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Del Nuevo Mundo al Mundo Único

Uno de los aspectos que caracteriza al discurso de la élite ceutí es su excesivo provincianismo. La Ciudad de Ceuta decidió hace tiempo embarcarse en la conmemoración del sexto centenario de la conquista portuguesa de la ciudad, acontecido en 1415. Desde su anuncio se ha desatado una agria polémica política entre el Gobierno y la oposición a cuenta de este acontecimiento y de la fundación que se ha constituido para organizar este evento conmemorativo. Unos y otros, enfrascados en su particular lucha partidista y carente de una mínima perspectiva histórica, ignoran la importancia que para el desarrollo de la civilización occidental tuvo el inicio de la expansión ultramarina que arrancó con la conquista lusitana de Ceuta. A partir de este hecho histórico, el espíritu dominante en la Europa occidental paso a ser el de la expansión y la aventura.
El hombre occidental, según comenta Mumford en su obra La condición del hombre,  “perdió el respeto por los límites: lo desconocido, lo no hallado, lo ilimitado empezó a tentar su imaginación y a liberar sus instituciones”. En apenas un siglo, la tradicional concepción medieval del tiempo y del espacio experimentó un drástica transformación. Al mismo tiempo que los barcos desplazaban la línea del horizonte, la mente de estos intrépidos navegantes escapaba de los confinados límites de su visión espacial. De igual modo, el inicio de la era de los descubrimientos ayudó a crear un nuevo ideal de la personalidad humana, cuyos deseos, ya no encerrados en sueños, obraban sobre el mundo exterior como voluntad pura. Como consecuencia de este  fenómeno, “el hombre exterior conquistó, pero el hombre interior abdicó”.
Las cosas empezaron a hacerse de forma diferente. Por primera vez se hizo posible pensar en un principio nuevo, descartando todos los dogmas, las prescripciones y costumbres existentes, tratando de cimentar un orden social  mejor sobre la base de observaciones sin trabas y experiencias racionales. Los cimientos que sostenían el orden establecido empezaron a ceder. Pronto el edificio cedió abriendo la posibilidad de un nuevo mundo en lo social y lo político. El dibujo de este Nuevo Mundo correspondió a los escritores utópicos como Tomas Moro. Parte no pequeña de lo que Moro formuló en el siglo XVI, y plasmó en su célebre Utopía, se convirtió en el programa activo de los movimientos democrático y socialista que tomaron forma en el siglo XIX.
La apertura de un Nuevo Mundo tuvo un efecto profundo sobre la personalidad humana. A partir de estos momentos empiezan a surgir un nuevo ser humano, el hombre disociado. Este nuevo ser, ante los horizontes que se le presentaban, pudo fácilmente romper con los vínculos que le unían a su lugar de nacimiento, a las tradiciones de su tierra, al grupo humano en el que creció, e incluso a su más íntimo círculo familiar. La disociación de la que hablamos se dio en dos planos: el espacial y el temporal. Como fruto de esta huida de la hasta entonces limitada esfera personal surge, por el lado espacial, el viajero, el aventurero, el colono; y por el lado temporal, aquellos que pretenden escapan del hic et nunc (el aquí y ahora), el arqueólogo, el historiador y el amante de las antigüedades. La ruptura con los referentes tradicionales afectó a la propia personalidad del ser humano iniciando un proceso de desintegración que, como Mumford describe, hizo que el hombre exterior floreciera, pero se replegara el hombre interior, provocando unas series lesiones en la estructura social.
De las disociaciones antes comentadas que estableció el hombre del Nuevo Mundo, quizá la de mayor impacto fue su alejamiento de la comunidad. Las fuertes alianzas personales y sociales del periodo medieval fueron sustituidas por elementos artificiales de cohesión que impuso unos estados cada vez más poderosos y omnipotentes. No es, pues, casualidad, como comenta Mumford, “el que una edad que se jactaba de su libertad, su individualismo, su desprecio de los lazos históricos y los tradicionales deberes cívicos, haya sucumbido al absolutismo y ampliado el reino de lo uniforme. El impulso hacia la ilimitada afirmación del ego, fue reprimido por un idéntico impulso de conformidad servil. Abandonando la búsqueda de la unidad espiritual, el individuo atómico aceptaba la uniformidad mecánica”.
El principal argumento al que echan mano quienes promueven y defienden la conmemoración del sexto centenario de la conquista portuguesa de  Ceuta es que, con este episodio histórico, nuestra ciudad entre “en la Era Moderna”. El concepto de hombre moderno debe ser tomado como denominación histórica que cubre un tipo de existencia, un modo de pensamiento y vida social, de un nuevo ego y superego que es cierto comienza a conformarse en las primeras décadas del siglo XV.
