Opinión

La defensa de Ceuta (I)

El capítulo que se reproduce a continuación forma parte del número 8 de la "Revista Transfretana titulada Estrategias para el futuro de Ceuta",  editada por el Instituto de Estudios Ceutíes y cuyos ejemplares están a disposición del público. Los artículos han sido escritos por especialistas en cada tema y en este caso se presenta el primero de los trabajos mencionados.

Todas las naciones tratan de dotarse, con mayor o menor fortuna, de un sistema de seguridad que les proporcione las garantías necesarias para desarrollar sus proyectos de futuro. El origen de esas garantías es doble: uno hace referencia a la contribución de las Fuerzas Armadas nacionales; el otro es el resultado natural de la apelación a la soli- daridad multinacional. El primer subsistema suele encontrar acomodo constitucional, representado en el caso español por el literal del artículo 8 de la Constitución:

Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional.

El segundo subsistema, como se decía, es el que resulta de la suscripción de pactos o alianzas. Se incluye en este grupo la adquisición de un estatus de neutralidad o no alineación, cuya eficacia dependerá de que la no beligerancia sea reconocida y aceptada por la comunidad internacional.

La evaluación del sistema de garantías de que disfruta Ceuta aconseja analizar ambos subsistemas: el unilateral y el multilateral. A ambos hay que hacer referencia cuando se trata de analizar la bondad del sistema.

En cuanto a las garantías que proporcionan las Fuerzas Armadas (FFAA) españolas, el escaso interés que se muestra aquí por las políticas de seguridad y defensa constituye una sobresaliente anomalía, lo que puede deducirse de la mera contemplación del lugar y extensión que estas cuestiones tienen en los programas electorales de los diferentes partidos. Es básicamente un endemismo local, ya que tamaño desinterés no se reproduce, ni con ese calado, en ninguno de los países que pueden considerarse de referencia. Sin duda, esta situación ayuda entender por qué, en los barómetros de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), las Fuerzas Armadas aparecen regularmente entre las instituciones más valoradas, al mismo tiempo que los encuestados no se cohíben a la hora de manifestar su conformidad con la drástica reducción de los recursos de todo tipo que la nación pueda poner a disposición de los ejércitos. Reducir lo que aparentemente funciona bien es una actitud esquizoide, que tiene su origen en la secular desafección que la sociedad española ha venido mostrando por estas cuestiones. Cualquier descripción que se pretenda del estado de la seguridad y defensa en España, en Ceuta o en cualquier otra parte del territorio español, debe bucear primero en el origen de esta peculiaridad.

El desafecto que subyace en una parte de la sociedad española, muchas veces incluso de forma inconsciente, tiene diversos orígenes. El primero de ellos, que se reconocerá como de las guerras coloniales, hace referencia a la incapacidad del Ejército y de la Armada para evitar el desmoronamiento del inmenso imperio colonial español, circunstancia esta que se produjo a lo largo del siglo XIX, y que culminó en 1899 con la venta a Alemania de Managua, Las Carolinas y Palaos. En realidad, fue un proceso que la derrota de la escuadra hispano-francesa en Trafalgar, a principios de siglo, había hecho ya inevitable.

En la siguiente centuria, esa impresión de impotencia se revalidaría con los reveses sufridos por España en el Protectorado, lo que sería su última aventura colonial; y, en 1975, a causa del poco decoroso desenlace de la presencia española en el Sahara, cuyos efectos todavía se dejan sentir hoy.

Otro aspecto traído a colación cuando se trata de la compleja relación de los espa- ñoles con sus Fuerzas Armadas es el intervencionismo de estas en la política nacional y la presencia de militares al frente del poder ejecutivo. Para ilustrar este argumento, baste recordar que desde 1833 hasta 1936 se sucedieron en España 140 presidentes de Gobierno, dignidad que en 45 ocasiones recayó en un militar aunque con 28 titulares distintos, ya que algunos de ellos repitieron en esa dignidad.

El número de guerras civiles que se declararon durante esos años tampoco promueve el afecto, debiendo citarse, entre otros conflictos menores, las tres Guerras Carlistas del siglo XIX y la Guerra Civil de 1936-1939. Esta última contienda daría lugar a un periodo autoritario que duraría hasta 1975, año a partir del cual en España comenzaría lo que ha pasado a la historia como la Transición a un régimen democrático pleno y homologable con el que disfrutaban las naciones más avanzadas. Es este último conflicto el que ha dejado un recuerdo más duradero, todavía perceptible, de acuerdo con el cual los mili- tares deberían arrostrar ahora las consecuencias de haber sido los responsables últimos de la longevidad del Régimen.

