Cuando yo uso una palabra – dijo Humpty-Dumpty con un tono burlón – significa precisamente lo que yo decido que signifique: ni más ni menos. El problema es – dijo Alicia – si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. El problema es – dijo Humpty-Dumpty – saber quién es el que manda. Eso es todo.” (Alicia en el país de las maravillas)
La manipulación del lenguaje ha sido (y es) una de las herramientas preferidas de los regímenes totalitarios para moldear a los “nuevos hombres y mujeres”. Orwell creó en su obra “1984” la neolengua con la que el “Ministerio de la Verdad” amoldaba el pensamiento de los ciudadanos según la conveniencia política, un proceso magistralmente descrito en ese drama que recreaba los usos comunistas y los de sus discípulos gebelsianos.
Si hay algo que halaga a los seres humanos es la creencia de que somos nosotros los que decidimos sobre nuestras vidas, que nada de lo que nos ocurre es fruto de las circunstancias o de la imposición ajena. “Eso es algo que les puede pasar a los demás, no a mí, que decido que quiero hacer o que dejar de hacer”. De esta creencia saben bien los publicistas que nos “venden” que decidimos comprar o consumir y los propagandistas que nos halagan con un “tú decides”.
A propósito del proceso separatista que sufre Cataluña, se nos han vuelto a presentar como argumentos políticos la habitual sarta de mentiras. La más utilizada es la denominada “derecho a decidir” que no es más que una simple falacia, lo diga Agamenón o su porquero, y que lo es por varias razones. La primera es de tipo ontológico: la decisión no la toman los ciudadanos sino las elites políticas. A los ciudadanos solo se les ofrece la posibilidad de votar (bajo la coacción de buenos o malos catalanes) pero no han tenido ninguna participación en la propia idea de consulta, se les presenta como un hecho consumado e irrevocable por esa misma casta antes despreciable y ahora liberadora.
La segunda razón es de tipo procedimental. Resulta desternillante ver a los postmarxistas y a los separatistas, habituales renegadores de la democracia porque según ellos secuestra la verdadera voluntad de los ciudadanos, defender la parte formal o procedimental del sistema: ¿Qué hay de malo en poner unas urnitas y que los ciudadanos decidan? Se preguntan en tono amable con candidez impostada. Pues la respuesta es sencilla: los ciudadanos no podemos decidir sobre cualquier asunto, no podemos decidir sobre la soberanía nacional como tampoco podemos decidir sobre qué impuestos pagar. Podemos elegir la opción política que más se ajuste a nuestros intereses o preferencias pero no podemos decidir directamente sobre cómo tratar el problema migratorio o la organización territorial. El “asambleismo” es una forma de tiranía. No podemos reunirnos y decidir sobre la vida y hacienda ajena por una simple mayoría (que se lo digan a Socrates), eso no es democracia. La democracia es un sistema político representativo regido por el derecho cuya principal virtud es precisamente, la de proteger al individuo de las mayorías.
La tercera es de tipo jurídico. El derecho a decidir es un eufemismo del derecho de autodeterminación, creado tras la Segunda Guerra Mundial para facilitar la descolonización africana y asiática y que requiere una serie de premisas que evidentemente no se producen en el supuesto catalán, por mucho que se utilice el discurso y el vocabulario altermundista. La izquierda lo suele invocar en donde no corresponde (como es el caso catalán) como vía para acabar con el odiado sistema democrático fracturándolo desde el interior. Siguen así el modelo de Lenin que no dudó en recibir financiación y apoyo del enemigo (Alemania) con tal de destruir el régimen para después lanzarse sobre los restos.
Y la cuarta razón es moral. Una sociedad no puede permitir que los que vulneran los derechos de los ciudadanos sean los que la guíen. Lo que está ocurriendo en Cataluña es, simple y llanamente, un golpe de estado que pretende acabar con la democracia española. Una democracia sin ley no es tal, es solo un pretexto que esconde un proyecto político totalitario y como ejemplo una muestra en relación al proceso separatista: “la democracia consiste en respetar lo que dice la gente. Después vienen las leyes” Arnaldo Otegui (secuestrador profesional).
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