Opinión

La democracia en Latinoamérica evidencia un deterioro avanzado

A criterio de numerosos expertos, en los últimos años América Latina ha experimentado la transición y el afianzamiento democrático. A decir verdad, se han originado importantes avances para apuntalar el derecho universal al voto, las elecciones libres y transparentes y el acceso a la permanencia en el poder de los cargos designados. No obstante, cada uno de dichos componentes no son lo suficientes como para garantizar el raigambre de los regímenes democráticos. Y es que, los sucesos recientes son representativos para el devenir de un retroceso autoritario.
Con lo cual, la democracia en Latinoamérica presenta elementos aglutinadores de fragilidad vinculados con la ineficacia del Estado de ampliar los derechos humanos esenciales al conjunto de la población; requerimiento primordial para convertir a los habitantes de un estado en ciudadanos de pleno derecho y avalar la cohesión social, la participación, el sentido de pertenencia hacia el Estado y el apoyo estable a la democracia. O lo que es lo mismo, como pieza legitimadora.
Pese a las muchas discrepancias habidas entre las naciones de América Latina, algunas de sus peculiaridades comunes revelan la astenia democrática. La desigualdad es la más notable, pues las mayores cotas de concentración de la riqueza universal se hallan en esa región. Las implicaciones son superlativas, pues las divergencias que definen a los estados latinoamericanos atañen con el mantenimiento de bolsas de pobreza e indigencia que colisionan con los valores medios de riqueza, siendo la amplia mayoría de renta media y en algunos casos, elevada.
Estaríamos refiriéndonos a una pobreza y desigualdad de tipo multidimensionales, que unido a la carencia económica yuxtaponen la falta de acceso a las necesidades y los servicios básicos, como la falta de oportunidades, la exclusión social y la discriminación. Esta última, repercute a una diversidad de grupos sociales que abarca desde mujeres, a pobres, campesinos e indígenas, dando origen a una masa inmensa de excluidos.
Mismamente, la desigualdad concierne de modo directo a las políticas expeditivas y a la posibilidad de acceso al poder por parte de la población. De hecho, la concreción de la riqueza y el poder conlleva la puesta en escena de mecanismos que otorgan a los grupos privilegiados desarrollar el statu quo. Estos dispositivos están significados sustancialmente por la violencia y la corrupción, anomalías que alcanzan extremos destacadísimos en la zona.
A ello hay que añadir, la inseguridad social como una de las principales inquietudes de la urbe latinoamericana, que igualmente duda de la capacidad del Estado en el desempeño de su función de protección.
Por otro lado, la corrupción languidece la cohesión social y disminuye considerablemente la probabilidad de cimentar un pacto social consistente. Es más, por medio de diversos canales, la desigualdad imposibilita el establecimiento y arraigo de una base social amplia y competente para apoyar el desarrollo de democracias sólidas y activas.
Con estas connotaciones preliminares, la democracia en América Latina ha vivido la etapa más dilatada de regímenes democráticos y nombramiento de representantes mediante elecciones. Pero, valga la redundancia, a día de hoy, existen inconvenientes de calidad en las democracias. Evaluando los progresos ante posibles desidias e inacciones democráticas, se advierte una evidente desilusión ciudadana por la desproporción en la distribución de la riqueza y el ejercicio del poder, además de la escuálida participación popular en las cuestiones públicas, la corrupción pública y privada, la inseguridad ciudadana y la extenuación estatal, entre algunos aspectos.
Digamos, que el territorio se atina en una encrucijada en toda regla, porque ha de procurar un salto cualitativo de superaciones adicionales y de mayor ciudadanía, o de lo contrario, se debilitarán los déficits democráticos presentes.
Adelantándome a lo que posteriormente fundamentaré, es imprescindible promover una onda expansiva de democratización para optimizar la capacidad y potencial del Estado, robustecer el Estado de derecho, extender la ciudadanía y como no, empequeñecer la desigualdad, así como perseguir la informalidad y la corrupción confeccionando institucionalidad.
De lo contrario, aumentará la insatisfacción y el desafecto generalizado a la democracia como fórmula política y ordenamiento de lo individual y colectivo, aflorarán más limitaciones a las libertades de expresión y al Estado de derecho y habrá mayor incertidumbre ciudadana y políticas represivas prestas o enmascaradas. Sin inmiscuir, que proseguirán persistentemente el proceso por el cual una empresa o sector económico pasa a ser inspeccionado directamente por el Estado, sin calidad ni transparencia, presa del acicate dictatorial.
Luego cabría preguntarse: ¿en qué medida pueden las personas tender valores democráticos, si por antonomasia la vida diaria se emprende en circunstancias verticales? En las postrimerías de 2022 la política en algunos estados de la región han exhibido reiteradamente indicativos de inestabilidad. Pero, más allá de la amenaza de los hechos confirmados, las dificultades políticas son fundamentalmente de y entre las élites políticas, y la ciudadanía en general, poco tiene que entrever. Si bien, los efectos desencadenantes de la crisis afectan ampliamente. El caso más acuciante es la coyuntura derivada en la República del Perú, con la tentativa malograda de Pedro Castillo Terrones (1969-53 años) de diluir inconstitucionalmente el Congreso, su consecuente destitución y la recalada de Dina Boluarte Zegarra (1962-61 años). Así, Perú, ha tenido en seis años, nada más y nada menos, que seis presidentes.
Entretanto, en la República Argentina, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner (1953-70 años) y líder de facto de la coalición gobernante, se le condenó a seis años de prisión por administración fraudulenta e inhabilitada para desempeñar deberes públicos de por vida. Toda vez, que aunque ello no comporta irreparablemente su marcha del ente político, es una seña de identidad de la consumación de la era kirchnerista.