Por último, hay que citar también entre las razones del desapego la existencia, has- ta el año 2001, fecha en la que se decretó su suspensión, de esa inequitativa prestación personal a la defensa que fue el servicio militar obligatorio (SMO). Durante la mayor parte del siglo XIX, hasta la segunda Restauración borbónica, cuando se reguló el servicio militar, las necesidades de alistamiento de contingentes para hacer frente a las revolucio- nes americanas o a las guerras peninsulares se satisfacían con movilizaciones decretadas por el Gobierno de turno, lo que se llevaba a cabo en medio del previsible descontento popular. Contribuía al rechazo la existencia, hasta 1940, de la redención de todo o parte del servicio en filas mediando pago en metálico, lo que era un buen procedimiento para aliviar déficits hacendísticos, pero a costa de que fueran las clases trabajadoras, que se veían incapaces de allegar los fondos necesarios para la exención del servicio, las que tuviesen que hacerse cargo de la defensa de los intereses nacionales.

Hasta aquí los argumentos más frecuentemente esgrimidos entre quienes buscan una explicación a tan extemporáneo distanciamiento de las cuestiones de defensa. Debe reconocerse, sin embargo, que no todos ellos tienen la misma presencia ni con la misma intensidad entre las élites intelectuales o el pueblo llano; pero la influencia de los primeros no puede despreciarse cuando se trata de medir el grado de aceptación de los sacrificios o costes que ineludiblemente irán asociados a cualquier modelo de defensa.

El mayor o menor rigor de los argumentos anteriores carece de interés para lo que aquí se pretende, que es denunciar la existencia del citado desafecto. Lo cierto es que la presencia de ese sentimiento en el subconsciente colectivo está ahí, habiendo influido muchas veces en la legislación emitida desde la Transición para regular el funcionamiento de los ejércitos. De hecho, las sucesivas leyes del personal militar profesional (1989, 1999 y 2007) han venido incluyendo en su articulado disposiciones que iban mucho más allá de lo debido a la revisión de lo que eran meros estatutos de personal. En el año 2002, por citar otro ejemplo, se publicaron tres reales decretos que tendrían una notable influencia en el funcionamiento cotidiano de los ejércitos: el de estructura básica de las FFAA, el de representación institucional y el de la organización periférica del Ministerio de Defensa. En la exposición de motivos del Real Decreto 912/2002, por el que se desarrolla la estructura básica de los ejércitos, todavía podía leerse, sesenta y tres años después de que finalizase la Guerra Civil, treinta años del fallecimiento del general Franco, veinticuatro desde que se publicase la Constitución española y veinte desde que España ingresase en la Alianza Atlántica, cuando ya se había hecho habitual la presencia de efectivos y unidades españolas en organizaciones y despliegues internacionales, todavía podían leerse, se decía, conceptos que venían a incidir en la idea de que el asentamiento de las unidades militares en el territorio español obedecía, ya empezado el siglo XXI, a razones de estabilidad interior, lo que no dejaba de ser un auténtico despropósito:

La aprobación de este Real Decreto culmina el proceso de repliegue territorial y consiguiente despliegue funcional de los Ejércitos iniciado en los años setenta [...] Con posterioridad, todas las disposiciones normativas reguladoras de la organización de los Ejércitos han tendido a sustituir los parámetros territoriales por otros de naturaleza funcional [...]. Mediante el presente Real Decreto se superan los factores geográficos que determinaban la estructura de nuestras Fuerzas Armadas en siglos anteriores, siendo sustituidos definitivamente por factores de carácter funcional y operativo.

Dada la pervivencia de esta clase de prejuicios, que llegan incluso a influir en el legislador, parece conveniente examinar, aunque sea brevemente, el mayor o menor rigor de los argumentos esgrimidos.

