La gran bestia mediática que conforman todos los medios de comunicación comete graves y delicadas ofensas contra el sistema judicial, ora sí, ora también, en su implacable cruzada contra todo aquello o aquel que contradiga su corpus ideológico. Frecuentemente se intoxica la función verdadera del juez y se oculta la legislación tras un velo metálico para que sea aquel quien cargue con toda la responsabilidad de los vacíos legislativos, en el momento en el que que explosiona un profundo desacuerdo con lo que el árbitro del tribunal ha dictaminado. En otras palabras, la resolución judicial, cuando no apetece, se convierte en la decisión tomada por un juez en base a unas leyes ficticia que él aplica en esos momentos, y no bajo la legislación, como en realidad habría de ser. Si bien hoy se defiende por unos el buen hacer del juez, cuando estos reciben un dictamen contrario a su parecer, hacen lo propio con Su Señoría, teniendo que salir en su auxilio aquellos que sí comparten la resolución, los que antes ponía entredicho la habilidad y licitud de la judicatura.
Desafortunadamente se trata de una práctica muy extendida en nuestro país, como medida de presión por una parte, y, por otra, como mecanismo para desprestigiar a aquel juez que ha resuelto de manera desfavorable respecto a las apetencias de un grupo determinado. A ambas se suman determinadas interferencias gubernamentales mediante declaraciones de ministros que resuelven en unos segundos cuestiones por las que aún no se han pronunciado los jueces. Al final, la figura del juez queda menguada a través de un repetitivo proceso de demonización que representa con perfecto detalle el nefasto trato que se le dedica a esta profesión, envenado por la tiranía y la agonía de quienes se ocupan de las informaciones, siempre partidista, de España.
Bajo ningún concepto que no esté encuadrado en la argumentación firme acompañada de la demostración de pruebas contundentes se debería permitir el abuso por parte de cualquier fuente de presión con expectativas de lucro o de menosprecio; ni, asimismo, que cualquier pieza importante del Gobierno tenga la facultad regia de pronunciarse por encima de un juez; ni permitir la tergiversación dañina y la subversión desconcertante que están en boga respecto a la actividad de los jueces. Toda ofensiva lacerante e hiriente que falte a la verdad, que intente dañar gratuitamente, influir o intervenir en un estamento teóricamente independiente como la justicia, debe ser considerada como un acto vil y, por ende, punible, cuyo castigo debería medirse de forma proporcional al daño que ha supuesto. Nadie puede actuar con impunidad sobre la cabeza jurídica, porque ello supone una violación y un desacato morales a su misma integridad. Más cuando no se media prueba ninguna que pueda refutar la decisión judicial, y se recurre a la vieja táctica de revolver una y otra vez el procedimiento que ha llevado a la resolución para adjudicar interpretaciones obtusas e intrincadas, enquistadas en la ficción de quien las vomita. Adhiriendo, posteriormente, dudas forzadas sobre la resolución argumentada, en la mayoría ocasiones llegando al punto de deflagrar al juez por mera impotencia.
La presión de la prensa se equivoca de objetivo; no es el juez en quien tienen que liberar su odio y dar riendas sueltas a desaires periódicos. En todo caso, sería nuestra titubeante legislación la que merecería el peso central de las infectadas réplicas que se clavan en el cuerpo judicial, pero hasta un punto lógico, mesurado y aséptico, que permita cortar de raíz con la pasional guerra sin cuartel establecida, en la que se clama la intervención de urgencia de una parte sustancial de la legislación. Al margen de esta cuestión que se puede conducir por unos cauces o por otros dependiendo de los aspectos doctrinales de quienes se atrevan a abordarla, es preciso recalcar que la propia justicia es la que ha de exigir tajantemente que se le profese un rígido y severo respeto a las complicadas funciones de los jueces, que deben estar respaldados en todo momento por un orden férreo auspiciado por el Gobierno, y un nivel alto de responsabilidad y de templanza que el ejecutivo no ha demostrado dominar en los últimos tiempos. Los jueces necesitan la protección de un órgano fuerte que no contribuya a incentivar una presión, interferencia o influencia añadida, sino que, por el contrario, la reste, además de controlar las publicaciones y las acciones injuriosas que impacten de frente con la labor de los togados sin ninguna evidencia de su certeza. Este país debe inculcar un respeto hacia la justicia a la medida de su importancia, valorándola como la institución central de una democracia equilibrada que verdaderamente es, y no como un instrumento más que pueda asemejarse a articulaciones como la Hacienda o la Administración pública. Las críticas no pueden ir más allá de lo que la realidad y sus recovecos ofrecen; si se decide caminar sobre todo esto, las consecuencias deben ser coherentes. Ni más, ni menos.