Categorías: Opinión

De todas las casas, ‘Casa Moreno’

Alejadas del ruido de la nueva cocina de diseño, las tascas de toda la vida sobreviven en Sevilla o Madrid con un encanto que sólo encuentra parangón en la más hermosa literatura

 

 

Alejadas de las pompas que honran la eclosión inicial y posterior globalización febril de la nueva cocina de estrellas Michelin; más allá de los días de penurias que ensombrecen las vidas de los españoles, sobreponiéndose incluso al mero devenir del tiempo, decenas, cientos, en no pocas ciudades miles de tabernas, bares, ultramarinos, tascas de España siguen al pie del cañón desafiando a la lógica a través de un costumbrismo más propio de los hermanos Álvarez Quintero que de la era 2.0 y el auge incontinente de las nuevas tecnologías.
A base de sapiencia, esa que otorga el peso de una sólida base empírica, bienhacer, excelencia en los productos y un áurea imposible de constituir con dinero, y sí con personalidad y un halo de magia, las tascas de toda la vida sobreviven con la permanente amenaza de la modernidad, esa bandera normalmente ondeada por brazos veletas y mentes bobas en una especie de macabro homenaje y errónea materialización de las célebres palabras de Groucho Marx: "Estos son mis principios; si no les gustan tengo otros". O sea, estos son mis bares favoritos de hoy pero mañana tendré otros. Lo que diga la corriente pues.
Triste como la ciudad colmenera de Cela, con el ego pisoteado por ratas que escarban en la basura, Madrid, tocada en el alma, desconcertada, aun diana de las burlas olímpicas, ha celebrado estos días como si de la reconquista de la felicidad se tratara, como si la Puerta de Alcalá fuera la entrada directa a la Gloria, la concesión al restaurante Diverxo de la tercera estrella Michelin, esa que dizque aúpa al olimpo de la gastronomía de diseño y que saca a Madrid de paso de otra (dicen) funesta desvergüenza rescatada por los listillos: ser la única capital europea con solera sin un restaurante de tal nivel. Coño, como si en Madrid, precisamente en Madrid, la capital de los bares, no hubiera una oferta culinaria excelente y bien repartida en restaurantes de postín y en tascas de toda la vida de Dios en cada calle, barrio y plaza.
Contagiada por el virus de la nueva cocina, un acontecimiento que no obstante hay que aplaudir, apoyar y divulgar siempre que no sea a costa de hundir la oferta tradicional, un mal muy extendido en España y no tanto en Europa, América o Asia, por el menor arraigo y tradición de bares, Sevilla vive un momento de profundo letargo y penuria atroz evidentes en la mayoría de ámbitos capitales para el bienestar de una ciudad (de una nación), permitiéndose un único resquicio de luz y oxígeno que precisamente atañe al sector de la hostelería, donde ya sea por el sempiterno carácter del ingenio sevillano, ese de los Machado, Bécquer, o Murillo; ya sea porque la necesidad aprieta; ya sea por la ausencia de valentía personal y apoyo institucional; de las copiosas aperturas de bares y restaurantes que en la ciudad se registran al mes, patentes en cada visita que se haga con un intervalo escaso de tiempo entre la última y la anterior, un porcentaje elevado nacen con la filosofía de la cocina de diseño por bandera incluso cuando la inteligencia y la materia prima no alcanzan para cumplir con tales expectativas.
Sin embargo, acaso como en ninguna otra ciudad de España, pues ni tan siquiera ocurre en La Coruña, Bilbao o la vecina Córdoba, tradicionales y de buen paladar todas ellas, en Sevilla, impulsada por parroquianos fieles y leales, la oposición al atropello de las tabernas que nacieron en los cincuenta, sesenta o setenta, que pasaron del abuelo y fundador al hijo y ahora al nieto, empujado éste ya por su progenitor, donde distintas generaciones de sevillanos bebieron y comieron; rieron y se abrazaron en torno a una barra de madera, es del todo férrea y sincera a más no poder, circunstancia y modo de pensar y obrar que, como ha quedado referido, no implica el menoscabo a las nuevas técnicas sino un canto a la coexistencia dentro de una oferta culinaria común, por mal que pese a los abertzales de la nueva kosa, empeñados en erigir una única opción como verdadera pues el nacionalismo anda también metido en una olla más podrida que nunca jamás.
Excelsa, tradicional, hermosa, genial en la forma y en el fondo, un ejemplar único incluso en el paraíso de las tabernas, de todas las casas que, en Triana, Santa Cruz, San Lorenzo, La Alameda o la Alfalfa, en plazuelas, esquinas, aceras se puede pasar un agradable momento, acaso irrepetible, Casa Moreno es la más señorial, literaria y mística, un rincón celestial en pleno meollo de la Sevilla vieja y romántica.
Dueña de un aroma inconfundible, medio tienda de ultramarino, medio tasca ubicada allá en donde las moradas particulares se sitúan los salones en los que padres e hijos, primos, nietos, novios y queridas se reúnen para pasar los domingos y compartir paella y charla, Casa Moreno mantiene viva la luz cegadora del encanto tabernario elevado a su máxima exponencia pues en su acogedor burladero, más allá de poder degustar magníficos productos, como ese chorizo picante derritiéndose y fusionándose con queso de cabra entre buen pan tostado cual 'quejío' flamenco y capotazo de Curro Romero, al igual que ocurre en la más sublime literatura lo imposible se torna posible y lo fantástico parece una realidad innegable en una suerte encantadora que, precisamente, marca la diferencia entre los templos de toda la vida y los restaurantes Michelin, excesivamente gélidos y maquinales en el trato, en el decorado y en el ambiente: sí, acodado en la barra de Casa Moreno, y mientras Emilio Vara, alma máter del local y tabernero de los que hacen época, coloca con esmero y sapiencia papel de traza tras papel de traza, y algún Pedro Ximenez que otro, el cliente podrá, sin ninguna vacilación, brindar, conversar, reír, llorar, abrazarse con los mismísimo Belmonte, Joselito El Gallo, o Pepe Luis Vázquez, todos ellos presentes en alguno de los muchos cuadros que cuelgan de unas paredes flanqueadas por un sinfín de latas de conservas que abrigan con cariño al buen parroquiano, sea de la tierra o foráneo.

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