En primer lugar, hay que decir que esta clase de análisis omite mencionar la peculiaridad del contexto nacional durante el siglo XIX, en el que se dio una dilatada transición desde el Antiguo Régimen y una sobresaliente resistencia a renunciar a los postulados absolutistas. Por otra parte, el Ejército y la Armada no eran los únicos pro- tagonistas del ejercicio de la violencia estatal, según el concepto que acuñaría años más tarde Max Weber. Esa era una cualidad que compartían con las milicias nacionales, que, con antecedentes en el siglo XVIII, adquirieron por primera vez carta de naturaleza en la Constitución de 1812. Al mismo tiempo, el retraso en la industrialización del país derivó al siglo XX el impacto que en la vida política tendrían las reivindicaciones propias de los movimientos obreros. Por último, ayuda a entender la intrahistoria de estos años la presencia de militares ilustres en la vida política, lo que era una consecuencia no de la injerencia militar, sino de la ausencia de mecanismos de control hoy habituales, lo que hacía posible extender ad infinitum los indeseables efectos de lo que ahora se denominan «puertas giratorias». A este respecto, hay que recordar que, a principios del siglo XIX, la oficialidad del ejército absolutista todavía tenía que dar prueba de nobleza para adquirir esa condición, o que Benito Pérez Galdós, en su novela Los cien mil hijos de San Luis, mencionara a un tal general Eroles, personaje real sin embargo, que en 1808 era estudiante y en 1816, solo ocho años después, ya había ascendido a teniente general. Y no fue el único caso: Leopoldo O’Donnell, quien con el paso del tiempo llegaría a ser presidente del Gobierno, era capitán en 1833, cuando empezó la I Guerra Carlista; fue promovido al empleo de mariscal de campo en 1937, cuatro años después, y en 1839 ascendió a teniente general. Obviamente eran otros tiempos y otros modelos de carrera; en unas FFAA totalmente profesionalizadas y homologables con las más avanzadas, algo así sería impensable hoy.

Suele olvidarse también, y este es el segundo aspecto a tratar, el aislacionismo militante de España y, en consecuencia, su ausencia de los grandes conflictos europeos y mundiales. Sin lugar a dudas, esa ausencia contribuyó a evitar muchos sufrimientos; pero también privó a España de la generosidad internacional (Plan Marshall), que ayudó a cauterizar las heridas que las guerras mundiales habían infligido en los contendientes. Pero, sobre todo, impidió la obligada asimilación de los principios propios del consti- tucionalismo moderno, que los EEUU promoverían en las naciones ocupadas. Con una cierta perspectiva, puede afirmarse que esas circunstancias se tradujeron en una demora de cuatro décadas en la implementación de un sistema político basado en principios democráticos, con la renuncia a los fondos necesarios para acometer la reconstrucción y las imprescindibles reformas.

En relación con la práctica de los pronunciamientos, es cierto que abundaron a lo largo de las décadas que se están estudiando, pero lo es también que, al menos en cuanto a los que se produjeron durante el siglo XIX, la mayor parte de ellos fueron progresistas, en general en contra de las querencias absolutistas de la monarquía de Fernando VII e Isabel II, y para reclamar la vuelta a los postulados liberales que informaron la Consti- tución de 1812. Ese fue el caso del levantamiento de Rafael del Riego (1820), del motín de los sargentos de La Granja (1836), de la Vicalvarada (1854), del pronunciamiento de los sargentos del cuartel de San Gil (1866) —que fue el primero en el que se cuestionó la monarquía como forma del Estado—, del movimiento revolucionario conocido como La Gloriosa —que dio lugar al derrocamiento de Isabel II, al Sexenio Democrático y a la I República—, o del mismo golpe de Estado de Pavía (1874), que nunca entró a caballo en las Cortes, defendió un republicanismo unionista —frente al cantonalista o federalista— y renunció a tomar el poder que había quedado expedito como resultado de la asonada.


El último pronunciamiento que todavía puede calificarse de decimonónico se pro- dujo, sin embargo, ya bien entrado el siglo XX, en 1923. Fue el resultado de un amplio descontento popular, pretendidamente incruento (otra de las características de los levantamientos del siglo XIX), apoyado por la intelectualidad —como Unamuno y Ortega y Gasset—, y con el beneplácito del monarca —lo que le acabaría costando el trono, dando paso al advenimiento de la II República—. El general Primo de Rivera no fue un dictador al uso, ya que dimitió para exiliarse en París cuando consideró que su presencia al frente del Gobierno no contribuía a resolver los problemas de la nación.