“Una sociedad que apenas tiene puesta su confianza en quienes la representan, es un colectivo que puede acabar desligándose de la democracia”

Mientras, en la República Federativa de Brasil la extrema derecha que respalda a Jair Messias Bolsonaro (1955-68 años), se echó a las calles para reprobar la apretada victoria en segunda vuelta de Luiz Inácio Lula da Silva (1945-77 años). Amén, que Bolsonaro se negó rotundamente a dar por válido los resultados hasta un mes después de su elección, luego de que ninguna institución lo asistiera, incluyendo la parcela militar.
En Estados Unidos Mexicanos, Andrés Manuel López Obrador (1953-69 años) y su partido Movimiento Regeneración Nacional, han puesto en movimiento una serie de maniobras formales e informales, al objeto de atenuar a las instituciones que resuelven las elecciones. En un estado donde la transición y la democratización se asentó sustancialmente en establecer condiciones de independencia e imparcialidad en el encargo electoral, embestir mediáticamente a los órganos electorales y pretender cambiar su armazón institucional sin determinación y deliberación, puede poner en riesgo el caudal democrático. A pesar de todo, hasta ahora la severidad de tales procesos se han resuelto dentro de los carices institucionales.
Los lamentos en ocasiones sucintos del desgaste democrático en la zona se sustentan en una idea simplista. Las competencias entre las élites partidistas se hacen notar en entornos institucionales con elecciones libres y justas. Pese a ello, las fuerzas políticas derivan cada vez más de los recursos de Estado y menos de sus integrantes, mientras que los representantes se dedican más a las agendas de grupo que propiamente a las materias que inquietan a la sociedad. Y los poderes ejecutivos replican cada vez más a las fuerzas que ejercen una gran influencia que a la ciudadanía.
Por ello, los conflictos de la democracia son oscilaciones de las élites. La mayoría de los individuos son únicamente meros espectadores, pues la vida cotidiana se desentraña en situaciones que poco o nada tienen que ver con la política y la democracia. Además, de la persistente susceptibilidad hacia los políticos, el laberinto de los sistemas institucionales aparta a la ciudadanía de la política.
Según el Latinobarómetro, en 2020, una encuesta de opinión pública anual que involucra unas 20.000 entrevistas en dieciocho países de América Latina y que representa a más de 600 millones de personas, más del 70% de los sujetos estaban poco o prácticamente nada interesados en la política.
Los estudios sobre las democracias se han ceñido entre otros aspectos, en los matices institucionales, los paralelismos entre los poderes formales instituidos y las dinámicas de los sistemas de partidos y electorales. Pero, curiosamente es casi nula la observación a la relación entre los procedimientos políticos y los medios cotidianos de la ciudadanía, y sus vínculos y clarividencias hacia los ingredientes de la democracia.
Posiblemente algo lejos en el camino, pero imprescindible en los datos examinados, en 1977 se editó en Inglaterra el Informe de la comisión de investigación sobre democracia industrial, conocido como “reporte Bulloch”, que detalla el temple de las empresas en ese país, la causa de sindicalización de los trabajadores y sus derechos de intervención en las entidades.
Divulgado hace ahora cuarenta y seis años, este Informe puso en primera plana la cuestión de la democracia industrial, y suscribió el principio de numerosas experiencias de democracia sindical y las conexiones entre los sectores económicos en diversos estados europeos como Alemania y Suecia. Tal es así, que reveló que un sistema político democrático-representativo sólo puede activarse eficazmente si en las estructuras verticales como las industrias y las empresas, igualmente se promueven experiencias democráticas.
La democracia industrial hace mención a las probabilidades de los trabajadores de influir, formal e informalmente o directa o indirectamente, el trazado de los procesos dentro de una empresa, incluido no exclusivamente en las dirigencias sindicales, sino igualmente en la mecánica organizativa.
