Opinión

Desde Avila al Sáhara, pasando por Gibraltar y Ceuta y Melilla

Cuando éramos pequeños, nuestro padre que era un médico humanista y culto, nos llevó con mi madre desde Avila, empobrecida pero hidalga, en esa simbiosis ahistórica y natural, casi un sino, de que la hidalguía hispánica incluye en más de un momento cuotas de necesidad, desde sus murallas y Santa Teresa y en el coche, desde entonces siempre, la medalla de la Virgen de Sonsoles, y en la memoria las glorias de Isabel la Católica (que décadas después yo mismo evocaría ante los abulenses en el palacio de los Serrano, “Abulenses en la historia de Espana”, no muchos pero buenos, entre los mejores, ciertamente, cerrando con un ¡Avila, Castilla, Espana!) a Gibraltar, por aquellas carreteras que mejor olvidar, y ante el Peñón nos dijo: “ahí tenéis nuestra historia”.
No necesitó ninguna descripción como correcta e inercialmente termina de hacer el gobierno en su Estrategia de política exterior, de manera similar que el anterior, el lustro pasado, para definir el peso internacional de España, muy visible por lo demás, reñido por su levedad operativa, en imprecisable pero incuestionable medida, con su historia y potencialidades. “Potencia media relevante, por debajo de su peso”. Nada que objetar. Elemental. Sólo falta la addenda, obligada y más en toda evaluación oficial, aunque sólo sea para no desanimar, más, al personal, de “ascendente”. Corríjase. En cualquier caso, entidad menor, de segunda categoría, la vieja, la gran España, primera potencia mundial que fue; cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes; segundo país entre los grandes europeos, en constituirse en Estado tras la Francia de Luis XI y antes que la Inglaterra de Enrique VII Tudor. Impropia realidad, pues, amén de inquietante, visto el decurso de nuestras relaciones exteriores, su actualidad y sobre todo, las perspectivas, que es la categoría que cuenta, de la mano de unos políticos de similar nivel que sus predecesores aunque con métodos distintos.
Delante de la Union Jack, que desde el primer momento, eficazmente, “la recia defensa de los ingleses”, había cimentado en the Rock su carácter “inexpugnable” como cantaba en el XIX Fox ante el Parlamento, (quién sabe, como he escrito desde la biblioteca del muy británico Reform Club, rodeado de la memoria viva de sus ilustres miembros Churchill, Gladstone, Russell o Palmerston, que todos ellos se ocuparon de Gibraltar, y con un muy británico traje de Savile Row, el “un cierto dandismo” que me atribuía, no se sabe si en positivo o en negativo, mi amigo el subsecretario Joaquín Ortega, en fin, todo muy British, como Gibraltar, lo que hubiera ocurrido frente a las entonces invencibles tropas teutónicas, fulgurantes en sus victorias, si Franco, hipotecado por su inmediatez vivencial, sin perspectiva estratégica puntual, hubiera permitido el paso de los alemanes), ante la Union Flag desfilaba espectral la historia de nuestra gran frustración, con unos plenipotenciarios que retenidos en suelo francés, sólo pudieron aponer sus firmas, adherirse a un documento negociado y rubricado por las demás potencias.
Al hacer la exégesis de nuestra historia, lo que escribo y conferencio a menudo, siempre cito que a pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, España parece tener más dificultades que otros países similares para gestionar e incluso para definir y hasta para identificar el interés nacional. Ahí salta a la vista el dato singular en su protagonismo de la continuidad regia extranjera, Habsburgos y Borbones, salvo en su mismo origen, con los Reyes Católicos. En la guerra de Sucesión, que entroniza la dinastía borbónica y que con las interrupciones de Amadeo de Saboya y de Franco, viene rigiendo los destinos patrios, el estado nacional/autonomista, el archiduque Carlos cuestionaba la alianza hispano/francesa en lugar de “la más natural”, por ser la austríaca la dinastía original. Pero a los efectos de estas líneas y vista la actuación de Rooke, habríamos perdido exactamente igual Gibraltar.