La guerra de 1936 a 1939, sin embargo, no respondió a ninguna de las características propias de los pronunciamientos anteriores, lo que explica la visceralidad de los métodos empleados por los contendientes, la radicalidad de los objetivos estratégicos perseguidos y la perdurabilidad de los efectos del enfrentamiento.

Muchos años después de que terminase la contienda, en 1977, una vez desaparecido el general Franco y dimitido el presidente Arias Navarro, se inició un nuevo periodo cons- tituyente. El 6 de diciembre de 1978 se aprobó la nueva Constitución, principal logro de la Transición. A partir de ese momento se asistiría a un ejemplo más del maniqueísmo al que tanta querencia muestra la sociedad española. Así, y haciendo tabla rasa de cuarenta años de historia, se consolidó una interpretación que dividió a la sociedad en dos bloques: los militares, por un lado, y los demócratas, el resto. Tal simpleza, en flagrante olvido de todos los que medraron a la sombra del Régimen —y no precisamente los militares— convirtió a estos en el principal obstáculo para una transición pacífica, impresión que, torpemente, quedaría revalidada por la intentona golpista del 23 de febrero de 1981. En 1982, cuando el PSOE ganó las elecciones, terminar con el «poder militar» ya se había convertido en uno de los objetivos prioritarios del nuevo Gobierno.

Como una consecuencia más de la situación vivida durante esos años, España tramitó su adhesión al Tratado del Atlántico Norte más por razones de política interna que para materializar una consolidada vocación estratégica, lo que quedó de manifiesto en las dificultades que hubo para sacar adelante el proyecto: deducido de la posición antiatlantista mantenida por el PSOE durante la campaña electoral, el Gobierno que surgió de las elecciones dejó en suspenso el proceso de accesión hasta que se celebrase el referéndum al que se habían comprometido, que finalmente tendría lugar cuatro años después, en 1986. Las conversaciones posteriores para normalizar la peculiar posición española dentro de la OTAN durarían más de trece años, primero para negociar los seis acuerdos de coordinación a través de los cuales se instrumentaría la contribución nacional a la Alianza Atlántica, hasta que, en 1999, quedase expedito el ingreso de España en la estructura militar integrada. Producto de esa mezcla de falta de convicciones e intereses espurios fue la anómala exclusión de las dos ciudades norteafricanas de Ceuta y Melilla del sistema de garantías de la Alianza.

El resultado de esta precaria y peculiar perspectiva domestica de las cuestiones relacionadas con la defensa se concreta aquí en un artificioso dilema entre costes y utilidad, que perjudica profundamente a la función constitucional que le corresponde a las Fuerzas Armadas.

Debía recordarse todo esto para entender por qué la defensa en España sigue siendo una patología, lo que explica la ausencia de una visión estratégica convincente, suficientemente compartida por la sociedad, que evite caer una y otra vez en el corrosivo paradigma de que no se dota a las FFAA porque no se piensa usarlas y, en consecuencia, no se prevé su empleo en defensa de los intereses nacionales porque no se han dotado convenientemente.

Se esté o no de acuerdo con las conclusiones que se deducen de este análisis, lo cierto es que aquí, en España, no se debate sobre defensa ni se entienden bien los compromisos globales de seguridad. La sociedad española no siente inquietudes relacionadas con estos temas, habiéndose instalado en un infantil buenismo que parece dar crédito a la idea de que basta con no tener a nadie por enemigo para verse libre de ellos. Una frase de la profesora Roca Barea, tomada de su libro Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días, describe con clarividente nitidez esta patología.

Los españoles, atrapados en los complejos que les fueron inculcados en el siglo XVIII, se pasan la vida demostrando que son más buenos que nadie. Cuando se ven al borde de la aniquilación, reaccionan, pero solo lo preciso para seguir existiendo.

Solo desde esta perspectiva puede explicarse la indefinida reducción de efectivos que sufren desde hace décadas las FFAA, o los cambios legislativos habidos hasta bien entrado el presente siglo, más orientados a la socialización de los ejércitos que a mejorar sus capacidades para enfrentarse competentemente a los retos de seguridad.

