La tontería hispánica –hace años que me convencí de ello- no tiene límites. Como tantas otras cosas, la idiotez se ha masificado: por eso hoy, en nuestro país, no es extraño apreciar tanta copia de ella por metro cuadrado.
El crítico italiano Carlo M. Cipolla, referido al ámbito universal, tiene un conocido y estupendo ensayo sobre el tema:
Las leyes fundamentales de la estupidez humana, en el que señala cinco. Transcribo tres: la 1ª: “Siempre inevitablemente cada uno de nosotros subestima el número de individuos que circulan por el mundo”; la 4ª: “Las personas no estúpidas subestiman siempre el potencial nocivo de las personas estúpidas. Los no estúpidos, en especial, olvidan constantemente que en cualquier momento y lugar, y en cualquier circunstancia, tratar y/o asociarse con individuos estúpidos se manifiesta infaliblemente como un costosísimo error”, y la 5ª: “La persona estúpida es el tipo de persona más peligroso que existe”. Y como corolario de esta: “El estúpido es más peligroso que el malvado”.
Aseguraba que ni las personas inteligentes ni las malvadas consiguen muchas veces reconocer el poder devastador y destructor de la estupidez. Schiller, por su parte, ya dejó dicho que “contra la estupidez hasta los mismos dioses luchan en vano”.
Según el diccionario académico, tontería, en su segunda acepción, significa “dicho o hecho tonto”, y aunque esta puede abarcar todos los sectores –Juan Eslava Galán y su hija Diana acaban de publicar una excelente y amenísima Cocina sin tonterías-, en este artículo, sobre todo, me voy a ceñir a dos aspectos:
1) A la proliferación, al abuso en nuestras ciudades y pueblos de denominaciones en inglés dadas a bares, discotecas, bancos, clínicas y todo tipo de establecimientos comerciales.
2) A los nombres impuestos últimamente (no sé si se pueden llamar de pila) a los nuevos ciudadanos españoles.
Recuerdo, hace unos años, al acompañar para enseñarles mi ciudad, Córdoba, a un grupo de profesores extranjeros que asistían a un congreso sobre Góngora, la indecible vergüenza que sentí, al cruzar el centro sobre todo, ante tanta anglomanía de rótulos y anuncios: no parecíamos sino estar en plena city. Ante ello, mi abochornada reacción fue dirigirlos raudos, sin pérdida de tiempo al casco histórico y los barrios periféricos; una vez allí, ante aquellos otros nombres de calles, callejuelas, plazas, tascas y carteles de las más diversas firmas comerciales, me sentí reconfortado: Tundidores, Siete Revueltas, Cedaceros, Mucho Trigo, Niño Perdido, Bataneros, Alfayatas; Taberna el Juramento, el Gallo, los Mochuelos; Charcutería Ruiz, Reparaciones César, Bobinados Pastor, Peluquería Loli, Recauchutados Vázquez, Comestibles Ana…
Por otro lado, con respecto a la onomástica de los niños hodiernos, a la inflación de davides y evas de los años sesenta y décadas siguientes sucedieron exónimos totalmente ajenos a nuestra tradición. Si bien los mitologicomediterráneos (Ariadna, Pandora, Ulises, Electra, Casandra, Ifigenia, Dafne, Níobe…), que suelen elegir progenitores pijos y culturetas, y los autóctonos de otras comunidades españolas –especialmente vascos- (Imanol, Asier, Ainhoa, Izaskun, Iker, Aitor, Irache…) tienen un pase, los ánglicos chirrían, resultan particularmente enojosos: Yónatan (así como suena), Kevin, Yésica (así como suena), Samanta, Orson, Sheila, Cintia, Yéremi (así como suena), Megan, Sharon, Maikel (así como suena), Lorna, Elisabeth…; los eslavos, aunque van ganando terreno, por ahora menos frecuentes, otro tanto: Irina, Milena, Igor, Tatiana, Boris, Katia, Alexis (¡Alejo!), Iván, Nevenka…
Dentro de unos años, en las listas de ciudadanos españoles, ante esta progresiva relegación de la onomástica tradicional, se va a saber que son hispanos solo por los apellidos; aunque, últimamente –tal vez como drástica y patriótica contraofensiva-, parecen volverse las tornas: el nuevo pijerío y algunas élites –la memez nominativa ánglica en especial se suele dar con más frecuencia en una poco letrada clase media baja- están dando en imponer a sus retoños nombres de resonancias más o menos épicas o claramente aristocráticas: Pelayo, Jimena, Tello, Violante, Rodrigo, Brianda…
Por otra parte, algún nombre olvidado como Melania, por obra y gracia de una actriz norteamericana –española consorte-, ha pasado de lo más paleto y connotador de la España profunda a lo más novedosamente in; otros, como Thais (o Tais) y Lais, aunque sus portadoras lo desconozcan, atufan a más no poder a comercio carnal: en la Grecia clásica estas ejercieron como hetairas de postín, y esos nombres luego, en Roma, fueron adoptados también por numerosas meretrices.