Actualmente empresas consagradas a las nuevas tecnologías concretan en gran parte el acontecer de procesos políticos y sociales. Así, empresas como Microsoft, Apple, Tencent, Google, Facebook o IBM, poseen un golpe de efecto en la economía global que alcanza poco más o menos, que el 40% de las transacciones, y el comercio electrónico es el 5% de todo el PIB mundial. Esta es en definitiva la aldea cotidiana de millones de personas en la que debemos ponderar en otras formas de democracia.
Atajar la decadencia significa dejar de conservar involuntariamente las instituciones que le dieron forma en el siglo XX, pero que ya no operan. Supone cambiarlas o reemplazarlas por otras que se adecuen a este contexto que poco o nada tiene que ver con el de hace algunas décadas. Pero encajar destrezas democráticas en las relaciones verticales cotidianas no es una labor sencilla y puede ser erróneo si no se hace acertadamente. No obstante, las herramientas que proporcionen a la ciudadanía ver correlación entre su vida diaria y la política en las instituciones, pueden enmendar la calidad de la democracia y aproximarla nuevamente a la política.
Desburocratizar la democracia es esencial, pero incluso los armazones de democracia directa que intentan remediar la crisis, acaban en determinadas ocasiones profundizando en ella como consecuencia de que pueden ser manejadas por las élites, como ocurrió con el malogrado proceso constituyente en la República de Chile, o con el automatismo instrumental que un grupo minoritario ha ofrecido a los referéndums y plebiscitos. Queda claro, que si estamos dispuestos a recuperar los valores democráticos, hay que componer ciudadanía democrática. De lo contrario, proseguiremos a expensas de los grupos políticos que perecen a placer a los señuelos imperativos.
En otras palabras: la insatisfacción democrática popular es la máxima y no la irregularidad. Los más escépticos y suspicaces son quienes se dejaron llevar por la corrupción, conducen a escenarios económicos nefastos o reconvienen su gobierno. Hay menos repercusión a los posibles golpes de Estado y menos apoyo a las elecciones.
El compromiso de los ciudadanos con los principios democráticos es un elemento capital para hacer más fuerte la democracia. Esta responsabilidad incumbe en gran parte del cometido y el positivismo de las administraciones. En los últimos tiempos, Latinoamérica ha transitado por caminos escabrosos que podrían ser indicios de inestabilidad democrática en la región. Llámense reprobaciones masivas contra el deficiente gobierno, el nombramiento de líderes antisistema y la toma de poder de algunos ejecutivos fuera de tono.
Hay que sacar a la palestra que la democracia se nutre como el sistema de gobierno de los estados de la demarcación. Para valorar el futuro de la democracia, es necesario esclarecer si estos argumentos ocurren a pesar del compromiso de las personas con el sistema democrático o si por el contrario, son el resultado del apoyo a regímenes que infringen la democracia. El Proyecto de Opinión Pública de América Latina (LAPOP), como proyecto de investigación especializado en el desarrollo, implementación y análisis de encuestas de opinión pública, muestra información de importante calado.
Mediante reseñas de una encuesta bianual y multinacional que aglutina cuestionarios que estiman el apoyo directo a la democracia desde varias facetas, el Barómetro de las Américas permite determinar cuáles son los fundamentos de la resiliencia o la degradación de la democracia. En principio, parece que concurre un supuesto compromiso con la democracia como ideal, pero, análogamente, quedan pistas alarmantes que apuntan a una alteración en la legitimidad democrática. Particularmente, se reconoce una depreciación gradual, pero concluyente en el rehúso a los golpes de Estado por parte del Ejecutivo y en la confianza en las elecciones.
Este desnivel democrático es el resultado de acciones contradictorias de los ciudadanos con sus gobiernos, principalmente, en torno a la corrupción y el menoscabo económico. Según antecedentes de finales de 2022, la amplia mayoría de los individuos en Latinoamérica y el Caribe dan el visto bueno a la imagen abstracta de democracia. El 61% entiende que ésta es el mejor perfil de gobierno, aunque se confirma una fuerte fricción en el apoyo democrático si se coteja con los porcentajes comparados allá por el año 2004.