El escenario descrito es, sin embargo, compatible con una indiscutible moderniza- ción de los ejércitos, y así hay que reconocerlo; pero también con una política retributiva infamemente cicatera, que hace de los militares los servidores públicos peor retribuidos de la Administración, lo que no deja de ser prueba de un modelo convulso, impropio de una democracia madura, ayuno del imprescindible consenso parlamentario y social, que dificulta la interlocución fluida con la sociedad y el poder. Todo ello se hace evidente en cuatro atributos de la visión nacional sobre la defensa que lo impregnan todo:

-Confusión entre neutralidad y neutralismo: La primera consiste en la pre- disposición a considerar con honestidad intelectual las razones de las partes enfrentadas en un conflicto, a lo que se incorporará la leal disposición a prestar los oficios de intermediación que sean necesarios para una justa y pacífica —cuando esto sea posible— resolución del contencioso. El neutra- lismo, por el contrario, responde más a una obcecada militancia en la no intervención, normalmente teñida de irresponsable pacifismo, injustificado antimilitarismo y simplicidad en la evaluación de las complejas situaciones que caracterizan un mundo globalizado.

-La defensa por emulación es otra de las características, según la cual se está donde están otros o se va adonde van los demás. Esta clase de actitudes apor- tan escasa solidez a la posición internacional de España, siendo proclive a la comisión de graves errores de cálculo que dañan el principio de solidaridad con países amigos y aliados. Ejemplos de estas medrosas actitudes son la retirada de la contribución española a la estabilización y reconstrucción de Irak, en 2004; el repliegue de la fragata Méndez Núñez de la agrupación naval de la OTAN, en 2019, o la reluctancia a participar en operaciones terrestres en Libia. Aparte de los costes en términos de credibilidad internacional, no pueden despreciarse los económicos que suelen ir asociados a estas actitudes insolidarias, normalmente en forma de vetos a la exportación de tecnología o exclusión de los expedientes de adjudicación de contratos.

-Desconfianza en quienes, como los militares, exhiben diferentes códigos deontológicos.

-Incapacidad para integrar personal civil y militar en proyectos que exijan o recomienden el trabajo en equipo, lo que es muy evidente cuando se observa la escasez de personal de los ejércitos entre los altos cargos del Ministerio de Defensa o la ausencia de civiles cualificados en posiciones de analista —y no meramente auxiliares— en los grandes cuarteles generales.

La defensa en España debe cambiar cuanto antes de paradigma. Es el momento de acometer una revolución intelectual que ayude a optimizar los escasos recursos que, cada año, se destinan a la defensa. A ese cambio se dedicarán las siguientes reflexiones.

La Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) optó por un modelo de defensa colectiva: ante un ataque a una o varias de las Partes signatarias del Tratado, todos y cada uno de los aliados celebrarían las consultas pertinentes para decidir qué clase de respuesta oponer a la agresión y con qué medios entre los que tuvieran a su alcance. No se trataba pues de una respuesta de la Alianza Atlántica en sentido estricto, sino de una coordinada de todos y cada uno de sus miembros; tampoco tenía que ser obligatoriamente una respuesta armada, sino la que decidiese cada una de las naciones aliadas.

Por su parte, el Tratado de Lisboa de la Unión Europea (UE) expone tempranamen- te, en los considerandos que sirven de introducción a la parte dispositiva del Tratado, la vocación europea de consolidar una política exterior y de seguridad común que, con el tiempo, devenga en una política de defensa común y en lo necesario para materializarla. Es una apuesta a largo plazo, pero cuando Europa haya llegado a ese estadio de integración, una agresión armada de las que se describen en el artículo 42.7 del Tratado recibiría una respuesta de la organización como un todo.

Como puede apreciarse, es una diferencia radical con respecto a la posición de la OTAN, justificada en el diferente nivel de ambición con el que nacen ambas organiza- ciones: la primera, como resultado de la Guerra Fría que, casi sin transición, siguió a la II Guerra Mundial; el Tratado de la UE, sin embargo, es un proyecto político de mayor integración.

