Dentro de sus conocimientos elementales de política nacional, Adalberto sabía distinguir entre las dos formas principales de entender esa realidad. Por un lado el socialismo, que situaba al Estado como centro de la actividad económica, pretendiendo que las empresas públicas canalizaran las posibilidades de empleo, con lo que el número de funcionarios aumentaba, disminuyendo la actividad del sector privado. Por otro, los conservadores o de derechas, entendían que la empresa, junto a la economía de mercado, eran el centro de lo económico y se tendía a privatizar las actividades, incluso las que se referían a sectores de uso público como el tratamiento de residuos, el transporte, sanidad o incluso la educación.
Sin embargo, en su ingenuidad, aquel hombre había constatado que ambas tendencias se dulcificaban y los socialistas admitían perfectamente la libertad de empresa, mientras los conservadores se movían hacia el centro, permitiendo una socialización controlada de ciertas actividades económicas. Lo que ponía de los nervios a Adalberto Pérez es que el político de derechas se reafirmara en su credo político y, en cambio, hurtara a la empresa privada las posibilidades de negocio, mientras se creaban sin parar estructuras públicas que copaban determinados servicios, la promoción inmobiliaria, las obras y otras actividades. Y peor le parecía que los grandes negocios quedaran en manos de compañías que nada aportaran a la ciudad o territorio en cuestión, mientras se predicaba lo contrario.
Adalberto constataba que en estos casos de engorde desmesurado del sector público en un marco político conservador, el número de funcionarios y empleados crece sin cesar y nadie entiende nada porque, además, la empresa privada pierde importancia y los trabajadores aspiran a colocarse en las administraciones públicas, donde el sueldo es mayor, la seguridad en el puesto total, la disciplina de baja intensidad y se dispone de más tiempo libre.
Aquel hombre corriente que normalmente pasaba desapercibido, se dio cuenta enseguida que ese hipotético político conservador, al practicar la técnica de muchos funcionarios y demasiada empresa pública, se encontraba ante un callejón sin salida en tiempos de crisis, ya que las mencionadas sociedades no se justificaban pero, en cambio, no podía prescindir de los funcionarios, ni de los empleados laborales, ni de los interinos, sin soportar una gran erosión en su prestigio y, desde luego, las consiguientes diatribas del Savonarola de turno.
Porque la empresa privada, cuando bajaba la cifra de negocio, podía ajustar la plantilla a la nueva situación de una forma quizás dolorosa, pero dentro de la mayor normalidad. Se disminuían los gastos generales, tomando medidas de ajuste inmediatas y las estructuras de adaptaban al nuevo escenario económico, esperando que cambiaran las circunstancias.
Adalberto y su esposa coincidieron que lo mejor es que cada político aplique, al llegar al poder, el ideario económico de su formación para evitar confusiones, con lo que se potenciaría la empresa y el empleo públicos en el caso del socialismo, protegiendo la iniciativa privada cuando los conservadores controlaran la situación. Y para esto último, sería imprescindible que ese político conservador o el socialista, creyeran en la bondad de lo que predican.
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