Hoy, tras la estela del Brexit, Madrid ha concluido un principio de acuerdo, “que permita el progreso conjunto de Gibraltar y del Campo de Gibraltar”. Se renueva, acentuándola, la línea conciliadora de Miguel Angel Moratinos, con quien tanto he departido sobre nuestros contenciosos, simbolizada en la foto tripartita, por primer vez en la historia, del mirador top de Gibraltar. Acostumbro a citar lo que yo mismo he denominado “doctrina Caruana”: “los gibraltarenos no somos anti espanoles, lo que somos es anti la pretensión espanola de ir contra nuestra voluntad”. Y el acuerdo, sin duda, incide en ganarse la voluntad de los llanitos,a los que se ha introducido en Schengen ahora que Londres está fuera, que lo han aplaudido tanto como cuando, en el 2013, en el tercer aniversario del tratado de Utrecht, “maravillosa obra del Senor” en la conceptuación de su negociador el vizconde de Bolingbroke, resonaron en la catedral de San Pablo, las notas magníficas del Jubilate Deo for the Peace of Utrecht, de Haendel, para solos, coros y orquesta.
También lo han respaldado de manera unánime los ocho alcaldes del siempre preterido Campo de Gibraltar, que con su carácter suave y contemporizador vuelven a colocar sin estridencias ni sobresaltos, “tras una barra o un mostrador”, a diez o doce mil de los suyos. En el viaje con nuestros padres, cuando visitábamos parajes andaluces, plagados de monumentos y de belleza, nos parecía intuir que unas tierras de las que habían zarpado las naves al descubrimiento de América, que habían albergado por citar un ejemplo elocuente a Granada, a finales de la Reconquista una de las ciudades más grandes y refinadas de Europa, en la vívida descripción de los hermano Rato, en Castilla engendra Espana, “de mi padre principalmente”, me precisaba décadas más tarde en Luxemburgo, agradecido a que yo recogiera las tesis de su familia, un entonces muy importante ministro de Economía, nos parecía intuir, decíamos, vista la pobreza imperante, la sociedad totalmente dual, tercermundista, así como costumbres hispánicas que no habrá necesidad de mencionar y que ya son a superar, más sus riquezas naturales bañadas por el Mediterráneo, que los derroteros conducirían a donde han conducido: turismo y hostelería, más propios, qué quieren que les diga, de latitudes caribeñas que de la vieja Europa.
Sin embargo, y tras la anterior digresión, impuesta por la sensibilidad y la objetividad y asimismo por el afecto, que se puede eliminar, la digresión y la realidad, volviendo al hipnótico Penón, no cabe duda de que el iter, ya un dédalo a causa de los recovecos y bifurcaciones que lo jalonan, más directo hacia la llave que pende en la puerta del castillo en el pendón gibraltareno, hacia la soberanía, si se quiere, como se ha sugerido, con su etapa previa de cosoberanía, con la duración razonable que corresponde a la mentalidad occidental del tercer milenio, se encuentra en la legalidad, por la sencilla y vinculante razón de que Gibraltar es una colonia, para la ONU y ante la UE, que rompe la integridad territorial hispánica (como mi vieja máquina vuelve a fallar y ya habrá notado el amable lector, no escribo espanola): Cumplimiento de las resoluciones de Naciones Unidas, pues, o cumplimiento del tratado de Utrecht.
Sin traer a colación a Gondomar, “a Ynglaterra metralla que pueda descalabrarles”y eso que todavía no habían tomado el Penón, ni referirnos a la “escasa experiencia diplomática de la ministra”, apuntada por Yturriaga, ni “al no veo las ventajas para Espana” de Inocencio Arias et altri, ni “a la segunda derrota en Gibraltar” o algo así, de un predecesor suyo en Santa Cruz, y dejando sin mencionar la serie de críticas que la han caído incluida la amenaza de apercibimiento por vía judicial del grupo especializado Plus Ultra, o “el se ha perdido una oportunidad histórica”, unánime en el arco parlamentario opositor, un ejercicio de pura técnica diplomática sobre los dos maestros clásicos, que posiblemente proceda, facultaría para adscribir el movimiento de la ministra a la táctica curvilínea, tal vez aquí innecesaria, de Talleyrand, antes que a la línea directa del para mí más modélico Metternich.