El término moderno fue empleado para que los nuevos postulados sociales, políticos y culturales de ese periodo  marcaran distancia con los de tiempos precedentes, por tanto, esta palabra fue considerada un apelativo elogioso. La misma palabra moderno viene de un vocablo latino que quiere decir ahora mismo. Ser moderno significa, por lo tanto, estar a la moda, lo que supone descartar el pasado, como hoy día hacemos con la ropa de la pasada temporada. En este viaje que aún continúa, al término moderno le acompañaron otros como cambio, innovación y progreso. Con estos nuevos pertrechos, el hombre del Nuevo Mundo cambió su antigua fe por el culto a la novedad constante. Con un simple vistazo al calendario podía el hombre establecer el valor de los objetos y las instituciones que le rodeaban. Lo antiguo fue considerado sinónimo de anticuado y lo moderno de lo mejor.
Desde el punto de vista ideológico, el hombre fue un auténtico esperpento. Un ser conformado única y exclusivamente para la expansión. La aceleración de la velocidad y la conquista de nuevos territorios se convirtieron en una obsesión. Su mente se adoptó a un modelo de abstracciones que giran en torno al tiempo, el poder y el dinero tomados por principios cuantitativos ilimitados. El propósito vital de estos hombres, de los que somos herederos, fue incrementar el poder, la velocidad, el dinero y ganar tiempo. Todo lo que queda fuera de estos principios y no podía cuantificarse dejo de ser real. El mundo subjetivo fue enviado al mismo rincón en el que se acumulaban todo aquello considerado trasnochado por este ser dominado por el pensamiento mecanicista.  
El hombre moderno, en definitiva, era un ser acondicionado mentalmente para la conquista del mundo exterior. Su imaginación, sueños y fantasías consistían en obtener un poder ilimitado que liberaría al hombre de todo tipo de esfuerzo físico e incluso mental. Pero después de seiscientos años de denodados esfuerzos, podemos observar que tales pretensiosas aspiraciones aún residen en el mundo de las ilusiones  A pesar de sus máquinas, millones de seres humanos se mueren de hambre en medio de la abundancia; a pesar de sus conocimientos científicos, la civilización ha dado evidentes muestras de barbarie como las dos guerras mundiales que asolaron el mundo durante la primera mitad del siglo XX o las que en hoy día continúan por otros puntos del orbe.
Puestos en el presente, aunque la mayoría de la ciudadanía no lo percibe, la edad de la expansión, o en términos económicos de crecimiento, está cediendo el paso a una edad del equilibrio. Muchos se resisten a reconocer que el periodo del crecimiento económico, de la expansión territorial, poblacional e industrial ha terminado. Paradójicamente, la constatación de su inevitable fin se puede observar con claridad en uno de los lugares donde la era de la expansión comenzó, en Ceuta. Nuestra ciudad ha llegado al máximo de su capacidad de crecimiento urbanístico, poblacional y económico. Los desequilibrios entre energías naturales y vitales, entre población y recursos disponibles, entre capacidad del tejido productivo y demanda de empleo, entre viviendas, equipamiento e infraestructuras son extremos. Corregir estos desequilibrios no va a ser fácil, si es que alguna vez se emprende esta ardua y compleja tarea.
No quisiéramos terminar este artículo sin dejar un mensaje esperanzador, sin proponer un reto colectivo. Si hacemos un diagnóstico de la actual situación local, nacional y mundial en términos puramente racionales no parece quedar demasiado margen para la esperanza. Aunque nuestro futuro está necesariamente condicionado en parte por nuestro pasado y en esa medida es ya presente, no podemos predecir que sectores de nuestra herencia entrarán a desempeñar un papel activo, porque esto depende cada vez de los ideales y fines que nosotros proyectemos al futuro.
La entrada de Ceuta en la llamada Era Moderna fue violenta e irracional, movida por interés económicos e ideológicos contrarios a la esencia del ser humano. Fue donde todo comenzó y donde primero va a terminar. Si tenemos la suficiente capacidad analítica y la necesaria confianza en la humanidad, Ceuta puede ser también el escenario donde surja la definitiva transformación del hombre. Una nueva cultura que nos conduzca desde la cultura del Nuevo Mundo y la expansión, a la del Mundo Único y el equilibrio. Una nueva civilización que gire en torno a los conceptos del hombre equilibrado, el grupo autogobernado y la comunidad universal. A pesar de la crisis y de todos los sufrimientos que padecemos, la esperanza debe permanecer. Incluso si la crisis sigue presente durante un largo periodo de tiempo, no podemos demorarnos en prepararnos para la renovación de la vida. El camino  que debemos sigue siendo Terra Incognita, un terreno inexplorado y cargado de dificultades; éste pondrá a prueba al máximo nuestra fe y nuestros poderes. Pero este es el camino hacia la vida, y aquellos que lo sigan triunfarán. Nos gustaría que el punto de partida de este camino fuera Ceuta. ¡Hagámoslo posible!

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