tan claras que lo que, momentos antes, era puro caos, se empezaba a convertir, en apenas unos minutos, en pura armonía. Y llegó la hora. Las carrozas arrancaron, las luces brillaron por doquier y las alumnas de las escuelas de danza llenaban de colorido y plasticidad los espacios entre carroza y carroza. Primero, el Heraldo, vestido de dorado, lanzando caramelos a los más pequeños y recogiendo las cartas que estos entregaban a sus ayudantes. Lo seguía la Estrella de la Ilusión,

majestuosa, emanando pureza engalanada con una túnica blanca que bailaba al ritmo de la brisa vespertina. Y era nuestro turno. Delante de nosotros, nuestro jefe, Melchor, con su melena canosa al viento y tirando monedas de chocolate por todas partes. Detrás de nosotros, Baltasar, esparciendo bombones. Y en medio, Gaspar y nosotros, todos sus pajes. Los sacos de caramelos parecían infinitos y, a pesar de que no cesamos de repartir caramelos al aire desde el primer minuto de recorrido nunca se acababan, porque, en esta noche, todo era posible. Tuve la suerte de estar colocado a la derecha de Gaspar y en aquellos momentos en los que

me puse más nervioso, siempre me tranquilizaba con su serena mirada. El público estallaba en vítores al vernos y se las ingeniaba para coger todos los caramelos posibles: sombreros, paraguas puestos del revés, mochilas… cualquier cosa era válida, a pesar de su peligrosidad, para coger más caramelos que nadie. Los

Reyes ya se encargaban con su magia de que nada malo pudiera ocurrir. Los niños nos gritaban pidiéndonos aquellos juguetes que habían puesto en su carta y los adultos hacían lo mismo, siendo sus peticiones muy variadas y rocambolescas como que la Liga permitiera inscribir a Dani Olmo, rodillas nuevas, plazas de

maestros en las próximas oposiciones o que les tocase el gordo de la Lotería del Niño. Lo más difícil de todo quizá fue superar el cansancio y aguantar el equilibrio cada vez que las carrozas volvían a echar a andar o cuando bajábamos alguna cuesta, pero Gaspar estuvo pendiente de todos nosotros durante todo el

recorrido y nos hizo sentir muy seguros a su lado. Llegó el final y la cabalgata terminó en la puerta del Ayuntamiento. Muchos niños corrieron a nuestro lado para hacerse una foto con los Reyes, siendo Baltasar el que más niños atrajo. Ahora, gracias a haber adelantado las cabalgatas, tendríamos un día más de descanso. La noche del día 5 nos esperaba el trabajo más bonito, pero también el más difícil, cargar los regalos y acompañar a los Reyes casa por casa para que cumplieran los deseos de los niños. Aquella noche también fue memorable, pero eso ya es otra historia.

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