He perdido la cuenta de las veces que me he visto forzado a salir al paso de reportajes sobre Ceuta que parecen imaginados para denigrar a nuestra ciudad. Si se detiene a una célula yihadista, pues leña al mono. Si hay un asalto masivo a las vallas, lo mismo. Rara es la ocasión en la que salimos bien parados.
Ahora, por lo oído y leído, le ha tocado el turno a Telecinco y a su programa ‘España mira a La Meca’. Y no solo al programa en sí, sino a su promoción inicial, en la que se deslizó esa desafortunada frase según la cual “Ceuta, de por sí, es racista”. Ni vi la promoción ni vi el programa. Solo he leído las críticas y las explicaciones de la persona que dijo esas palabras.
Con todo, me he formado una idea, y es la de que volvemos a estar en lo de siempre (o lo de casi siempre, pues ha habido honrosas excepciones). Marginación, similitud con lo colonial, errónea visión acerca de una supuesta población autóctona sojuzgada… Vuelve a dar la impresión de que se pretende enfrentar a las distintas comunidades entre sí.
Pero pese a quien le pese, aquí existe una convivencia real, aún cuando haya aristas y excepciones, como puede suceder en cualquier otro lugar de España. Cabe que haya racistas en las respectivas comunidades de habitantes, pero esa circunstancia está muy lejos de ser un mal endémico y generalizado. Como regla general, en Ceuta se produce una pacífica cohabitación. Todos tenemos amigos que pertenecen a otra comunidad. Por mi parte, recuerdo los centenares de cafés que tomé con mi amigo Tafala en el desaparecido “Delfín Verde”, o mi amistad con Abdelkader Ben Kaddur, que falleció siendo Coronel del ejercito marroquí, o con Mustafa Mizzian, y con Hossain, nacido en Ceuta pero practicante en Tetuán, ambos desaparecidos, o con el bueno de Chaib...
Reconozco, eso sí, que en la parte de la población de raíz hispana se produce un peculiar sentimiento que jamás debe confundirse con el racismo. Me refiero a la generalizada preocupación ante el evidente crecimiento del número de habitantes de origen marroquí, algo que, como viene destacando el Real Instituto Elcano, puede suponer en un futuro no lejano la pérdida del carácter occidental y europeo de Ceuta, lo que, hoy por hoy, es la esencia de esta ciudad. Resulta habitual leer en periódicos nacionales loas al patriotismo de los ceutíes y los melillenses, poniéndolo de ejemplo. Y eso es lo que puede estar en juego.
No, repito, no se trata de racismo, es instinto de conservación de lo nuestro, de lo que ha sido y debería seguir siendo Ceuta, una ciudad netamente occidental desde hace más de seis siglos y netamente española desde hace trescientos sesenta y dos años, cuando el día tres de marzo de 1656 así se acordó por las Cortes de Castilla reunidas en Madrid, reinando Felipe IV.
En el fondo late un problema de integración. Mientras por un lado se nos habla de interculturalidad, los “hispanos” –llamémoslos así- habríamos agradecido una plena integración en la cultura occidental, una identificación total de ideales, de modos de vestir, de uso habitual del castellano, de compartir el orgullo de ser ceutíes y por tanto españoles, y de –al menos- aflojar las amarras que puedan unen con el vecino país.
Poseer el Documento Nacional de Identidad –DNI- no es un mero trámite. Tener nuestra nacionalidad otorga derechos, pero también impone obligaciones, entre ellas, respetar los símbolos de la Patria y tener un solo Rey –Felipe VI- y no dos, y aún menos uno que no es el de España.
Acaso es mucho pedir, pero de esa forma se salvaría alguna que otra barrera y todos nos entenderíamos mejor. Nací hace ochenta y cuatro años; mi madre era ceutí, lo mismo que mi abuela y que mis bisabuelos. Ahí, en el cementerio de Santa Catalina, tengo sepultadas a cuatro generaciones de antepasados.
Déjenme, cuando menos, seguir soñando en una ciudad, la mía, netamente española, en la que los gritos de “¡Viva Ceuta1” y “¡Viva España!” sean siempre coreados por todos, sin excepción, con el mismo ardor y convencimiento.
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