“Para que la democracia en América Latina sea una herramienta valiosa y de transformación es indispensable predecir los patrones de las posibles crisis, vislumbrar los vacíos estructurales y el modo de resolverlas o al menos empezar a contrarrestarlas”

En la cota individual, manifiestan menores grados de apoyo a la democracia quienes se hallan en los valores socioeconómicos y de educación inferiores, además de aquellos que fueron víctimas de la delincuencia y la corrupción, como los sujetos que tuvieron experiencias económicas dañinas y no admiten el gobierno en curso. A la par, este empobrecimiento en el sostén al sistema democrático se extrae porque se refleja un profundo descontento. Para ser más preciso en lo fundamentado, en trece de los veinte estados incluidos en la selección del Barómetro de las Américas, más de la mitad de los encuestados dicen no estar conformes con la democracia.
La mayoría de los países advierten una acentuación en la insatisfacción a través del tiempo. En Chile, la República de Honduras y Colombia, el alcance de este incremento sobrepasa los treinta puntos porcentuales. Las claras distinciones corresponden a la República Dominicana, Ecuador y el Salvador, donde el descontento se acrecienta en 33, 25 y 17 puntos porcentuales, respectivamente. Ni que decir tiene, que las experiencias de los individuos precisan cuán satisfechos o no están con la democracia. Como ante he señalado, el agravio se agiganta para quienes han sido víctimas por la corrupción o les traslada a posiciones económicas no demasiado halagüeñas.
La adulación al apoyo indeterminado a la democracia y la insatisfacción con este sistema vienen seguidas de una desvalorización en el deniego a retrocesos democráticos como golpes de Estado del Ejecutivo o golpes militares.
Aún la inmensa mayoría de las personas en América Latina se encuentran en contra de estos compases antidemocráticos. La repulsa a los golpes del Ejecutivo se comprimieron en más de diez puntos porcentuales en todos los estados, exceptuado la República de Paraguay, la República Oriental del Uruguay y la República Argentina.
Las cotas de oposición a los golpes militares se han sostenido en la región. Sin embargo, en Argentina, Jamaica, Paraguay y la República de Haití, se registra una baja específica en el rechazo a esta manera de marcha atrás democrática. La oposición a los golpes del Ejecutivo es inferior, reduciéndose más apresuradamente entre los individuos con bajo margen socioeconómico y de educación, lo más jóvenes y quienes asocian tener experiencias negativas con el Estado como la corrupción.
A la vez que el retroceso a los golpes de Estado se acorta, la confianza en las elecciones ha experimentado un bajada a lo largo del tiempo. En 2022, en promedio, el 42% de los latinoamericanos expresan depositar su optimismo en las elecciones. Si bien, la satisfacción es baja o enormemente baja en la mayoría de los países.
Pongamos por ejemplo los casos de Honduras, Paraguay, Colombia y Haití, donde la proporción de ciudadanos que confían en las elecciones es menor al 30%. Son en todo caso los más jóvenes quienes más dudan de este componente democrático, además de quienes juzgan categóricamente al gobierno y aquellos que han sido víctimas por corrupción.
Llegados a este punto, en los últimos trechos, Latinoamérica ha experimentado tanto la transición como la fijación democrática. Considerándose como una evolución que la democracia es el método más favorable para garantizar el desarrollo humano, el aumento de oportunidades en la designación de personas, así como el respeto y la inclusión de las diversidades que cada sociedad ostenta. Ahora bien, las democracias no resuelven los requerimientos fundamentales para que sean democracias íntegras, capaces de avalar objetivamente los derechos políticos, civiles y sociales.
Son sobre todo las astenias sociales las que ponen en serio riesgo los progresos democráticos, y en particular, la desigualdad es la variable que se encuentra en el fundamento de las irregularidades de los estados latinoamericanos, incurriendo en los elevados niveles de pobreza, se amplifica la conflictividad social, socava la seguridad pública y postra la calidad institucional.
Como es sabido, la desigualdad sumada a la pobreza causan gran vulnerabilidad en relación con el entorno internacional. Las derivaciones de la crisis global del momento en una situación de profundo déficit social ponen en peligro las mejoras económicas y sociales de las últimas décadas, amenazando el desarrollo democrático ya que la escasez de ecuanimidad imposibilita la sostenibilidad del desarrollo. Un bienestar no repartido entre la población no implica el progreso del conjunto de la ciudadanía, sino únicamente el enriquecimiento engañoso de una élite a costa de los demás.
En consecuencia, desde que inició su andadura la democracia en América Latina, ha vivido el período más extenso de regímenes democráticos y nominación de autoridades mediante elecciones. Pero existe una contrariedad de calidad en las mismas. Se distingue cierto hastío ante la aspereza de la riqueza y el poder, la laxa participación popular en las temáticas públicas, la corrupción pública y privada, la inseguridad ciudadana y la debilidad estatal.
Una sociedad que apenas tiene puesta su confianza en quienes la representan, es un colectivo que puede acabar desligándose de la democracia. Para que ésta sea una herramienta valiosa y de transformación es indispensable predecir los patrones de las posibles crisis, vislumbrar los vacíos estructurales y el modo de resolverlas o al menos empezar a contrarrestarlas.

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