Una de las escasísimas consecuencias positivas que se pueden extraer de este cataclismo social que invade nuestro tiempo, es que desnuda los sentimientos. En una sociedad mercantilizada hasta el paroxismo, la riqueza material desplaza con mucha facilidad las cuitas del alma humana. Las prioridades están siempre en los objetos que pugnan por deslumbrar, cegando las razones del corazón. La zozobra que está produciendo este inesperado derrumbamiento de confortables certidumbres, está forzando una acelerada y profunda revisión de los fundamentos del modo en que entendemos la vida en comunidad.
Nuestra ciudad no está exenta de este torbellino de emociones colectivas. Aquí se está traduciendo en un denso pesimismo que todo lo amenaza, imponiendo su poder destructivo. Comienza a ser una marea la suma de los que piensan que “Ceuta no tiene arreglo”. Desde los análisis más científicos, hasta los síntomas políticos más evidentes, pasando por la intuición más rudimentaria, en todos los sectores de la opinión pública se cierne un halo de oscuridad que apaga el futuro.
Esta negatividad tiene un origen múltiple. Ni es imputable a una sola causa, ni es espontánea; sino que se ha ido consolidando como una seña de identidad a base de torpezas y errores. Un somero recorrido por nuestra historia reciente demuestra que somos un pueblo errático. Hemos llegado a esta situación sin querer. Pero sin hacer nada para impedirlo. Ahora, los retos a los que nos enfrentamos son de una magnitud tal que su simple enunciación, provoca un inevitable estremecimiento. Resumimos: Ceuta debería ser una ciudad plenamente intercultural y socialmente cohesionada, sustentada sobre un modelo económico independiente y autosuficiente, capaz de generar empleo y riqueza para todos, en un marco político estable definido por el reconocimiento internacional inequívoco de la españolidad de Ceuta y su normalización en el estado de las autonomías y un tratamiento específico adecuado en la Unión Europea. Hoy, pura utopía.
Y lo peor es que carecemos del requisito imprescindible (aunque no suficiente) para acometer empresas de esta naturaleza. Los ceutíes no estamos unidos. Todo lo contrario. No hay un ámbito de la vida pública, por pequeño o intrascendente que sea, en el que no se libre una dura batalla en defensa de los intereses particulares de cada cual. El sentimiento predominante es la desconfianza de unos hacia otros. Todos piensan que el de enfrente oculta una intención espuria o procura el mal ajeno. Cada intento de hacer algo juntos se salda con un estrepitoso fracaso y un irreversible envenenamiento de relaciones personales que trunca el próximo esfuerzo. En Ceuta tenemos la fatídica cualidad de descalificar de manera radical y definitiva a quien no comulga con nuestro interés inmediato. De este modo, la vida pública se convierte en un espacio de imposible supervivencia que tritura con saña potencialidades, personas y oportunidades.
Algunas tentativas frustradas ilustran con asaz claridad esta tragedia. El Foro de la Educación, en la Ciudad con más fracaso escolar de España, a penas es capaz de reunirse, de debatir o consensuar una propuesta, ni hablamos. La Mesa por la Economía, en la Ciudad con más paro de España, que inicio su andadura con brío y esperanza, se empieza a marchitar, convirtiéndose en un escenario para dirimir estrategias partidistas. No es descabellado advertir que puede terminar como el Consejo Económico y Social, instrumentalizado y muerto. La Plataforma por la autonomía ya se extinguió. Y ni siquiera la Cumbre Social, concebida en todo el país para contestar unitariamente las políticas de recortes, se ha podido constituir en Ceuta.
Es deprimente la resistencia de los ceutíes a aprender una lección tan elemental: “Es imposible construir un proyecto colectivo desde el individualismo exacerbado y el reproche mutuo”.
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