En su obra El redescubrimiento de América, Waldo Frank, después de describir los dioses y cultos del poder, incluyó un capítulo titulado Vivamos confortablemente. Las ideas que allí expone han estado flotando en mi mente hasta que han encontrado otros pensamientos análogos de cuya unión ha brotado una explicación razonable a algunos fenómenos tan característicos de nuestro tiempo como el individualismo, el parasitismo y el infantilismo.
El elemento aglutinante de las ideas que pululan por uno de los rincones de mi mente, donde la corriente del pensamiento las ha arrastrado, es el poder. Según Frank, parte inseparable de toda vida dedicada al poder es el culto del confort.
El confort, en sus orígenes, fue un medio para contrarrestar el cansancio provocado por las duras jornadas de trabajo de las personas dedicadas a la explotación y cultivo de los recursos naturales. No tardó demasiado tiempo en convertirse en un fin en sí mismo y un valor en alza. Si el poder fue una estrategia para hacer frente a las difíciles condiciones de un medio natural y cultural hostil, pronto se dirigió de manera exclusiva a la satisfacción del deseo de confort. Waldo Frank compara este proceso a la segunda ley de la termodinámica, la entropía. En opinión de este pensador, al igual que la energía del movimiento posee la tendencia dominante a convertirse en calor, “en el hombre, la energía del poder fluye hacia la necesidad del confort. Esta entropía psicológica no puede ser revertida. El poder, con sus grados de cansancio, esterilidad, vacuidad interior y pasividad, se orienta hacia el anhelo de confort. Mas dicho anhelo no produce nuevo poder. El hijo del hombre dotado de poder es con frecuencia un buscador de confort; pero la consecuencia de su culto ya no será el poder”.
Como consecuencia de este fenómeno entrópico, “el poder acabará, pues, por criar una raza tan impotente que carezca hasta de los medios para buscar el confort”. Y esto es precisamente lo que está sucediendo.
La ansiosa búsqueda del confort, promovida y alentada por el capitalismo, en su interés de hacer crecer la economía mediante el fomento del consumismo, ha sido clave para el reforzamiento del sentimiento individualista. Hasta mediados del pasado siglo, según describe Eric Hobsbawm en su magnífica Historia del siglo XX, el “nosotros” predominaba sobre el “yo”. Y en parte era así por la falta de confort. Según narra este enorme historiador, “la vida de la clase trabajadora tenía que ser en gran parte pública, por culpa de lo inadecuado de los espacios privados…Los amas de casa participaban en la vida pública del mercado, la calle y los parques vecinos. Los niños tenían que jugar en la calle o en el parque. Los jóvenes tenían que bailar y cortejarse en público. Los hombres hacían vida social en “locales públicos”.
La irrupción de la televisión en el hogar, en opinión de Hobsbawn, “hizo innecesario ir al campo de fútbol, del mismo que la televisión y el video han hecho innecesario ir al cine, o el teléfono ir a cotillear con las amigas en la plaza o en el mercado”. De modo que “la prosperidad y la privatización de la existencia separaron lo que la pobreza y el colectivismo de los espacios públicos habían unido”. Este divorcio con el espacio público, tanto en el sentido figurado como en el físico, ha derivado en una relación irreconciliable. La pereza domina nuestra vida pública y privada. Rehuimos cualquier llamada a la acción. Tal y como dejó por escrito Lewis Mumford en Técnica y civilización, “demasiado aburrida para pensar, la gente leía; demasiado cansada para leer, podía ir al cine; incapaces de ir al cine, podían encender la radio”. Hoy día, son muchos los hogares que tienen varios televisores en la casa, conexión de internet y un móvil para cada uno de los miembros de la familia. Es cierto que no todos gozan de esto privilegios, pero sí es la aspiración general de todos los miembros sociedad. Contando con todas estas comodidades en el hogar, ¿a quién le apetece salir a una asamblea ciudadana o, simplemente, ir al parque con los niños? Uno de los pocos motivos que movían a la gente a salir era hacer la compra y hasta esto se puede hacer ya por internet. ¿A dónde nos conduce este paraíso del confort?
Llegados a este punto, tenemos que cuestionarnos si nuestro anhelo de confort consigue el confort que tanto ansiamos. Desde luego, no parece que lo consigan todos los artilugios que el mercado nos incita a adquirir de manera compulsiva. Al menos no el confort interno. Si, como lo define Waldo Frank, el confort es una armonía entre las fuerzas del cuerpo y las del exterior, una armonía sentida, esto significa que el factor determinante reside dentro del hombre. En palabras del propio W.Frank, “la condición esencial para conseguir confort es tener el freno en nosotros mismo”. A modo de ejemplo, comentaba este pensador norteamericano, que “un hombre que habite en un cuarto del Hotel Ritz no podrá sentirse confortable si le duelen las muelas; en cambio, con los nervios en equilibrio puede sentirse confortable en un granero…”. Tomando como referencia esta definición y su ejemplo demostrativo, todos deberíamos tener claro que “no se puede conseguir el confort mediante aplicaciones prácticas, y cuanto más complejas sean las fuerzas externas que nos acosan, tanto más fuerte tiene que ser el freno interno que asimile dichas fuerzas y las armonice en este ritmo subjetivo que es el confort”.
Si de verdad queremos alcanzar el confort no nos queda más remedio que cambiar de camino. Un camino que solo es posible transitar si somos capaces de desarrollar la capacidad de autocontrol, autoexamen y autoconocimiento. Tenemos que ampliar nuestro sentido de la compresión, cuyos medios más eficaces son la literatura, el arte, el ocio estudioso, todas aquellas actividades capaces de satisfacer las necesidades superiores del ser humano. Gracias a estos medios puede el hombre, según Frank, “contemplarse a sí mismo y contemplar su relación con el todo de la vida, que le dota de la sabiduría suficiente para equilibrar las fuerzas hostiles”. Unos medios a los que debemos exigir que se adapten al sentido de la verdad y de la totalidad, y no limitarse, como hacen ahora, a calmar nuestros nervios o nuestra vanidad.
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