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De procesión

Las procesiones tienen eso. Que atraen a los creyentes y a quienes no lo son. Los primeros, porque viven unos momentos de recogimiento siguiendo a la máxima expresión de la religiosidad, la procesión. Los segundos, porque se maravillan del arte y de lo patrimonial que se dan en estos días. Por eso salir a la calle se convierte en algo a caballo entre la tradición para unos y el máximo fervor para otros. Lo que pasa es que siempre hay lugar para quienes no hacen ni una cosa ni la otra y su ‘salir a la calle’ se reduce a un ‘joder la manta’, como decimos en mi pueblo. Es decir, ni disfrutan ellos pero tampoco dejan disfrutar a los demás. Desde la Jenny de turno con las pecheras apretadas y el rimel todavía fresco que se te planta delante para mantener una conversación de lo más interesante con la Jenifer de turno mientras el Christian le mete mano, hasta quienes se convierten en enamoradizas seguidores de su costalero de pasión y siguen el paso abriéndose camino a estacazo que te crió aunque sus miras se centren sólo en las alpargatas que es capaz de identificar. Todas y cada una de ellas terminan aportando la guinda esperpéntica a la Semana Santa. Convierten el dar una vuelta para pasar el rato con el llamado ‘ir de pasos’ lo que sucede es que  al final no hacen ni una cosa ni la otra, pero si terminan jorobando a los que pelean por vivir ese momento que sólo se repite cada año.
Así que ir de procesión termina convirtiéndose en una pequeña lucha. Tienes que sortear el carrito del niño chico que mira el pirulí y berrea buscando la compasión económica de la madre que está, hablando no, chillando-debatiendo sobre las proezas de Jorge Javier. Y en esas tu mente intenta evadirse para captar la música procesional y te llega el listo de turno que te pregunta eso de ‘¿me deja paso?’ y tú, ante la carita de cordero degollado, le dejas, confiando en la veracidad de la propuesta. Pero ¡anda! resulta que se te planta delante a modo de armario de dos metros para, desde tu lugar primigenio, buscar una conversación que nada tiene que ver con el paso de turno.
Y es que eso tiene la Semana Santa, que puede convertirse en vehículo social de quien nunca asimiló el término educación y también en escaparate de esos políticos que aun sabiendo que marchan en las procesiones a modo de autoridades presuponiéndoles un saber estar, terminan haciendo campaña saludando a todo aquel que se acerque (desconozco si hasta pedirán el voto).{jcomments lock}

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