Aunque formalmente España asume los postulados de ambas alianzas, de las que es miembro de pleno derecho, está muy lejos de haber interiorizado con plenitud las consecuencias que de ellos se derivan. En caso de un conflicto armado, confiar en la ayuda de los demás exige asumir primero que, en similares circunstancias, las FFAA españolas deberán prestar su asistencia a otros con la misma generosidad que se espera de ellos; en la Unión Europea, además, implica ya hoy —y lo hará más en el futuro— que se asuman como propios los compromisos de seguridad del resto de los aliados. Es esta filosofía la que explica la presencia de unidades militares españolas en Lituania, Letonia o Turquía, por citar solo algunos ejemplos, lo que debe soportarse en la convicción de que los riesgos e inquietudes de los demás deben integrarse en el planeamiento de fuerzas nacional y, por lo tanto, tener un impacto presupuestario. No ha lugar para esas actitudes insolidarias, extractivas o consumidoras netas de seguridad que todavía caracterizan a la política de defensa española.

Los efectos de esa perspectiva deformada se observan perfectamente en las tablas y gráficos que se acompañan. En la tabla 1, las dos primeras columnas relacionan a los países miembros de la UE y su orden en función del mayor o menor gasto de defensa per cápita; las dos siguientes columnas ordenan a los mismos países en función del número de efectivos de las FFAA por 1.000 habitantes; en la tercera pareja de columnas se relaciona a las naciones en función de la razón existente entre gastos de defensa en dólares y efectivos de las FFAA.

Como puede observarse, España tiene alistados pocos militares y gasta poco en ellos, siendo la única nación con Irlanda y la República Checa que adopta ese perfil. No debe olvidarse para una correcta evaluación de este dato que el número de efectivos está muy afectado por el nivel tecnológico que exhiban las diferentes FFAA, aunque debe haber coherencia entre ambas ratios.

Defensa mayor del que correspondería a sus ambiciones estratégicas. Es el caso de Grecia, cuyos contenciosos con Turquía en el Egeo obligan a ambos países a ir más allá de lo que probablemente desearían. Por el contrario, la posición que se subraya de España hace evidente esa actitud naif que antes se denunciaba, ya que su esfuerzo en seguridad y defensa no parece afectado por las reclamaciones territoriales de Marruecos y la escalada armamentística que ha emprendido este país.

España ocupa posiciones muy alejanas de las que le correspondería como cuarto PIB de la zona euro, más si se observa que la ligera mejora de la posición GD/FFAA es un resultado aritmético solo achacable al reducido número de militares que alista.

La tabla 2 recoge los mismos datos, pero esta vez referidos a la OTAN. Pueden hacerse los mismos comentarios anteriores. Ahora es Islandia el único país que muestra el mismo perfil que España (pocos gastos y pocas fuerzas), con la salvedad de que Islandia ha delegado su defensa en EEUU. Es también muy visible el efecto de la inseguridad o, si se quiere, el presentido nivel de riesgo, lo que puede apreciarse en el coste que esa percepción tiene para Grecia, Turquía y los países bálticos.

Algunas naciones muestran desequilibrios que tienden a un uso intensivo de recur- sos humanos que no están soportados en mayores inversiones (Montenegro y Turquía, por ejemplo).

Una vez más, la posición de España en la ratio GD/FFAA se beneficia del reducido número de efectivos que alistan sus ejércitos.

Estos datos pueden transformarse en un índice de insolidaridad que ayude a explicar mejor la desairada posición española.

En el grafico 1 se representa el resultado de la diferencia entre las posiciones re- lativas de las naciones miembros de la UE según el PIB per cápita (riqueza) y militares alistados por 1.000 habitantes. Como puede observarse, esa diferencia es negativa en todas las naciones significativas menos Polonia, lo que debe achacarse básicamente a la tendencia de reducir efectivos a cambio de tecnología.

El gráfico 2 compara ahora el PIB per cápita (riqueza) con los GD también per cápita.

Ahora solo España entre los grandes tiene claramente una política extractiva.

El mismo procedimiento aplicado a la OTAN convalida estos juicios. En el gráfico 3 todas las naciones significativas reducen en mayor o menor medida el número de efecti- vos, incluidos los EEUU. En el gráfico 4, cuando se relaciona el nivel de riqueza con los gastos de defensa, España vuelve a destacar por ser el país más insolidario, si se recuerda que Islandia, a estos efectos, no cuenta.

Como se ha venido sosteniendo, valores negativos son prueba de una ingenua percepción de los propios riesgos, así como de insolidaridad con los retos que impone la seguridad global, ya sea común o compartida. España ha adoptado el desafortunado perfil de las naciones consumidoras netas de seguridad, y esa posición no puede ser otra cosa que un indicador de irrelevancia internacional, severo juicio con el que debe darse por concluida la primera parte de este análisis.

