Categorías: Opinión

De códigos y conductas

Los partidos se empeñan en vestirse de cara a la galería adoptando códigos anticorrupción y leyes de transparencia. Armas con las que pretenden combatir, en apariencia, esa auténtica trama de irregularidades que ha llevado a empresarios beneficiados por el poder, políticos tertulianos y cargos directos a estar ya entre rejas o a seguir moviéndose en ese limbo de mínima libertad que aún permiten las imputaciones.
Estamos asistiendo a toda una manera de proceder y orientar el poder que ha gustado de moverse por los cauces que no debía. El ciudadano, ese mismo a quien se le pide insistentemente el voto, a quien se le intenta convencer para que siga confiando en la clase política, contempla, abochornado, la cascada de escándalos que no cesa, las presiones que los poderes intentan hacer sobre los jueces, las tertulias mediáticas con líneas de opinión encorsetadas... El ciudadano que arrastra dramas familiares, pesadas cargas, que se ha visto afectado por esa crisis que nos habíamos buscado entre todos por despilfarradores, contempla a quienes únicamente tienen el deber y la obligación de dar ejemplo señalados, acusados, destapados en decenas de escándalos que no cesan, que afectan a todas las instituciones, que no hacen más que dibujar un país sostenido sobre cimientos enfermos.
Y ante toda esta situación, los partidos se acuerdan de la imagen, buscan la manera de aparentar que también se sienten contagiados por esa sensación de pesar y entonces nos proponen leyes de transparencia, códigos de buena conducta, pactos anticorrupción. Y una se pregunta, ¿debería ser esto necesario?, ¿debería haber una ley que buscara evitar casos de corrupción?, ¿tendrían que adoptarse códigos de buena conducta?, ¿o esto ya se le presupone a quien decide dedicarse a la gestión pública?
La política se ha convertido en el oficio del beneficio. Las aspiraciones de tantos y tantos por colarse en las listas para disponer de un puesto del que vivir, mantenerse y mantener a otros ha terminado por cargarse ya no solo la concepción original del buen gestor público, sino la imagen y el respeto que el ciudadano podía tener entre los políticos.
De esto la única culpa la tienen quienes nos representan. Ellos son los que se han cargado el sistema, los que no han sabido actuar de forma rápida, quienes han colaborado en tapar las vergüenzas de unos siendo cómplices del todo. El vivir de la política ha terminado por matarla y por extensión, ha conseguido arrebatar la dignidad a esas personas que lejos de abochornarse por lo que hacen, terminan enojándose, creyéndose víctimas del odio general cuando son ellos mismos los que lo han provocado y ahora, tan solo, buscan envoltorios para tapar lo indigno.

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