Nos alojábamos en el Reina Cristina de Algeciras, desde donde los espías controlaban el paso del Estrecho durante la segunda gran guerra y en el que se había celebrado la Conferencia de Algeciras, a la que se recuerda asistió un desconocido, joven periodista, Winston Churchill. Y desde allí, pasábamos a Ceuta. Hace poco en el Instituto de Estudios Arabes, uno de nuestros cinco, y quizá me pase de largo, más completos diplomáticos, Javier Jiménez Ugarte, citaba “al amigo Ballesteros, gran luchador por Ceuta y Melilla”, refiriéndose al juego con el Comité de los 24 al fondo.
Calificados tratadistas sostienen que Rabat no siguió adelante en Naciones Unidas con nuestras provincias, en 1976, para centrarse en el Sáhara, disociándolas del entonces conflicto vivo saharaui. Puede ser. Incluso un representante permanente nuestro, Francisco Villar, profundo conocedor del tema y de quien me reitero tributario de su libro, El Sáhara en llamas, ha dejado escrito, en frase autorizada aunque efectista, “que el tema ha quedado en Naciones Unidas, pendiendo cual espada de Damocles sobre la cabeza del estado español hasta que a Rabat le interese reavivarlo”. Pero también podría pensarse que la hábil diplomacia alauita, (he pasado tiempo escuchando y leyendo a Hassan II, en aquellos calmos crepúsculos azules y añorados de Rabat) no ignoraba y así sigue, claro, los riesgos, ciertamente marcados, que el Estatuto de Territorios No Autónomos presenta para su causa y que como escribo invariablemente y vuelvo a repetir en esta síntesis de urgencia, pour décourager, término de difícil conjugación pero suficientemente inteligible, “no queda claro, antes al contrario, que las ciudades terminen en Marruecos”. Hace poco en el Instituto de Estudios Arabes, uno de nuestros cinco, y quizá me pase de largo, más completos diplomáticos, Javier Jiménez Ugarte, citaba “al amigo Ballesteros, gran luchador por Ceuta y Melilla”, refiriéndose al juego con el Comité de los 24 al fondo Excellence, me saludó la gentil azafata en mi último vuelo desde El Aaiún a Rabat. Y luego a La Habana donde localicé los cuadros del museo del Prado que allí quedaron tras el 98 y sobre los que el gobierno castrista nunca había contestado a la petición de información de nuestra embajada. Veo en una foto cómo me saluda Fidel, con aquella mirada atenta, inquisitiva, indefinible. Pero dejando el museo Bacardí, donde están, en Santiago de Cuba, en el extremo opuesto de la isla, con el testimonio lacerante de nuestra flota hundida, volvamos a El Aaiún, de donde regresé, como fui, sin más equipaje que la piedra del Sáhara, regalo de nuestra Misión Cultural, representando un ave, demostrativo de que el desierto fue un vergel, y en el afecto que lo envolvía, de que había cumplido la misión, quizá una de las mayores de protección de compatriotas del siglo XX, como he escrito otras veces.
La única ¿la última? vez que en horizontes positivamente recordables, España hizo un touché por aquellas latitudes. Por “el valeroso Ballesteros” preguntaban desde Santa Cruz a nuestra embajada en Rabat. E impecable, además, porque en Rabat, poco entusiasmados con mis desplazamientos al territorio, como no se recataba en manifestar su cónsul en Las Palmas, sólo se quejaron, sotto voce claro está, me enteré por nuestros hombres del CESID, a los que rindo tributo, de que lo único que pudo hacer el poderoso gobernador, en su perplejidad y titubeos, fue sorprenderse de que nunca me acercara a saludarle, es de suponer que en su protocolo a rendirle pleitesía, sin que nadie reparara, yo incluido que todo hay que decirlo, en que antes que descortesía, desde luego que involuntaria (el árabe, el mejor anfitrión, “quién no conoce al Sr.Ballesteros”, se excedió años más tarde en Rabat el competente ministro que presidía las conversaciones sobre el túnel del Estrecho, que ahora, en plena euforia por el blessing norteamericano, Marruecos pretende volver a resucitar) la cuestión podría emplazarse si en ella se recaía, lo que no fue mi caso reitero, en que no se dejaba ni la menor fisura para exégesis interesadas acerca de la soberanía, más allá de tecnicismos básicos: todo estado tiene derecho a ejercer protección consular sobre personas y bienes en territorio de otro país, aunque no haya relaciones diplomáticas, sin que eso implique el menor reconocimiento de soberanía.