Toda esta colonización nominativa, en ambos aspectos, denota un injustificado y lamentable complejo de inferioridad, además de una absoluta falta de aprecio por nuestra hermosa lengua: la tercera o cuarta más hablada del mundo y una de las de más enjundia cultural de cuantas haya: Cervantes, Hita, Quevedo, san Juan de la Cruz… ¡Ahí es nada!
Tontuna incomprensible también es, a propósito –ahora que se acaba de celebrar-, enviar a festivales europeos (no solo este año) en representación de España, total o parcialmente, canciones en inglés desaprovechando una oportunidad magnífica para hacer oír mundialmente nuestra lengua al creer con esta cesión, erradamente, más factible hacerse con el triunfo. Igualmente, memez suprema es, en la diaria información meteorológica televisiva en castellano, utilizar topónimos en otras lenguas españolas: Maó, Gernika, Ourense, Eivissa, Getxo, A Coruña, Ontinyent, La Seu d´Urgel… Y, por otra parte, a mayor abundamiento, en la anual ceremonia de la entrega de los Premios Goya, esa total y servil imitación de la de los óscares hollywoodienses; hasta en los baratísimos chistes que, acompañados de una forzada y estúpida sonrisa profidén, nos infligen presentadores y premiados.
No ajeno a todo esto, entiendo también están, entre otras cosas, la ya casi irreversible instalación en nuestro país del foráneo Papá Noel y del abeto, que van consiguiendo lentamente desplazar a unos ilusionantes y ya casi meramente cabalgateros Reyes Magos y al portal; también, de unos años acá, la exageración celebratoria en los colegios de la fiesta del Halloween como si de una de nuestras más rancias tradiciones se tratara, y, finalmente, la masiva aceptación juvenil -¡cómo se estropean los gustos!- de esos ubicuos locales de infame comida norteamericana…
A raíz de todo esto, ante tanta gilipollez, hace unos años, en indignado contraataque literario, di en crear un pessoano heterónimo, Delmiro Dávila, autor de un semiinédito poemario: Juegos sabáticos, colección de “epigrimas” (epigramas), entre los que hay uno que hace directa referencia a uno de los temas comentados, “Yénifer”, y otro, que lo hace de manera secundaria. Transcribo el primero:
Lamentable fue vuestra decisión / -saltándoos la costumbre a la torera- / de cristianar a la niña con tal nombre; y más, / conociendo que a este iba a adjuntársele / -redoblado despropósito- / el profusísimo e ibérico García. / Y reincidíais: / menospreciando el familiar e indígena Josefa, / la precedieron Vanesa, Wilma y Débora / (al posible varón, Yéremi pensabais endosarle): / Todo ello acabó con la paciencia de la abuela, / y hoy, llorosa, vienes y te quejas / porque a todos os ha desheredado / y su pingüe fortuna irá a parar a / la antigua y fiel criada Sinforiana, / en la que sí –por descontado- se cumplió / la añeja tradición nominativa.
La segunda composición, “Glosoestulticia”, va encabezada por el terceto final del soneto “Nuestra heredad”, de Dámaso Alonso: “Hermanos en mi lengua, qué tesoro / nuestra heredad –oh amor, oh poesía-, / esta lengua que hablamos –oh belleza-”, y dice así:
Negrero del inglés, ladrón de infancias, / agobiaste a tu hijo –ya cumplida la jornada escolar- / con maratonianas clases extra de esa lengua: / ¡era el futuro!, / y en el vástago querías a toda costa realizar / tus frustraciones –la mayor: en un tiempo ya lejano / haber dejado ahorcada la carrera-: / No pareciera sino que la cervantina lengua, / el glorioso español, / pequeña le viniera, / y quisieras ganar tiempo a toda marcha: / ¡Craso error!: / hoy –ya tan solo-, / las descomunales faltas ortográficas / que en aquella comete dejan helado y, / ante ellas, como al posromántico poeta sevillano, / nos recorre el frío no de una / sino de mil hojas de acero las entrañas, / de modo tal que, francamente, / lo que con gran urgencia ahora necesita / son clases intensivas de la ella, de la nuestra, / a las que tú y tu mujer / -probos y respetables nuevos ricos-, por cierto / (a juzgar por vuestras cartas comerciales y / recetas de cocina), / podríais apuntaros sin dudarlo. / (¡Ah!, y para colmo, me dicen que, en inglés / -no será por las escasas veces que, desde pequeño, / a la pérfida Albión lo facturaste-, / al niño no hay Cristo que lo entienda).
Por todo ello, ante tanta desmesurada sandez, sería esperable al cabo, por parte de una ciudadanía culta y sensata, plantarle valientemente cara mostrando un ostensible enfado o tomárselo todo a pitorreo; como los sevillanos han hecho con respecto al cartujano World Trade Center: hacer caso omiso, negarse de todas todas a aceptar la foránea denominación, y, con esa gracia que Dios les ha dado, nombrarlo, siempre que han de referirse a él, con el castizo topónimo que el lugar siempre tuvo: “la huerta de Vicente”.
Ante toda esta intolerable estupidez, sin más contemplaciones ni rubor, propondría dos cosas: insumisión radical y una terebrante y prolongadísima pitada.
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