Se trataría ahora de analizar las garantías que para la seguridad y defensa de España representa su condición de miembro de los pactos y alianzas de los que forma parte.

Como se anticipó, el Tratado de Lisboa declara en su parte expositiva la voluntad de las Partes de dotarse con una defensa común, lo que se repite en el artículo 42.2 del Tratado:

La política común de seguridad y defensa incluirá la definición progresiva de una política común de defensa de la Unión. Esta conducirá a una defensa común una vez que el Consejo Europeo lo haya decidido por unanimidad.

La determinación con la que el artículo 42.7 precisa la responsabilidad común en caso de un ataque suele ocultar los titubeos de la organización a la hora de fijar las responsabilidades contraídas por todos y cada de sus miembros. Efectivamente, en ese artículo se establece que:

Si un Estado miembro es objeto de una agresión armada en su territorio, los demás Estados miembros le deberán ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance, de conformidad con el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas.

Es un texto suficientemente expeditivo como para satisfacer a los más exigentes. Sin embargo, el trámite aligerado que para la cooperación en seguridad supondrían los mecanismos de adopción de decisiones por mayoría cualificada (artículo 31) no es apli- cable a las «decisiones que tengan repercusiones en el ámbito militar o de la defensa» (artículo 31.4), lo que somete estas sensibles cuestiones a la rígida e inhabilitante regla de la unanimidad europea.

Por otra parte —y con mayor trascendencia—, el artículo 42.7 antes citado no dice, o no dice solo, lo que puede leerse en el fragmento que se ha reproducido. A continuación se transcribe completo, con las partes que antes fueron omitidas debidamente resaltadas:

Si un Estado miembro es objeto de una agresión armada en su territorio, los demás Estados miembros le deberán ayuda y asistencia con todos los medios a su alcance, de conformidad con el artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas. Ello se entiende sin perjuicio del carácter específico de la política de seguridad y defensa de determinados Estados miembros.

Los compromisos y la cooperación en este ámbito seguirán ajustándose a los compromisos adquiridos en el marco de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, que seguirá siendo, para los Estados miembros que forman parte de la misma, fundamento de su defensa colectiva y el organismo de ejecución de esta.

La UE reconoce, por tanto, que los países miembros de la UE que también lo sean de la OTAN satisfacen sus inquietudes de seguridad en esta última organización, al menos mientras se concreten en el marco colectivo. Se afirma también que la Alianza Atlántica será el organismo responsable de su ejecución, y no la propia Unión.

Era una condición obligada. La UE se limitó en esto a tomar nota del pacto alcanzado con anterioridad por la mayor parte de sus miembros que lo eran también de la Alianza Atlántica. En 1949, la posibilidad de que los aliados entrasen en contradicción con compromisos ya adquiridos o por adquirir se había resuelto de forma expeditiva en el artículo 8 del Tratado de Washington:

Cada una de las Partes declara que ninguno de los compromisos internacionales actualmente en vigor entre ella y cualquiera otra Parte o cualquier tercer Estado está en contradicción con las disposiciones de este Tratado, y se compromete a no contraer compromiso internacional alguno que se contraponga a lo convenido en este Tratado.

Como resultado de ese mandato, la preceptiva cautela se recoge en el texto fundamental de la Unión al menos en cinco ocasiones, lo que no deja de ser una muestra del interés de los redactores por dejar meridianamente clara esta trascendental cuestión. Las dos últimas advertencias están incluidas, de forma reiterativa y con idéntico texto, en las Declaraciones anejas números 13 y 14 al acta final de la conferencia intergubernamental que adoptó el Tratado de Lisboa, firmado el 13 de diciembre de 2007. Forman parte, por tanto, del acervo europeo. Dicen así:

La conferencia recuerda asimismo que las disposiciones por las que se rige la política común de seguridad y defensa se entienden sin menoscabo del carácter específico de la política de seguridad y defensa de los Estados miembros.

Debe concluirse, por consiguiente, que, hasta que no se adopte definitivamente y por unanimidad el previsto sistema defensivo común, y dejando a salvo lo que, en caso de una agresión armada, pueda deducirse del carácter solidario de la pertenencia a la Unión Europea, España deberá estar a lo que se contiene en el Tratado de Washington.

(Continuará)

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