Ahora, como termino de escribir en el artículo Los contenciosos diplomáticos españoles, 2021, y sin que el gobierno me llame a pesar de que lo han pedido desde instancias más que calificadas, el Instituto de Estudios Ceutíes, en primera línea de nuestras controversias, y “La carta de los 43”, profesores, diplomáticos, hasta un ex JEMAD, y de que mi competencia, en éste y en los demás contenciosos, esté reconocida al máximo nivel dentro y fuera de Espana, lo único que acierto a formular es la insistencia para que acabe el drama saharaui, ya casi una interminable media centuria, que de la mano de la realpolitik, para eliminar que una renuncia mayor del trono alauita se traduzca en un golpe de Estado, esta vez definitivo, ahí están mis páginas sin fin sobre los golpes de Estado, incluidos los marroquíes, y por el otro lado, a fin de atenuar, de minimizar en lo posible la eventualidad de que la entidad saharaui acabe difuminándose, “una nación desaparece en el desierto”, dentro de la gran autonomía ofrecida por Rabat, que tiene en estos momentos casi todas las cartas en la mano, invita, no nos atrevemos a subir la carga del término, a la partición.
Desde el campo saharaui se ha denunciado que Sánchez haya eliminado la referencia a la autodeterminación en una nueva concesión a Marruecos, al reclamar una solución política, justa, duradera y mutuamente aceptable bajo los auspicios de Naciones Unidas, al tiempo que la titular de Santa Cruz demanda al secretario general que nombre a su representante para la zona, tras año y medio sin hacerlo. Es cierto que en su intervención ante la Asamblea General en setiembre del 2018, mencionó el derecho a la libre determinación del pueblo saharaui, que lleve a la celebración de un referéndum. Y es exacto, recuerda Alfonso Lafarga, que en la de setiembre del 2019 ya omitió la autodeterminación y al parecer así se ha seguido manifestando al respecto, manteniendo el resto de la larga, inercial e innecesaria retahíla, a cuyos autores no podemos felicitar. Justa, no van a proponer que injusta, digo yo, y similar comentario para el duradera y no digamos acerca del mutuamente aceptable. Y así desde el 91, cuando se establece el alto el fuego.
Lo trascendente radica en una solución política. Ya Kofi Annan, a quien recuerdo como un profesional serio y dedicado amén de proceder del Africa profunda, hace veinte años, invocando la realpolitik, “el conflicto no tiene solución técnica” sugirió pragmático, realista, entre cuatro salidas, la partición, tesis a la que, conociendo a los contendientes y consecuentemente pronosticando con fundamento la dificultad, en el obligado eufemismo, de llevar a cabo el previsto referendum, me he adherido, lo que me ha costado más de una crítica de tirios y troyanos y hasta de aficionados. Incluso mi amigo, el ministro de Exteriores que más se ha ocupado de los contenciosos, Moratinos, sostuvo “antes pudo ser, ya no”.
Me ratifico una vez más en la clave mayor de la proposición: el acuerdo directo entre las dos partes, sin interferencias ni acompañamientos. Y de ahí, la congruencia, traducida en seguridad para la monarquía alauita y garantía de continuidad del pueblo saharaui con su identidad, “una nación nace en el desierto” en la acuñación de Jesús Contreras, llevaría casi indefectiblemente a la partición.

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