Raro es el vecino de Ceuta que se ha librado de ser tildado de racista alguna vez en la vida. El manido discurso victimista es algo a lo que estamos acostumbrados por estos lares, pero no por ello deja de ser fundamentalmente mentira con alguna excepción que debería avergonzarnos a todos.
Lo que ahora lo hace diferente es que los inmigrantes ilegales que entran, en su totalidad de forma violenta, lo hacen en su mayoría agrediendo a la Guardia Civil y a la Policía, disfrutando de garantías sociales que en muchos casos superan a los derechos adquiridos por los ciudadanos de pleno derecho; se dedican a actividades ilícitas como el “top manta” donde no pagan impuestos, ni contribuyen a Seguridad Social y por tanto tampoco a nuestras pensiones, venden falsificaciones, y ahora también les da por agredir a transeuntes por muy diversas causas.
No me hace ninguna gracia tener personas así deambulando por las calles de mi ciudad, como tampoco me la hace ver pasear a mafiosos en coches de lujo, o políticos corruptos estrechando la mano por doquier. Y no por ello soy xenófobo. De hecho, aprecio a la persona en sí misma, pero rechazo lo que comete de mal.
Si manifestar públicamente mi rechazo a la entrada violenta y vulneración de las fronteras es ser xenófobo, si repudiar que se trabaje sin pagar impuestos ni cotizar a Seguridad Social es ser racista, entonces el Estado de Derecho también lo es y en mucha mayor medida que yo; puesto que todo el que infringe la ley no solo es rechazado sino también sancionado y castigado con penas más severas.
Si demandar que se atiendan primero a los que somos parte, y contribuyentes, de un sistema de bienestar social, es ser segregacionista, entonces todo Estado lo es, puesto que el Estado pensiona a los jubilados atendiendo a sus contribuciones.
La generosidad es un valor malentendido, sobre todo porque no es exigible a los demás. No hay dinero para todos. Así lo han manifestado durante años, y así lo evidencian las cuentas del Pacto de Toledo donde se pretendía garantizar las pensiones.
Tenemos el deber de defender el dinero de nuestros mayores, de nuestros más necesitados. Me importa un bledo el color de la piel o la religión que profese, pero nadie que esté acogido en nuestra casa, que es España, debería pasar por apuros por dar de comer a alguien que ha entrado con violencia y sigue destrozándonos la casa con su forma de vivir.
Si los recursos económicos para gastos sociales están sobre el filo de la navaja, no solo debemos combatir el malgasto del enchufismo, los sueldos vitalicios, o el avión presidencial; también intentar no ser la miel que atrae a estas víctimas, en algunos casos autores, del tráfico de humanos.
No hay que perder de vista que esa “mano de obra” que viene aquí ha gastado verdaderas fortunas en llegar y que entre otros también viene mano de obra cualificada. Fortunas que han ido a parar a manos de mafias internacionales y mano de obra que descapitaliza al país de origen condenándolo al ostracismo.
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